Una muerte inmortal
J. D. Robb
Una muerte inmortal
Título original: Inmortal in death
Eve Dallas and husband Roarke– #3
El don fatal de la belleza
BYRON
Hazme Inmortal con un beso
CHRISTOPHER MARLOWE
Capitulo Uno
Casarse era un horror. Eve no recordaba muy
bien cómo había empezado todo. Si ella era policía, por el amor de Dios. En los
diez años que llevaba en el cuerpo siempre había pensado que el estado ideal
del policía era el celibato, la única manera de concentrarse al cien por cien
en el trabajo. Era de locos creer que alguien pudiera repartir el tiempo, las
energías y los sentimientos entre la ley, con todos sus pros y sus contras, y
la familia, con todo lo que ésta comportaba.
Ambas profesiones (por lo que ella había
observado, el matrimonio era un empleo más) entrañaban grandes exigencias y
horarios infernales. Aunque estuvieran en el año 2058, un momento de
importantísimos avances tecnológicos, casarse era casarse. Para Eve eso se
tradu?cía en terror.
Y sin embargo aquí estaba ahora, un bonito
día de verano -en uno de sus escasos y preciosos días libres-, dispuesta a
salir de compras. No pudo reprimir un esca?lofrío.
Porque no eran unas compras normales, se
dijo mientras el estómago se le encogía: iba a comprarse un traje de novia.
Había perdido la cabeza, sin duda.
La culpa era de Roarke, por supuesto. La
había pillado en un momento de debilidad. Los dos estaban en?sangrentados y
magullados y se consideraban afortuna?dos de seguir con vida. Cuando un hombre
es lo bastan?te listo y conoce lo bastante bien a su presa para escoger el
momento y el lugar adecuados para declararse, la mu?jer está desahuciada.
Al menos una mujer como Eve Dallas.
– Se diría que estás a punto de
enfrentarte tú sola a una banda de narcotraficantes.
Eve recogió un zapato y levantó la vista. Es
un pecado lo atractivo que es este hombre, pensó. Rostro fuerte, boca de poeta,
irresistibles ojos azules. Una melena negra de hechicero. Si se conseguía
abandonar la cara y seguir cuerpo abajo, la impresión era igualmente notable.
Añá?dase, para completar el lote, ese deje irlandés en la voz.
– Lo que estoy a punto de hacer es
mucho más grave. -Al oírse a sí misma gimoteando, Eve frunció el entrece?jo.
Ella nunca gimoteaba. Pero lo cierto era que hubiera preferido pelear cuerpo a
cuerpo con un drogadicto que hablar de costuras y bajos.
¡Costuras!, por el amor de Dios.
Reprimió un juramento y le observó mientras
cru?zaba la espaciosa alcoba. Roarke tenía la facultad de ha?cerla sentir
estúpida en los momentos más insospecha?dos. Como ahora al sentarse él a su
lado en la amplia cama que compartían.
Roarke le tomó la barbilla.
– Estoy desesperadamente enamorado de
ti -dijo.
Pues sí. Aquel hombre de pecaminosos ojos
azules, con la fuerte y magnífica apariencia de un ángel caído, la amaba.
– Oh, Roarke… -Eve trató de reprimir un
suspiro. Se había enfrentado a un láser en manos de un enloquecido mercenario
mutante con menos miedo del que le produ?cía ahora tan inquebrantable emoción-.
Dije que iría hasta el final, y lo haré.
Él arrugó la frente. Se preguntaba cómo
podía Eve ser tan ajena a su propio atractivo mientras seguía sentada en la
cama, calentándose la cabeza, su mal cortado pelo color beige todo copetes y
puntas, estimulado por sus manos in?quietas, y las delgadas líneas de fastidio
y duda entre sus grandes ojos de color whisky.
– Querida Eve… -la besó ligeramente en
los labios amohinados, y luego en la suave hendidura del mentón-, nunca lo he
dudado. -Aunque sí, y muy a menudo-. Hoy tengo varios asuntos que solucionar.
Anoche lle?gaste muy tarde. No pude preguntarte qué planes tenías.
– Tuvimos que prolongar la vigilancia
del caso Bines hasta las tres.
– ¿Pudiste atraparle?
– Se me echó él a los brazos, iba ciego
perdido tras una sesión maratoniana de vídeo. -Eve esbozó la sonrisa del
cazador, cruel y sombría-. El cabrón vino hacia mí como si fuera mi androide
personal.
– Enhorabuena. -Él le palmeó la espalda
antes de po?nerse en pie. Bajó de la plataforma hasta el vestidor y selec?cionó
una chaqueta de entre muchas-. ¿Y hoy? ¿Has de re?dactar algún informe?
– Hoy tengo el día libre.
– ¿Ah, sí? -Se volvió sosteniendo una
llamativa ame?ricana de seda color gris marengo-. Si quieres puedo re-programar
el trabajo de la tarde.
Lo cual, pensó Eve, sería como si un general
variara la programación de las batallas. En el mundo de Roarke, los negocios
eran una complicada y lucrativa guerra.
– Ya estoy comprometida. -El entrecejo
volvió a fruncirse antes de que pudiera evitarlo-. Voy a comprar el traje de
novia.
Él sonrió brevemente. Viniendo de ella, eso
era como una declaración de amor.
– Ahora entiendo por qué estás tan
rara. Te dije que yo me ocuparía de eso.
– El vestido que me ponga será mío. Y lo pagaré yo. No me caso
contigo por tu dinero.
Grato y elegante como la chaqueta que
acababa de ponerse, Roarke siguió sonriendo:
– ¿Por qué te casas conmigo, teniente?
-Eve frunció aún más el entrecejo, pero él era un hombre con mucha paciencia-.
¿Quieres una elección múltiple?
– Porque tú nunca aceptas un no por
respuesta. -Ella se puso en pie, hundió las manos en los bolsillos de sus
téjanos.
– Mala puntuación: prueba otra vez.
– Porque he perdido la cabeza.
– Así no ganarás el viaje para dos
personas a Tropic World.
Una sonrisa reacia afloró a los labios de
ella:
– A lo mejor te quiero.
– A lo mejor. -Satisfecho con eso, él
se acercó y apoyó las manos en sus hombros-. ¿Cuál es el proble?ma? Pon algún
programa de compras en el ordenador, hay docenas de vestidos bonitos, encarga
el que más te guste.
– Ésa era mi idea. -Puso los ojos en
blanco-. Pero Mavis me la ha chafado.
– Mavis. -Él palideció un poco-. No me
digas que te vas de compras con Mavis.
Su reacción la animó un poco.
– Tiene un amigo diseñador de modas.
– Cielo santo.
– Dice que es un genio, que en cuanto
se lo proponga se hará famoso. Tiene un pequeño taller en Soho.
– Fuguémonos. Ahora mismo. Estás muy
guapa.
Ella ensanchó la sonrisa:
– ¿Tienes miedo?
– Pánico.
– Bien. Ya estamos empatados. -Contenta
de estar en pie de igualdad, se acercó para besarle-. Ahora tienes motivo de
preocupación para unas cuantas semanas, pensando en qué me pondré el gran día.
Bueno, he de irme. -Le palmeó la mejilla-. He quedado con Mavis dentro de
veinte minutos.
– Eve. -Roarke hizo ademán de cogerle
la mano-. No harás ninguna tontería, ¿verdad?
Ella se zafó:
– Voy a casarme, ¿no? ¿Quieres más
tontería que ésa?
Esperaba darle motivo suficiente para
cavilar. La idea del matrimonio era en sí misma tentadora, pero una boda -ropa,
flores, gente-, menudo espanto.
Se dirigió al centro por Lexington, entre
frenazos e imprecaciones contra un vendedor ambulante que Inva?día la calzada
con su humeante carro. Aparte de violar el tráfico, el olor a salchichas de
soja era un verdadero in?sulto para estómagos delicados como el de Eve.
El taxi Rapid que llevaba detrás violaba el
código in?terurbano de contaminación sonora con su claxon y sus gritos obscenos
por el megáfono. Un grupo de turistas cargados de mini videocámaras, compumapas
y prismá?ticos miraba con boquiabierta estulticia el paso del tráfi?co rodado.
Eve meneó la cabeza al ver que un hábil rate?ro se abría paso a codazos.
Cuando llegaran a su hotel, comprobarían que
les faltaban unos cuantos créditos. Si Eve hubiera tenido tiempo y sitio para
aparcar, habría perseguido al ladrón. Pero éste se perdió entre la multitud con
su monopatín de aire en un abrir y cerrar de ojos.
Así era Nueva York, pensó Eve con una sonrisa.
Ha?bía que tomarlo tal como era. Le encantaba el barullo de gente, el ruido, el
frenesí constante de la metrópoli. Si la soledad era rara, la intimidad era
imposible. Por eso se había mudado aquí hacía años. Tampoco es que fuera un ser
muy sociable, pero demasiado espacio y demasiado aislamiento la ponían
nerviosa.
Había venido a Nueva York para ser policía,
por?que creía en el orden y lo necesitaba para sobrevivir. Su desdichada
infancia llena de ultrajes, con sus espa?cios en blanco y sus esquinas lúgubres,
no se podía cambiar. Pero ella sí había cambiado. Ahora controlaba la
situación, había conseguido, ser la persona que un anónimo asistente social
había bautizado como Eve Dallas.
Ahora estaba cambiando otra vez. Dentro de
unas semanas dejaría de ser Eve Dallas, teniente de homici?dios, para
convertirse en la esposa de Roarke. Cómo ha?ría para compaginar ambas cosas era
algo más misterio?so que cualquiera de los casos que habían caído sobre su mesa
de despacho.
Ninguno de los dos sabía qué era ser
familia, tener familia, crear una familia. Conocían la crueldad, los abu?sos,
el abandono. Se preguntaba si por eso estaban jun?tos. Ambos comprendían qué
significaba no tener nada, no ser nada, conocían el miedo y la desesperación; y
am?bos habían salido adelante.
¿Era sólo la mutua necesidad lo que los
unía? Nece?sidad de sexo, de amor, y la mezcla de ambas cosas que ella nunca
había creído factible antes de conocer a Roar?ke? Una buena pregunta para la
doctora Mira, se dijo, pensando en la psiquiatra a la que acudía de vez en
cuando.
Pero decidió que, de momento, no iba a
pensar en el futuro ni en el pasado. Para complicaciones ya estaba el presente.
A tres manzanas de Green Street encontró un
sitio donde aparcar. Tras buscar en sus bolsillos, reunió las fi?chas dé
crédito que el avejentado parquímetro le exigía con su estúpido sonsonete lleno
de interferencias e in?trodujo lo suficiente para dos horas. Si tardaba más,
sería que estaba lista para la sala de tranquilización, y una multa no le
importaría.
Respiró hondo y escrutó la zona. No solía ir
por tra?bajo a esta zona de la ciudad. Había asesinatos en todas partes, pero
Soho era un elegante bastión de gente joven y esforzada que prefería dirimir
sus diferencias ante una copa de vino barato o una taza de café solo.
Ahora mismo, Soho estaba en pleno verano.
Las flo?risterías rebosaban de rosas, las clásicas rivalizando con las
híbridas. El tráfico se arrastraba lentamente por la ca?lle, zumbaba en lo
alto, resoplaba un poco en los des?vencijados pasos elevados. Los peatones iban
en su ma?yoría por las aceras turísticas, aunque los deslizadores estaban
atestados. Saltaban a la vista las holgadas pren?das recién llegadas de Europa,
con elegantes sandalias y tocados y brillantes cuerdas colgando de los 'lóbulos
hasta los omóplatos.
Artistas delóleo, la acuarela y la
cibernética prego?naban sus artículos en las esquinas y frente a los
escapa?rates, compitiendo con los vendedores que prometían fruta híbrida,
yogures helados o purés de hortalizas li?bres de conservantes.
Miembros de la Secta Pura, típico producto
del Soho, se deslizaban en sus larguísimas túnicas blancas con los ojos
llameantes y las cabezas afeitadas. Eve dio unos cuantos discos a un suplicante
muy entusiasta y fue recompensada con una piedra reluciente.
– Amor puro -le ofreció el hombre-.
Pura alegría.
– Sí, vale -murmuró ella, y pasó de
largo.
Hubo de volver sobre sus pasos para
encontrar la casa de Leonardo's. El próspero diseñador tenía un apar?tamento
grande en un tercer piso. La ventana que daba a la calle estaba atiborrada de
manchas de color que le hicieron tragar saliva de puro nerviosismo. Los gustos
de Eve iban más por lo sencillo: lo hortera, según Mavis.
Mientras tomaba el deslizador para acercarse,
no le pareció que Leonardo se inclinara por una cosa ni por la otra. El nudo en
el estómago hizo una nueva aparición cuando Eve contempló el despliegue de
plumas y cuen?tas y trajes unisex de caucho teñido. Por más gusto que pudiera
proporcionarle provocar en Roarke un respin?go, ella no pensaba casarse de
caucho fluorescente. Ha?bía muchas más cosas. Daba la impresión de que
Leonar?do creía firmemente en la publicidad. Su obra maestra, un fantasmagórico
maniquí sin rostro, estaba envuelto en un surtido de pañuelos transparentes que
rielaban con tal dramatismo que hasta la tela parecía tener vida.
Eve casi puso sentirla sobre la piel. Uf,
pensó. Ni loca me pondría eso. Dio media vuelta pensando en es?capar, pero se
topó con Mavis.
– Sus diseños son realmente glaciales.
-Mavis pasó un brazo amistoso por la cintura de Eve para frenarla y contempló
la ventana.
– Mira, Mavis…
– Y no sabes lo creativo que es. Le he
visto trabajar en la pantalla. Es increíble.
– Increíble, sí. Estoy pensando que…
– Leonardo comprende el alma interior
-se apresuró a decir Mavis. Ella comprendía el alma de Eve, y sabía que su
amiga estaba a punto de salir pitando.
Mavis Freestone, delgada como un hada en su
jubón blanco y dorado y sus plataformas de aire de siete centí?metros, echó
hacia atrás la rizada melena negra con fran?jas blancas, evaluó a su oponente y
sonrió:
– Hará de ti la novia más excitante de
todo Nueva York.
– Mavis. -Eve achicó los ojos para
impedir una nue?va interrupción-. Yo solo quiero algo que no me haga sentir
como una idiota.
Mavis la miró radiante, y el nuevo corazón
alado que llevaba tatuado en el bíceps palpitó al llevarse ella la mano al
pecho.
– Dallas, confía en mí.
– No -dijo Eve mientras ella la
empujaba de vuelta al deslizador-. En serio, Mavis. Prefiero pedir algo en
pan?talla.
– Será sobre mi cadáver -musitó Mavis,
yendo hacia la entrada principal mientras tiraba de su amiga-. Lo menos que
puedes hacer es echar un vistazo, hablar con él. Dale una oportunidad. -Adelantó
el labio inferior, un arma formidable cuando se lo pintaba de magenta-. No seas
boba, Dallas.
– Está bien. Ya que he venido…
Animada por esta respuesta, Mavis se llegó
ante la cámara de seguridad:
– Mavis Freestone y Eve Dallas, para
Leonardo.
La puerta exterior se abrió con un rechinar
metálico. Mavis salió disparada hacia el vetusto ascensor de rejilla metálica.
– Este sitio es realmente retro. Creo
que Leonardo lo conservará aun después de que haya triunfado. Ya sabes, la
excentricidad del artista y todo eso.
– Ya. -Eve cerró los ojos y rezó
mientras el ascensor empezaba a subir dando brincos. De bajada utilizaría las
escaleras, eso seguro.
– Tú procura ser abierta -le aconsejó
Mavis- y deja que Leonardo se ocupe de ti. ¡Cariño! -Salió literalmente
flotando del ascensor para entrar a una sala abarrotada y llena de colorido.
Eve no pudo por menos de admirarla.
– Mavis, paloma mía.
Entonces Eve se quedó de piedra. El hombre
con nombre de artista medía al menos un metro noventa y dos y tenía la
complexión de un maxibús. Enormes bí?ceps sobresalían de una túnica sin mangas
con el colori?do arrasador de un atardecer marciano. Su cara era an?cha como la
luna y su tez cobriza cubría como un parche de tambor unos pómulos más que prominentes.
Llevaba junto a su deslumbrante sonrisa una pequeña piedra que guiñaba, y sus
ojos eran como dos monedas de oro.
Levantó a Mavis en vilo y dio una rápida y
graciosa vuelta con ella. Y luego la besó largamente, con fuerza, de una forma
que convenció a Eve de que entre ambos había mucho más que un mero amor por el
arte y la moda.
– Oh, Leonardo… -Dichosa como una
tonta, Mavis pasó sus dedos de doradas uñas por los largos y prietos rizos de
él.
– Muñeca.
Eve consiguió refrenar las náuseas mientras
ellos se arrullaban, pero puso los ojos en blanco. Mavis se había vuelto a
enamorar.
– Tu pelo es fantástico. -Leonardo pasó
unos dedos como salchichas por la pelambrera a franjas de Mavis.
– Sabía que te iba a gustar. Ésta es…
-Hubo una pau?sa teatral, como si Mavis fuera a presentar a su schnauzer- mi
amiga Dallas.
– Ah, sí, la novia. Encantado de
conocerla, teniente Dallas. -Sin soltar a Mavis, alargó el otro brazo para
es?trechar la mano de Eve-. Mavis me ha hablado mucho de usted.
– Sí, claro. -Eve miró de reojo a su amiga-. En cam?bio, de usted
no me ha contado gran cosa.
Él soltó una carcajada que vibró en los
oídos de Eve.
– Mi palomita es muy reservada a veces.
Voy por los refrescos -dijo él, y se dio la vuelta en una nube de color e
inesperado garbo.
– Es maravilloso, ¿verdad? -susurró
Mavis, la mirada perdida de amor.
– ¿Te acuestas con él?
– No sabes lo ingenioso que es. Y lo…
-Mavis exhaló el aire, se palmeó el pecho-. Es un artista del sexo.
– No te molestes en contármelo. Paso de
saber nada. -Juntando las cejas, Eve examinó la sala.
Era un espacio grande, de techo alto,
repleto de mues?tras de telas y materiales. Arco iris fucsia, cascadas
deéba?no, charcas color chartreuse goteaban del techo, por las paredes, sobre
las mesas y los brazos de las butacas.
– Dios mío -acertó a decir.
Por todas partes se amontonaban fuentes y
bandejas con cintas y botones de todas clases. Corpiños, cinturones, sombreros
y velos se sumaban a conjuntos a medio terminar hechos de materiales
brillantes. El sitio olía como un campo de incienso dentro de una floristería.
Eve estaba aterrada. Un poco pálida, se dio
la vuelta.
– Mavis, yo te quiero. Tal vez no te lo
había dicho antes, pero así es. Y ahora, me voy.
– Dallas. -Sofocando una carcajada, su
amiga la retu?vo por el brazo. Para ser menuda, era asombrosamente fuerte-.
Tranquila. Tómate un respiro. Te garantizo que Leonardo te va a arreglar de
maravilla.
– Eso es lo que me temo, Mavis. ¡Y cómo!
– Té con hielo y limón -anunció
Leonardo con voz cantarina al entrar por el cortinaje de seda de imitación
portando una bandeja y vasos-. Por favor, siéntese. Pri?mero nos relajaremos un
poco, para conocernos el uno al otro.
Con la mirada puesta en la puerta, Eve se
acercó a una silla.
– Mire, Leonardo, puede que Mavis no se
haya expli?cado bien. Verá, yo…
– Usted es inspectora de homicidios. He
leído cosas de usted -musitó Leonardo, aposentándose en un sofá de lados curvos
con Mavis casi en su regazo-. Su último caso tuvo un gran eco en los media.
Debo confesar que quedé fascinado. Usted trabaja con rompecabezas, te?niente,
igual que yo.
Eve probó el té y casi parpadeó al descubrir
que es?taba buenísimo.
– No me diga.
– Pues claro. Veo a una mujer e imagino
cómo me gustaría que vistiese. Después descubro quién es, a qué se dedica, cómo
vive. Sus esperanzas, sus fantasías, la vi?sión que tiene de sí misma. Luego he
de reunir todas las piezas del rompecabezas para conseguir el look adecua?do:
la imagen. Al principio es como un misterio que es?toy obligado a resolver.
Mavis suspiró lascivamente:
– ¿Verdad que es magnífico, Dallas?
Leonardo rió entre dientes y pellizcó la
oreja de su amada.
– Tu amiga está preocupada, cariño. Cree
que la voy a vestir de rosa eléctrico y lentejuelas.
– No estaría mal.
– Para ti sí. -Él volvió a mirar a
Eve-. Así que va a ca?sarse con el poderoso y escurridizo Roarke.
– Eso parece -masculló Eve.
– Le conoció por el caso DeBlass, ¿correcto?
Y con?siguió intrigarle con sus ojos de ámbar y su sonrisa seria.
– Yo no diría que…
– Usted no -prosiguió él-, porque usted
no se ve como él la ve a usted. O como yo. Fuerte, valiente, preo?cupada,
formal.
– ¿Usted es modisto o analista? -inquirió
Eve.
– No se puede ser lo uno sin ser lo
otro. Dígame, te?niente, ¿cómo la consiguió Roarke?
– Yo no soy un premio -espetó Eve,
apartando el vaso.
– Estupendo. -Él juntó las manos y casi
se echó a llo?rar-. Ardor e independencia, un poquito de miedo. Será una
espléndida novia. Y ahora, a trabajar. -Se puso en pie-. Venga conmigo.
– Oiga -dijo ella, levantándose-, no
vale la pena que perdamos el tiempo. Sólo voy a…
– Acompáñeme -insistió él cogiéndole de
la mano.
– Dale una oportunidad, Eve.
Por Mavis, dejó que Leonardo la condujera
entre cascadas de telas y materiales a una sala de trabajo igual?mente atestada
en un rincón del apartamento.
£1 ordenador la hizo sentirse más a gusto.
Esas cosas las entendía bien. Pero los dibujos que había generado, y que
estaban prendidos hasta en el último espacio libre, la desanimaron de golpe.
El fucsia y las lentejuelas habrían sido un
consuelo.
Los maniquíes, con sus largos y exagerados
cuerpos, parecían mutantes. Algunos lucían plumas, otros pie?dras. Había varios
que llevaban algo parecido a ropa, pero de estilos tan monstruosos -cuellos
puntiagudos, faldas del tamaño de una manopla, trajes ceñidos como una segunda
piel- que parecían participantes de un des?file de Halloween.
– Ejemplos para mi primer show. La alta
costura es un rasgo de la realidad, comprende. Lo osado, lo único, lo
imposible.
– Me encantan.
Eve frunció el labio mirando a Mavis y cruzó
los brazos.
– Será una ceremonia sencilla, en casa.
– Hum. -Leonardo se había sentado a su
ordenador y utilizaba el teclado con pericia-. Ahora esto… -Sacó una imagen que
le heló la sangre a Eve.
El vestido era de color orina, con volantes
de un ma?rrón fango desde el cuello festoneado hasta los bajos como punta de
cuchillo de los que pendían piedras co?mo puños de niño. Las mangas eran tan
apretadas que Eve estaba segura de que quien las llevara perdería toda
sensibilidad en los dedos. Finalmente, pudo ver en la pantalla la parte
posterior del vestido, con un corte más abajo de la cintura y ribetes de plumas
flotantes.
– …esto no es para usted -concluyó
Leonardo, y se permitió una carcajada al ver la cara que ponía Eve-. Le pido
disculpas. No he podido evitarlo. Para usted… sólo un bosquejo, ya me entiende.
Fino, largo y sencillo. Como una columna. Y no demasiado frágil.
Siguió hablando mientras trabajaba. La
pantalla em?pezó a mostrar líneas y formas. Eve observaba con las manos
hundidas en los bolsillos.
Parecía tan fácil, pensó. Líneas largas, el
más sutil de los acentos en el corpiño, mangas que cayeran con sua?vidad,
redondeadas a la altura de la mano. Todavía in?quieta, esperó a que él empezara
a añadir todo lo superfluo.
– Primero jugaremos un poco -dijo él,
ausente, sa?cando en la pantalla una espalda tan elegante y pulcra como la
parte delantera, con un corte hasta las rodillas-. ¿Qué hacemos con el pelo…?
-añadió parándose a mi?rarla un momento.
Habituada a comentarios despectivos, Eve se
mesó el cabello.
– Puedo tapármelo si hace falta.
– Oh, no, no. Le queda bien.
Ella bajó la mano, sorprendida:
– ¿De veras?
– Claro. Necesitará un poco de
moldeado. Conozco un tipo que… -Desechó la idea-. Pero el color, esos to?nos
castaños y dorados; y el estilo corto, no del todo do?mesticado, le queda muy
bien. Un par de tijeretazos bastarán. -La estudió con ojos entrecerrados-. No,
ni toca ni velo. Basta con su cara. Bien, color y material: ha de ser seda, y
que pese. -Hizo una pequeña mueca-. Me ha dicho Mavis que Roarke no paga el
vestido.
Eve se irguió:
– El vestido es mío.
– No hay quien le saque esa idea de la
cabeza -terció Mavis-. Como si a Roarke le importaran unos millares de
créditos.
– No se trata de eso…
– Claro que no. -Él sonrió de nuevo-.
Bien, ya lo arreglaremos. ¿Color? Blanco creo que no, demasiado severo para su
tono de piel.
Apretando los labios, usó su tecla de paleta
y experi?mentó. Fascinada a su pesar, Eve vio cómo el boceto pa?saba de blanco
nieve a crema, a azul claro, a verde inten?so con un arco iris en medio. Aunque
Mavis no paraba de exclamar «oh» y «ah», él sólo meneaba la cabeza.
Se decidió por el bronce.
– Éste. Oh, sí, éste. Su piel, sus
ojos, su cabello… Es?tará radiante, mayestática. Como una diosa. Le hará fal?ta
un collar de al menos setenta centímetros. Mejor aún, dos ristras, de sesenta y
setenta centímetros. Yo diría que de cobre, con piedras de colores. Rubíes,
citrinos, ónices. Sí, sí, y cornalinas, e incluso alguna turmalina. Ya hablará
con Roarke sobre los accesorios.
Eve hubo de reprimir un suspiro de anhelo,
pese a que la ropa nunca le había importado demasiado.
– Es muy bonito -dijo con cautela, y
empezó a calcu?lar su situación económica-. No sé… Es que la seda se sale un
poco de mis posibilidades…
– Tendrá el vestido porque yo se lo
regalo. Prometi?do. -Leonardo disfrutó viendo cómo la precaución aso?maba a los
ojos de ella-. A cambio de que yo pueda dise?ñar el vestido de Mavis como su
dama de honor y que usted utilice modelos míos para el ajuar.
– No había pensado en ningún ajuar. Ya
tengo ropa.
– La teniente Dallas tiene ropa -le
corrigió él-. La fu?tura esposa de Roarke necesitará otras prendas.
– Podemos hacer un trato. -Eve quería
aquel maldito vestido. Ya lo notaba puesto sobre su piel.
– Estupendo. Quítese la ropa.
Ella reaccionó como un resorte:
– Oiga, imbécil…
– Es para las medidas -explicó
rápidamente él. La forma en que ella le miró hizo que se pusiera en pie y
re?trocediera. Él adoraba a las mujeres y sabía comprender su ira. En otras
palabras, les tenía miedo-. Considéreme como su proveedor de salud. No puedo
diseñar bien el vestido hastaque conozca su cuerpo. Soy un artista, y un
caballero -dijo con dignidad-. Pero si se siente incó?moda, Mavis puede
quedarse.
Eve ladeó la cabeza:
– Me basto sola, amigo. Si se pasa de
la raya o se le ocurre hacerlo siquiera, se va a enterar.
– No me cabe duda. -Cautamente,
Leonardo cogió un aparato-. Mi escáner -explicó-. Toma las medidas con absoluta
exactitud. Pero para una verdadera lectura tiene que estar desnuda.
– Deja de burlarte, Mavis, y ve por más
té.
– Enseguida. Además, ya te he visto
desnuda. -Y so?plando besos hacia Leonardo, se marchó.
– Tengo más ideas… acerca de la ropa
-puntualizó Leonardo cuando Eve empezaba a achicar los ojos-: la combinación
para el vestido, por descontado. Ropa de noche y de día, lo formal, lo
informal. ¿Dónde será la luna de miel?
– No lo sé. No hemos pensado en eso.
-Resignada, Eve se quitó los zapatos y se desabrochó el pantalón.
– Entonces Roarke la sorprenderá.
Ordenador: crear archivo, Dallas, documento uno, medidas, color, estatu?ra,
peso. -Después que ella se hubo quitado la camisa, él se acercó con su
escáner-. Los pies juntos, por favor. Es?tatura, un metro setenta y tres, peso,
cincuenta y cinco kilos.
– ¿Cuánto hace que se acuesta con
Mavis?
Él
siguió con los datos:
– Unas dos semanas. La quiero mucho.
Cintura, se?senta y cinco coma cinco.
– ¿Y cuándo empezó todo, antes o
después de ente?rarse usted que su mejor amiga se iba a casar con Roarke?
Leonardo, estupefacto, la miró con sus brillantes
ojos dorados y coléricos.
– No estoy utilizando a Mavis para
sacar una comi?sión; la insulta usted pensando eso.
– Sólo quería cerciorarme. Yo también
la quiero mu?cho. Si vamos a seguir adelante, quiero estar segura de que todas
las cartas estén sobre la mesa, nada más. Así…
La interrupción fue rápida y llena de furia.
Una mu?jer vestida de negro, muy ceñida y sin adornos, irrumpió como un bólido,
desnudando sus dientes perfectos y blandiendo sus letales uñas rojas a modo de
garras.
– ¡Tú, infiel, traidor, hijo de la gran
puta! -Hizo su entrada casi como un mortero en dirección al blanco.
Con gracia y velocidad propiciadas por el
miedo, Leonardo se evadió:
– Pandora, deja que te explique…
– Explícame esto. -Volviendo su ira
contra Eve, dispa?ró un brazo armado, estando en un tris de arrancarle los ojos
de cuajo.
Eve sólo podía hacer una cosa: derribarla de
un golpe.
– Oh, Dios… -gimió Leonardo encorvando
sus enormes hombros y retorciéndose las manazas.
Capitulo Dos
– ¿Era necesario pegarle? -preguntó
Leonardo.
– Sí -respondió, Eve.
Él dejó su escáner y suspiró.
– Va a convertir mi vida en un
infierno, lo sé.
– Mi cara, mi cara… -Mientras
recuperaba el sentido, Pandora se puso en pie tambaleándose al tiempo que se
palpaba la mandíbula-. ¿Me ha salido un morado? ¿Se nota? Dentro de una hora
tengo sesión.
Eve se encogió de hombros:
– Mala suerte.
Pasando de un humor a otro como una gacela
enlo?quecida, Pandora dijo entre dientes:
– Te acordarás de mí, zorra. No
trabajarás nunca en pantalla ni en disco, y te aseguro que no vas a pisar una
sola pasarela. ¿Sabes quién soy?
En aquellas circunstancias, estar desnuda no
hizo sino poner de peor humor a Eve:
– ¿Cree que me importa?
– Pero qué pasa aquí. Caray, Dallas, si
Leonardo sólo quiere hacerte un vestido… Oh. -Mavis, que venía a toda prisa con
los vasos de té, se paró en seco-: Pandora.
– Tú. -A Pandora le quedaba bastante
veneno enci?ma. Saltó sobre Mavis con la consiguiente rotura de vasos. Segundos
después, las dos mujeres peleaban en el suelo y se tiraban del pelo.
– Por el amor de Dios. -De haber
llevado encima una porra, Eve la habría usado contra aquel par-. Basta ya.
Maldita sea, Leonardo, écheme una mano antes de que se maten. -Eve se metió
entre las dos, tirando aquí de un brazo, allá de una pierna. Por pura diversión
pro?pinó un codazo extra a las costillas de Pandora-. La me?teré en una jaula,
lo juro. -A falta de otra cosa, se sentó encima de Pandora y alcanzó sus vaqueros
para sacar la placa que llevaba en el bolsillo-. Mire esto. Soy policía. De
momento tiene dos cargos por agresión. ¿Quiere más?
– Sácame de encima tu culo huesudo.
No fue la orden sino la relativa serenidad,
con queésta fue pronunciada lo que hizo moverse a Eve. Pando?ra se levantó, se
alisó con las manos el ceñido traje negro, sorbió por la nariz, echó atrás su
lujuriosa melena color llama, y finalmente lanzó una frígida mirada con sus
ojos esmeralda de largas pestañas.
– Conque ahora ya no tienes suficiente
con una, Leo?nardo, ¡Canalla! -Alzando su escultural mentón, Pan?dora fulminó
con la mirada a Eve y luego a Mavis-. Puede que tu libido vaya en aumento, pero
tu gusto se está deteriorando.
– Pandora. -Tembloroso, temiendo aún un
ataque, Leonardo se humedeció los labios-. He dicho que te lo explicaría. La
teniente Dallas es clienta mía:
Ella escupió como una cobra:
– Vaya, ¿es así cómo las llaman ahora?
¿Crees que puedes dejarme a un lado como si fuera el periódico de ayer? Seré yo
quien diga cuando hemos terminado.
Cojeando ligeramente, Mavis se acercó a
Leonardo y le pasó un brazo por la cintura.
– Él no te necesita ni te quiere para
nada.
– Me importa un comino lo que él
quiera, pero ¿necesitar? -Sus gruesos labios formaron una sonrisa per?versa-.
Tendrá que explicarte las cosas de la vida, pe?queña. Sin mí, el mes que viene
no habrá desfile con esos harapos de segunda. Y sin desfile no podrá vender
nada, y sin ventas no podrá pagar todo ese material, todo ese inventario, y
tampoco el bonito préstamo que le con?cedieron.
Pandora inspiró hondo y examinó las uñas que
se había partido en la pelea. La furia parecía sentarle tan bien como el traje
superceñido.
– Esto te va a costar muy caro,
Leonardo. Tengo la agenda muy apretada para mañana y pasado, pero sabré
encontrar el momento para charlar con tus promotores. ¿Qué crees que van a
decir cuando les cuente que no pienso rebajarme a ir por la pasarela con esa
mierda de diseños tuyos?
– No puedes hacerme eso, Pandora. -El
pánico se notaba en cada palabra, un pánico que, Eve estaba segu?ra, era para
la pelirroja como un pico para un adicto-. Me vas a hundir. Lo he invertido
todo en este show. Tiempo, dinero…
– Qué lástima que no lo pensaras antes
de encapri?charte de esa mequetrefe. -Los ojos de Pandora eran apenas dos
hendiduras-. Creo que podré arreglarlo para almorzar con varios de los paganos
a finales de semana. Encanto, tienes un par de días para decidirte. O te libras
del juguete nuevo, opagas las consecuencias. Ya sabes dónde buscarme.
Se marchó con los andares exagerados de una
mode?lo y señaló su salida con un portazo.
– Mierda. -Leonardo se hundió en una
silla y ocultó la cara entre las manos-. Siempre escoge el momento más
oportuno.
– No permitas que te haga eso. Que nos
haga eso. -Al borde del llanto, Mavis se acuclilló ante él-. No puedes dejar
que dirija tu vida ni que te haga chantaje.
– Inspirada, Mavis se puso en pie de un
brinco-. Eso es chantaje, ¿verdad, Dallas? Corre a arrestarla.
Eve terminó de abrocharse la camisa que
acababa de ponerse.
– Querida, no puedo arrestarla por
decir que no piensa ponerse sus modelos. Puedo encerrarla por agre?sión, pero
seguro que saldría casi antes de que yo cerrara la puerta de la celda.
– Pero es un chantaje. Leonardo ha
puesto todo cuanto tiene en esa presentación. Lo perderá todo si no se celebra.
– De veras que lo siento. No es un
asunto policial ni de seguridad. -Eve se arregló el pelo-. Mira, ella estaba
muy cabreada. Y se había metido algo, a juzgar por sus pupilas. Ya se le
pasará.
– No. -Leonardo se apoyó en el
respaldo-. Querrá hacérmelo pagar, seguro. Habrá usted comprendido que éramos
amantes. Las cosas se estaban enfriando. Pando?ra llevaba fuera del planeta
unas cuantas semanas, y yo consideré que lo nuestro había terminado. Entonces
co?nocí a Mavis. -Su manobuscó la de ella y la apretó-. Ha?blé brevemente con
Pandora para decirle que todo había terminado. Al menos lo intenté.
– Ya que Dallas no puede ayudarte, sólo
queda una posibilidad. -Mavis estaba temblando-. Tienes que volver con ella. Es
la única salida. -Y añadió antes que Leonardo pudiera protestar-: No volveremos
a vernos, al menos hasta que haya pasado el show. Puede que entonces poda?mos
empezar de nuevo. No puedes permitir que Pandora hable con tus promotores y
despotrique de tus diseños.
– ¿Y crees que podría hacer eso?,
¿volver con ella?, ¿tocarla después de esto, después de haberte conocido a ti?
-Se puso en pie-. Te quiero, Mavis.
– Oh. -Ella rompió a llorar-. Oh,
Leonardo. Ahora no. Te quiero demasiado para ver cómo ella te arruina. Me
marcho para salvarte.
Salió precipitadamente, dejándolo con la
boca abierta.
– Estoy atrapado. La muy zorra es capaz
de dejarme sin nada. Sin la mujer que amo, sin trabajo, sin nada. Se?ría capaz
de matarla por meterle miedo a Mavis. -Inspi?ró hondo y se miró las manos-. Un
hombre puede de?jarse atraer por la belleza y no ver lo que hay debajo.
– ¿Importa mucho lo que Pandora les
diga a esas per?sonas? No habrían invertido su dinero si no creyeran en su
trabajo.
– Pandora es una de las top models del
planeta. Tiene poder, prestigio, influencias. Unas palabras de ella a la
persona adecuada pueden significar el triunfo o el fraca?so para un hombre en
mi posición. -Levantó una mano hasta una fantasía de mallas y piedras que
pendía a su lado-. Si hace pública su opinión de que mis diseños son
inferiores, las ventas previstas se vendrán abajo'. Ella sabe exactamente cómo
conseguirlo. Llevo toda la vida trabajando para esta presentación, y Pandora
sabe cómo hacerme daño. Además, la cosa no acabará ahí.
Dejó caer la mano y prosiguió:
– Mavis aún no lo comprende. Pandora es
capaz de tener ese rayo láser pendiendo sobre mi cuello durante el resto de mi
vida profesional, o de la suya. No me li?braré de Pandora, teniente, hasta que
ella decida que he?mos terminado.
Cuando Eve llegó a su casa, estaba
extenuada. Una se?sión extra de lloros y recriminaciones con Mavis la había
dejado sin fuerzas. De momento al menos, su amiga se había calmado con una
libra de helados y varias horas de vídeo en el viejo apartamento de Eve.
Deseosa de olvidar las convulsiones
emocionales, fue directamente al dormitorio y se tumbó boca abajo en la cama.
El gato Galahad saltó a su lado, ronronean?do como un loco. En vista de que
unos cuantos empujones de cabeza no dieron resultado, Galahad se puso a dormir.
Cuando Roarke la encontró, Eve no había mo?vido ni un párpado.
– ¿Qué? ¿Cómo ha ido el día?
– Odio ir de compras.
– Es que no le has cogido el
tranquillo.
– ¿Para qué? -Curiosa, Eve se dio la
vuelta y le miró-. A ti sí te gusta comprar cosas.
– Pues claro. -Roarke se estiró a su
lado, acariciando al gato cuando éste se le subió al pecho-. Me produce casi
tanta satisfacción como poseer cosas. Ser pobre, querida teniente, es un asco.
Ella se quedó pensando. Como había sido
pobre una vez y había logrado abrirse camino, no podía estar en desacuerdo.
– En fin, creo que lo peor ya ha
pasado.
– Te has dado mucha prisa -dijo él, un
tanto preocu?pado-. Ya sabes, Eve, que no tienes por qué escoger nada.
– Creo que Leonardo y yo hemos llegado
a un en?tendimiento. -Al mirar el cielo color lejía por la venta?na cenital,
frunció el entrecejo-. Mavis está enamorada de él.
– Vaya, vaya. -Entrecerrados los ojos,
Roarke siguió acariciando al gato, pensando en hacerle lo mismo a Eve.
– No; hablo en serio. -Soltó un largo
suspiro-. El día no ha ido lo que se dice demasiado bien.
Roarke tenía en la cabeza las cifras de tres
importan?tes negocios. Desechó la idea y se aproximó a Eve.
– Soy todo oídos.
– Leonardo, un tipo imponente y extrañamente
atractivo… bueno, qué sé yo. De auténtica sangre ameri?cana, diría yo. Tiene la
estructura ósea y la tez de norte?americano, bíceps como torpedos aeronáuticos
y un deje de magnolias en la voz. No se me da bien juzgar, pero cuando se puso
a hacer bocetos me pareció un tipo con mucho talento. En fin, yo estaba allí
desnuda…
– No me digas -dijo Roarke, y apartando
al gato se puso encima de ella.
– Para las medidas. -Compuso un gesto
burlón.
– Sigue, sigue.
– Bien. Mavis había ido a buscar el té…
– Qué oportuno.
– Y entonces apareció ella, como quien
dice babean?do. Una tía de bandera; casi un metro ochenta, delgada como un rayo
láser, casi un metro de pelo rojizo y una cara… bien, usaré las magnolias otra
vez. Se puso a gri?tarle, y el gran tipo se acobardó, así que la mujer se lanzó
sobre mí. Tuve que neutralizarla.
– Le pegaste.
– Bueno, sí, para evitar que ella me
rajase la cara con sus uñas como cuchillos.
– Santo Dios. -La besó, primero una
mejilla y luego la otra, después el mentón-. ¿Por qué será que haces sa?lir la
bestia que todos llevamos dentro?
– Cosa de la suerte, supongo. Bueno,
pues la tal Pan?dora…
– ¿Pandora? -Roarke alzó la cabeza y
achicó los ojos-. La modelo.
– Sí, se supone que es el no va más en
su profe?sión.
Él se echó a reír, primero con mesura y
luego a rien?da suelta hasta que se tumbó de nuevo boca arriba.
– Le diste un guantazo a la preciosa
Pandora. ¿No le atizarías en ese culo perfecto que tiene?
– Pues sí. -Eve empezó a comprender, y
de pronto sintió una repentina punzada de celos-. La conoces.
– Se podría decir que sí.
– Ya.
Roarke arqueó una ceja, más divertido que
pruden?te. Eve se había incorporado y le miraba ceñuda. Por primera vez desde
que se conocían, él notó un toque de verde en su mirada.
– Coincidimos un día, una cosa breve.
-Se rascó la barbilla-. Lo recuerdo muy vagamente.
– Cabrón.
– Procuraré esforzarme. ¿Estabas
diciendo?
– ¿Hay alguna mujer excepcionalmente
guapa con la que no te hayas acostado?
– Te haré una lista. Bien, noqueaste a
Pandora…
– Sí. -Eve lamentaba haberle dado un
puñetazo-. Se puso a gimotear, y entonces entró Mavis y la otra se le echó
encima. Empezaron a tirarse de los pelos y a ara?ñarse; mientras, Leonardo se
retorcía las manos.
Roarke la hizo poner encima suyo.
– Llevas una vida muy interesante,
sabes.
– Al final, Pandora amenazó a Leonardo:
o abando?naba a Mavis o ella echaba por tierra el desfile de modas que él está
preparando. Aparentemente Leonardo ha in?vertido en eso todo lo.que tiene,
incluido un préstamo sustancioso. Si ella boicotea la presentación, él va a la
quiebra.
– Muy típico de ella.
– Cuando Pandora se marchó, Mavis…
– ¿Todavía estabas desnuda?
– Me estaba vistiendo. Mavis optó por
un sacrificio supremo. Todo fue muy dramático. Leonardo le declaró su amor,
ella se echó a llorar y luego salió corriendo. Jo, me sentía como un mirón con
gafas especiales. Hice que Mavis se instalara en mi viejo apartamento, al menos
por una noche. No tiene que ir al club hasta mañana.
Roarke sonrió.
– Ah, los viejos dramas. Siempre acaban
al borde de un precipicio. ¿Qué piensa hacer tu héroe?
– Menudo héroe -murmuró ella-. Mierda,
me cae bien, aunque sea un gallina. Lo que le gustaría hacer es aplastarle la
cabeza a Pandora, pero probablemente ce?derá. Es por eso que había pensado
decirle a Mavis que se venga a vivir aquí unos días.
– Por supuesto.
– ¿De veras?
– Como tú has dicho a menudo, esta casa
es muy grande. Y a mí me cae bien Mavis.
– Ya lo sé. -Eve le dedicó una de sus
rápidas y ex?trañas sonrisas-. Gracias. Bueno, ¿y a ti cómo te ha ido?
– He comprado un pequeño planeta. Es
broma -dijo al ver que ella se quedaba boquiabierta-. Lo que sí he hecho es
negociar la compra de una comuna agrícola en Taurus Five.
– ¿Agrícola, dices?
– La gente tiene que comer.
Reestructurándola un poco, la comuna podría proporcionar grano a las colo?nias
manufactureras de Marte, donde tengo un negocio importante. Así, una cosa va
por la otra.
– Si tú lo dices. Y siguiendo con
Pandora…
Roarke la hizo rodar y le quitó la camisa
que ya le había desabrochado.
– No creas que me has despistado -le
dijo ella-. ¿Cuánto es «breve» para ti?
Él hizo una especie de encogimiento de
hombros y empezó a mordisquearle el cuello.
– Una noche, una semana… -Su cuerpo
subió de temperatura cuando él puso los labios sobre un pecho-. Un mes… Oye,
ahora sí me estás distrayendo.
– Puedo hacerlo mejor -prometió él. Y
lo cumplió.
Visitar el depósito de cadáveres era una
mala forma de empezar el día. Eve recorrió los silenciosos pasillos
em?baldosados de blanco procurando no sentirse molesta porque la hubieran
llamado para ver un cadáver a las seis de la mañana.
Y, encima, era un ahogado.
Se detuvo ante una puerta, mostró su placa a
la cámara de seguridad y esperó a que le dieran acceso elec?trónico.
Una vez dentro, vio a un técnico frente a un
muro de contenedores refrigerados. Estarían casi todos ocupa?dos, pensó. En verano
moría mucha gente. -¿Teniente Dallas? -La misma. Tiene algo para mí, creo.
-Acaba de entrar. -Con la despreocupada alegría de su profesión, el hombre se
aproximó a un cajón y marcó el código para visionar. La cerradura y la
refrigeración quedaron desconectadas, y el cajón (con su ocupante) se deslizó
hacia fuera entre una neblina helada-. La agente en cuestión creyó reconocerlo
como uno de sus colabo?radores.
– Ya. -A la defensiva, Eve tomó aire y
exhaló varias veces. Contemplar la muerte violenta no era nuevo para ella.
Ignoraba si habría podido explicar que resultaba más fácil, cuando no menos
personal, examinar un cuer?po allí donde había fenecido. En el prístino y casi
virgi?nal entorno del depósito, la cosa resultaba mucho más obscena.
– Johannsen, Carter. Alias Boomer.
Última direc?ción conocida, una pensión en Beacon. Ladrón de poca monta, soplón
profesional, traficante ocasional de ilega?les, una excusa lamentable para un
humanoide. -Eve suspiró mientras examinaba lo que quedaba del muer?to-. Caray,
Boomer, ¿pero qué te han hecho?
– Instrumento romo -dijo el técnico,
tomándose en serio la pregunta-. Posiblemente un tubo o un bate del?gado. Habrá
que hacer más pruebas. Mucho forcejeo. Sólo estuvo un par de horas en el río;
las contusiones y laceraciones están a la vista.
Eve desconectó, dejando que el otro se diera
impor?tancia. No necesitaba a nadie para entender lo que había pasado.
Boomer nunca había sido guapo, pero le
habían desfigurado la cara. Había sido golpeado brutalmente; la nariz
aplastada, la boca casi borrada a golpes y tumefac?ta. Los cardenales en el
cuello indicaban estrangula-miento, así como los vasos sanguíneos rotos que
salpica?ban de lunares el resto de la cara.
Su torso estaba morado, y por el modo en que
des?cansaba su cuerpo Eve adivinó que le habían partido el brazo. El dedo que
faltaba en la mano izquierda era una vieja herida de guerra; recordó que él
solía presumir de dio.
Alguien fuerte, furioso y decidido se había
cargado al pobre y patético Boomer.
– La agente verificó las huellas
parciales que la vícti?ma había dejado como identificación.
– Bien. Mándeme una copia de la
autopsia. -Eve se dio la vuelta para marchar-. ¿Quién es la agente que ha
hablado conmigo?
El técnico sacó su libreta y pulsó unas
teclas:
– Peabody, Delia.
– Peabody. -Por primera vez, Eve sonrió
levemen?te-. Es una chica activa. Si alguien pregunta por el muer?to, quiero
saberlo enseguida.
Camino de la Central, Eve contactó con
Peabody. La cara seria y serena de la agente apareció en pantalla.
– Dallas.
– Sí, teniente.
– Usted encontró a Johannsen.
– Señor. Estoy terminando mi informe.
Puedo en?viarle una copia.
– Se lo agradeceré. ¿Cómo le
identificó?
– Llevaba un porta-ident en mi equipo,
señor. Le tomé las huellas. Sus dedos estaban muy magullados, así que sólo
conseguí un parcial, pero todo apuntaba a Jo?hannsen. He sabido que hace tiempo
fue uno de sus in?formadores…
– Así es. Buen trabajo, Peabody.
– Gracias, señor.
– Peabody, ¿le interesaría ser mi
ayudante en el caso?
El control falló un instante, lo suficiente
para mos?trar un brillo en los ojos de la agente.
– Sí, señor. ¿Es usted el primer
investigador?
– Boomer era mío -dijo Eve sin más-.
Este caso lo soluciono yo. Dentro de una hora en mi despacho, Pea?body.
– Sí, señor. Gracias, señor,
– Sólo Dallas -murmuró Eve-. ¿Está
claro?
Pero Peabody ya había interrumpido la
transmisión.
Eve miró la hora, bufó ante la lentitud del
tráfico y dio un rodeo de tres manzanas hasta una cafetería para vehícu?los. El
local era ligeramente menos feo que el de la Cen?tral de Policía. Animada por
ello y por lo que supuesta?mente era un bollo dulce, dejó su vehículo y se
dispuso a informar a su jefe.
Mientras subía en el ascensor, notó que la
espalda se le ponía rígida. Decirse que la cosa no tenía importancia, que ya
era agua pasada, no pareció surtir efecto. El re?sentimiento y el daño que
había generado un caso pre?vio no desaparecerían jamás del todo.
Entró en el vestíbulo de administración, con
sus aje?treadas consolas, sus paredes oscuras y sus moquetas raí?das. Se
anunció ante la recepción del comandante Whitney, y la aburrida voz de un
portero electrónico le pidió que esperase.
Eve prefirió quedarse donde estaba que ir a
mirar por la ventana o matar el rato con una de las vetustas máquinas de
discos. La pantalla que tenía detrás vomitaba noticias sin volumen. De todos
modos, no le habrían interesado.
Semanas atrás había tenido oportunidad de
hartarse de los media. Pensó que, al menos, alguien tan bajo en la escala
alimenticia como Boomer no generaría mucha publicidad. La muerte de un soplón
no elevaba el índice de audiencia.
– El comandante Whitney la verá ahora,
Dallas, te?niente Eve.
La puerta de seguridad se abrió
automáticamente y Eve torció hacia el despacho de Whitney.
– Teniente.
– Comandante. Gracias por recibirme.
– Tome asiento.
– No, gracias. Seré breve. Acabo de identificar
a un ahogado en el depósito. Era Carter Johannsen, uno de mis soplones.
Whitney, hombre de aspecto imponente, rasgos
du?ros y ojos cansados, se retrepó en su silla.
– ¿Boomer? Preparaba explosivos para
ladrones ca?llejeros. Se quedó sin el índice de la mano derecha.
– La izquierda -corrigió Eve-. Señor.
– La izquierda. -Whitney cruzó las
manos sobre la mesa y la miró con detenimiento. Había cometido un error con
Eve, un error en un caso que le había afectado a él personalmente. Sabía que
ella aún no le había perdo?nado. Contaba con su respeto y con su obediencia,
pero la nebulosa amistad que pudo haber existido entre ellos había pasado a la
historia.
– Supongo que se trata de un homicidio.
– No tengo el resultado de la autopsia,
pero parece que la víctima fue golpeada y estrangulada antes de en?trar en el
río. Me gustaría ocuparme del asunto.
– ¿Trabajaba actualmente con él en
alguna investiga?ción?
– No, señor. De vez en cuando
proporcionaba datos a los de Ilegales. Necesito averiguar con quién trabajaba
en ese departamento.
Whitney asintió con la cabeza.
– ¿Cuántos casos tiene ahora, teniente?
– Me las arreglo bien.
– Es decir, no tiene un minuto libre.
Dallas, la gente como Johannsen siempre se busca líos, hasta que los
en?cuentra. Usted y yo sabemos que el índice de asesinatos crece en época de
tanto calor. No puedo dejar que uno de mis mejores investigadores pierda el
tiempo en un caso como éste.
Eve sé quedó boquiabierta.
– Boomer era mío. Fuera lo que fuese,
comandante, era mío.
La lealtad, pensó el comandante, hacía de la
teniente Dallas uno de sus mejores elementos.
– Le doy veinticuatro horas -dijo-.
Téngalo abierto en sus archivos hasta setenta y dos. Después tendré que
transferir el caso a otro investigador.
Era lo que ella esperaba.
– Me gustaría contar con la agente
Peabody.
Él la miró incrédulo.
– ¿Quiere que apruebe un ayudante en un
caso así?
– Necesito a Peabody -dijo Eve sin
pestañear-. Ha demostrado ser excelente en su trabajo. Va para detecti?ve. Creo
que lo conseguirá pronto con un poco de expe?riencia.
– Se la dejo tres días. Si surge algo
más importante, las retiro a las dos.
– Sí, señor.
– Dallas -empezó Whitney cuando ella se
disponía a marchar. Se tragó su orgullo-. Eve… Aún no he tenido ocasión de
desearle lo mejor, personalmente, para su boda.
La sorpresa asomó a los ojos de Eve antes de
que pu?diera controlarse.
– Gracias.
– Espero que sea feliz.
– Yo también.
Un poco inquieta, se dirigió por el
laberinto de la Central hasta su despacho. Tenía que pedir otro favor.
Antes de coger el teleenlace cerró la puerta
para mayor intimidad.
– Feeney, capitán Ryan. División
Electrónica de De?tectives.
Sintió alivio cuando la arrugada cara asomó
a su pantalla.
– Hoy ha llegado pronto, Feeney.
– Jo, ni siquiera he podido desayunar
-repuso Feeney con tono quejumbroso y la boca llena-. Uno de los ter?minales
falla un poco y solamente yo puedo arreglarlo.
– Ser indispensable es duro. ¿Podría
arreglarme una búsqueda… de forma oficiosa?
– Es mi especialidad. Adelante.
– Alguien se ha cargado a Boomer.
– Vaya. -Dio otro mordisco-. Era un
mierda, pero le salían bien las cosas. ¿Cuándo ha sido?
– No estoy segura; lo pescaron del East
River esta mañana. Sé que a veces informaba a alguien de Ilegales. ¿Podría
averiguarlo?
– Relacionar a un soplón con su
preparador es un poco peliagudo, Dallas. En esas cosas hay que extremar las
medidas de seguridad.
– ¿Sí o no, Feeney?
– Puedo hacerlo, sí -refunfuñó él-.
Pero no quiero que mi nombre salga a relucir. A ningún poli le gusta que miren
en sus archivos.
– Dígamelo a mí. Se lo agradezco. Quien
lo hizo se empleó a fondo. Si Boomer sabía algo que justificara quitarlo de en
medio, no era de mi terreno.
– Entonces será de otro. Ya la llamaré.
Eve se apartó de la pantalla y trató de
poner en or?den sus ideas. Evocó la cara hinchada de Boomer. Un tubo o quizá un
bate, pensó. Pero puños también. Sabía lo que unos nudillos fuertes podían
hacerle a una cara. Lo había experimentado en carne propia. Su difunto pa?dre
tenía las manos grandes. Era de las cosas que intentaba fingir que no
recordaba. Pero sabía de qué iba: el impacto del golpe antes de que el cerebro
registrara el dolor. ¿Qué había sido peor?, ¿las palizas o las viola?ciones?
Ambas cosas estaban íntimamente ligadas en su mente, en sus temores.
Y el brazo de Boomer, curiosamente doblado.
Roto, se dijo, y dislocado. Tenía un vago recuerdo del espan?toso ruido de un
hueso al romperse, la nausea que se su?maba al dolor, el agudo gemido que
sustituía al grito cuando alguien te tapaba la boca con una mano.
El sudor frío y el terror de saber que esos
puños vol?verían a golpear y golpear hasta matarte. Hasta que uno rezaba al
Todopoderoso para morir cuanto antes.
La llamada a la puerta le hizo dar un
respingo. Vio a Peabody fuera, con el uniforme recién planchado y la es?palda
recta.
Eve se pasó una mano por la boca para
tranquilizar?se. Era hora de ponerse a trabajar.
Capitulo Tres
La pensión de Boomer era mejor que otras. El
edificio había sido en tiempos un motel de alquiler bajo utilizado por
prostitutas antes de que la prostitución fuera aprobada y legalizada. Tenía
cuatro pisos y nadie se había molestado en instalar un ascensor ni un
deslizador, aunque sí ostenta?ba un mugriento vestíbulo y la dudosa seguridad
de una androide de aspecto hosco.
A juzgar por el olor, el departamento de
sanidad ha?bía ordenado una reciente exterminación de roedores e insectos.
La androide tenía un tic en el ojo derecho
debido a un chip en mal estado, pero enfocó el ojo bueno hacia la placa que le
mostraba Eve.
– Todo en regla -proclamó la androide
tras el empa?ñado cristal de seguridad-. Aquí no queremos líos.
– Johannsen. -Eve se guardó la placa-.
¿Le ha visita?do alguien últimamente?
El ojo saltón de la androide dio una
sacudida.
– No estoy programada para controlar
las visitas, sólo para cobrar alquileres y mantener el orden.
– Puedo confiscar sus bancos de memoria
y averi?guarlo por mí misma.
La androide no respondió, pero un tenue
zumbido indicó que estaba haciendo funcionar su disco duro.
– Johannsen, habitación 3C, no ha
regresado desde hace ocho horas y veintiocho minutos. Salió solo. Nadie ha
venido a verle en las últimas dos semanas.
– ¿Comunicaciones?
– No utiliza el sistema del edificio.
Tiene uno propio.
– Tendré que echar un vistazo a su
habitación.
– Tercer piso, segunda puerta a la
izquierda. No alarme a los otros inquilinos. Aquí no tenemos pro?blemas.
– Sí, esto es el paraíso. -Eve se
encaminó a la escalera, reparando en la madera carcomida por los roedores-.
Grabando, Peabody.
– Sí, señor. -Peabody se prendió el
magnetófono a la camisa-. Si Boomer estuvo aquí hace ocho horas, no duró gran
cosa. Un par de horas a lo sumo.
– Suficiente para liquidarlo. -Eve
escrutó las paredes, con sus invitaciones ilegales y sus sugerencias
anatómi?camente dudosas. Uno de los autores tenía problemas de ortografía. Pero
los mensajes eran clarísimos.
– Un sitio muy acogedor, ¿verdad?
– Me recuerda la casa de mi abuela.
Al llegar a la puerta de la 3C, Eve miró
hacia atrás.
– Caramba, Peabody, creo que ha dicho
algo gra?cioso.
Mientras Eve se reía disimuladamente y
extraía su código maestro, Peabody se ruborizó. Se recompuso para cuando la
cerradura cedió.
– Parece que se cerraba por dentro
-murmuró Eve mientras abría el último Keligh-500-. Y no con cual?quier cosa.
Estos cerrojos cuestan cada uno una semana de mi paga. Y no le han servido de
nada. -Suspiró-. Dallas, teniente Eve, entrando en la residencia de la
víc?tima. -Abrió la puerta-. Caray, Boomer, qué cerdo eras.
El calor era sofocante. El control de
temperatura en la pensión consistía en cerrar la ventana o abrirla. Boomer
había optado por cerrar, reteniendo todo el bochor?no estival.
La habitación olía a comida mala, ropa sucia
y whisky derramado. Dejando que Peabody hiciera un primer registro, Eve fue
hasta el centro del exiguo espa?cio y meneó la cabeza.
Las sábanas del catre tenían manchas de
sustancias que no le apetecía analizar. Cajas de comida para llevar estaban
apiladas a un lado de la misma. De la pequeña montaña de ropa sucia que había
en los rincones, dedujo que lavar no era uno de los quehaceres prioritarios en
la vida de Boomer. El suelo estaba pegajoso.
Suúnica defensa fue forzar la ventana hasta
que con?siguió abrirla. Fue una inundación de aire y ruido de trá?fico.
– Dios, menudo sitio. Como soplón se
ganaba bien la vida. No tenía por qué vivir en un cuchitril como éste.
– Tal vez le gustaba.
– Ya. -Arrugando la nariz, Eve abrió
una puerta y examinó el cuarto de baño. Había un lavabo de acero inoxidable, y
una ducha a la medida de los menos aven?tajados en estatura. El hedor le dio
náuseas.
– Peor que un fiambre de tres días.
-Respiró por la boca y se dio la vuelta-. En esto invertía su dinero.
Sobre un mostrador macizo había un costoso
centro de datos y comunicaciones. Sujeta a la pared, más arriba, había una
pantalla y un estante repleto de discos. Eve eligió uno al azar y leyó la
etiqueta.
– Boomer era un hombre culto, por lo
que veo: Tre?mendas tetas de tías tórridas.
– Ganó un Oscar el año pasado.
Eve rió y devolvió el disco a su lugar.
– Buena, Peabody, será mejor que
conserve el buen humor, porque tendremos que revisar toda esta basura. Saque
los discos y anote los números y etiquetas. Lo in?vestigaremos cuando volvamos
a Central.
Eve puso en marcha el enlace y buscó
posibles lla?madas que Boomer hubiera guardado. Repasó los pedi?dos de comida,
y una sesión con una videoprostituta que le había costado cinco mil. Había dos
llamadas de un presunto traficante de ilegales, pero sólo habían hablado de
deportes, sobre todo béisbol y lucha grecorromana. Eve reparó en que el número
de su despacho aparecía dos veces en las últimas treinta horas, pero Boomer no
le había dejado mensaje.
– Quería ponerse en contacto conmigo
-murmu?ró-. Desconectó sin dejar ningún mensaje. Ése no era su estilo. -Sacó el
disco y se lo entregó a Peabody como prueba.
– Nada indica que estuviera preocupado,
teniente.
– No, él era un chivato de verdad. De
haber pensa?do que alguien quería liquidarle, se habría plantado a la puerta de
mi casa. Bueno, Peabody, espero que esté al día en inmunizaciones. Empecemos a
revisar todo esto.
Cuando terminaron estaban sudando, asqueadas
y su?cias. Peabody se había aflojado el cuello de su uniforme y subido las
mangas. Con todo, el sudor le chorreaba y le había ensortijado el pelo de mala
manera.
– Y yo que pensaba que mis hermanos
eran unos cerdos.
Eve apartó con el pie unos calzoncillos
sucios.
– ¿Cuántos tiene?
– Dos. Y una hermana.
– ¿Son cuatro?
– Es que mis padres son free-agers,
señor -explicó Peabody con un deje de disculpa y engorro-. Forofos de la vida
rural y la propagación.
– No deja usted de sorprenderme,
Peabody. Una urbanita pura y dura como usted, descendiente de free-agers. ¿Cómo
es que no está cultivando alfalfa, tejiendo esteras o cuidando crios?
– Me gusta la acción, señor.
– Es un buen motivo. -Eve había dejado
lo peor para el final. Con repugnancia examinó la cama de Boomer. La idea de
unos parásitos corporales correteó por su ca?beza-. Habrá que mirar el colchón.
Peabody tragó saliva.
– Sí, señor.
– Yo no sé usted, Peabody, pero en
cuanto acabemos aquí me voy directa a una cámara de descontaminación.
– Y yo detrás de usted, teniente.
– Muy bien. Manos a la obra.
Primero fueron las sábanas. Sólo había
olores y manchas, nada más. Eve dejaría que trabajaran los del gabinete de
identificación, pero ya había descartado que Boomer hubiera sido asesinado en
su propia cama.
Con todo, registró a conciencia la almohada
y luego levantaron el colchón, que pesaba como una roca, y lo?graron darle la
vuelta.
– Puede que Dios exista -dijo Eve.
Prendidos a la parte inferior del colchón
había dos pequeños paquetes. Uno estaba lleno de un polvo azul, el otro era un
disco sellado. Eve los arrancó. Examinó primero el disco. No llevaba rótulo
pero, a diferencia de los otros, había sido cuidadosamente empaquetado.
En circunstancias normales lo habría puesto
de in?mediato en la unidad de Boomer. Podía soportar la pes?tilencia, el sudor,
incluso la mugre. Pero no creyó poder estar un minuto más preguntándose qué
parásitos mi?crocósmicos se le estaban encaramando a la piel.
– Larguémonos de aquí.
Esperó a que Peabody hubiera sacado la caja
de pruebas al pasillo. Con una última mirada al estilo de vida de su ex
informante, Eve cerró la puerta, la selló y puso la luz roja de seguridad de la
policía.
Descontaminarse no era doloroso, pero
tampoco espe?cialmente agradable. Tenía la única virtud de ser un pro?ceso
bastante corto. Eve se sentó con Peabody, las dos desnudas hasta la cintura, en
una sala de dos plazas con blancas paredes convexas que reflejaban la blanca
luz.
– Al menos es calor seco -afirmó
Peabody, haciendo reír a Eve.
– Siempre he pensado que el infierno
debe de ser como esto. -Cerró los ojos para relajarse. No creía tener fobias,
pero los espacios cerrados le producían come?zón-. Sabe, Peabody, Boomer
trabajaba para mí desde hacía cinco años. No era lo que se dice un dandy, pero
jamás habría creídoque vivía de esa manera. -Aún nota?ba el hedor en la nariz-.
Era bastante limpio. Dígame qué vio en el baño.
– Suciedad, moho, verdín, toallas sin
lavar. Dos pas?tillas de jabón, una de ellas cerrada, medio tubo de champú, gel
dentífrico, un cepillo y afeitador de ultraso?nidos. Un peine roto.
– Utensilios para acicalarse. Boomer se
cuidaba, Pea?body. Incluso gustaba de considerarse un hombre de sa?lón. Imagino
que los del gabinete me dirán que la comi?da, la ropa y lo demás tienen dos o
tres semanas. ¿Usted qué opina?
– Que se estaba ocultando; lo
suficientemente preo?cupado, asustado o involucrado para dejar pasar unos días.
– Exacto. No lo bastante desesperado
como para acudir a mí, pero sí preocupado como para ocultar un par de cosas
debajo del colchón.
– Donde a nadie se le ocurriría
buscarlas -ironizó Pea?body.
– Sí, en algunas cosas no era muy
listo. ¿Qué cree que será esa sustancia?
– Algo ilegal.
– Nunca he visto una ilegal de ese
color. Es nueva -reflexionó Eve. La luz decreció a gris y sonó un piti?do-.
Creo que ya estamos limpias. Pongámonos ropa nueva y vamos a ver qué hay en ese
disco.
– ¿Qué diablos es esto? -dijo Eve
mirando ceñuda su pantalla.
– Parece una fórmula.
– Eso ya lo veo, Peabody.
– Sí, señor. -Retrocedió un poco.
– Mierda. Odio la ciencia. -Confiando
en la suerte, Eve miró a su ayudante-. ¿A usted qué tal se le da?
– En eso ni siquiera soy competente.
Eve estudió la mezcla de números, cifras y
símbolos y cerró los ojos.
– Mi unidad no está programada para
esto.-Tendré que llevar la fórmula al laboratorio. -Tamborileó sobre la mesa
con impaciencia-. Me huelo que es de esos pol?vos que encontramos, pero ¿cómo
es posible que un tipo de segunda como Boomer le echara el guante a algo así?
¿Y quién era su otro preparador? Usted sabía que Boomer era mío, ¿cómo se
enteró?
Bregando con la vergüenza, Peabody miró las
cifras que había en la pantalla.
– Aparecía en varias listas
confeccionadas por usted de informes interdepartamentales sobre casos cerrados.
– ¿Tiene por costumbre leer informes
interdeparta?mentales, agente?
– Los suyos sí, señor.
– ¿Por qué?
– Porque usted es la mejor, señor.
– ¿Me está haciendo la pelota, Peabody,
o es que quiere quitarme el puesto?
– Habrá sitio para mí cuando la
asciendan a capitán, señor.
– ¿Qué le hace suponer que quiero una
capitanía?
– Sería estúpido no desearlo, y usted
no lo es, señor.
– Está bien, dejémoslo. ¿Suele examinar
otros infor?mes?
– De vez en cuando.
– ¿Tiene idea de quién puede ser el
preparador de Boomer en Ilegales?
– No, señor. Nunca he visto su nombre
vinculado a ningún policía. Los soplones suelen tener un solo prepa?rador.
– A Boomer le gustaba variar. Salgamos
a la calle. Vi?sitaremos algunos de sus locales preferidos, a ver qué sa?camos.
Solo disponemos de un par de días, Peabody. Si alguien le espera en casa,
dígale que estará muy atareada.
– No tengo compromisos de esa clase,
señor. Dis?pongo de todo el tiempo del mundo.
– Bien. -Se puso en pie-. Entonces en
marcha. Ah, Peabody, hemos estado desnudas una al lado de la otra. Déjese de
«señor», ¿quiere? Llámeme Dallas.
– Sí, señor, teniente.
Eran más de las tres de la madrugada cuando
entró por la puerta, tropezó con el gato que había decidido montar guardia en
el vestíbulo, soltó un juramento y giró a cie?gas en busca de la escalera.
En su mente había docenas de impresiones:
bares a media luz, locales de striptease, las calles brumosas don?de
desahuciadas acompañantes con licencia se buscaban la vida. Todo eso y más se
cocía en la poco apetitosa existencia de Boomer Johannsen.
Nadie sabía nada, como es lógico. Nadie
había vis?to nada. La única afirmación que había obtenido en cla?ro de su
incursión a la parte más miserable de la ciudad era que nadie había sabido de
Boomer en más de una semana.
Pero evidentemente alguien había hecho algo
más que verle. Eve estaba agotando el tiempo de que dispo?nía para averiguar
quién- y por qué.
Las luces de la alcoba estaban a medias. Se
había des?pojado ya de la blusa cuando advirtió que la cama estaba vacía. Tuvo
una punzada de desilusión, un débil e incó?modo tirón de miedo.
Habrá tenido que ausentarse, pensó. Ahora se
diri?gía a un punto cualquiera del universo colonizado. Po?día estar fuera
varios días.
Mirando tristemente la cama, se despojó de
los za?patos y el pantalón. Tanteando en un cajón, sacó una ca?miseta y se la
puso.
Qué patética soy, se dijo, mira que quejarme
porque Roarke ha tenido que salir por trabajo. Por no estar allí para que ella
se le arrimara. Por no estar allí para espantar las pesadillas que parecían
acosarla con mayor intensi?dad y frecuencia a medida que sus recuerdos
empezaban a atosigarla.
Estaba demasiado cansada para soñar, se
dijo. De?masiado cansada para meditar. Pero era lo bastante fuer?te para
recordar todo lo que no quería recordar.
De pronto la puerta se abrió.
– Creía que habías tenido que irte
-dijo Eve con alivio.
– Estaba trabajando. -Roarke se acercó.
En la pe?numbra de la habitación su camisa negra contrastaba con el blanco de
ella. Le levantó la barbilla y la miró a los ojos-. Teniente Dallas, ¿por qué
trabajas siempre hasta caer rendida?
– Este caso tiene una fecha límite.
-Tal vez estaba ex?hausta, o tal vez el amor empezaba a ser más sencillo, el
caso es que acarició con sus manos el rostro de Roarke-. Me alegro de tenerte
aquí. -Al cogerla él en vilo y llevarla hacia la cama, sonrió-. No me refería a
eso.
– Voy a arroparte para que duermas.
Era difícil discutir cuando los ojos ya se
le estaban cerrando.
– ¿Recibiste mi mensaje?
– ¿Ese tan preciso que decía «Llegaré
tarde»? Sí. -Roarke la besó en la frente-. Date la vuelta.
– Enseguida. -Eve forcejeó con el
sueño-. Sólo he te?nido un momento para contactar con Mavis. Quiere quedarse en
el viejo apartamento un par de días. Dice que no piensa ir al Blue Squirrel.
Telefoneó allí y averi?guó que Leonardo ha pasado por el local una docena de
veces buscándola.
– La maldición del amor verdadero.
– Mmm. Mañana intentaré tomarme una
hora de tiempo personal para ir a verla, pero puede que no lo consiga hasta
pasado mañana.
– No te apures por ella. Ya iré yo a
verla, si quieres.
– Gracias, pero no creo que ella quiera
hablar conti?go. Me ocuparé de eso tan pronto averigüe en qué estaba metido
Boomer. Sé muy bien que él no podía leer ese disco.
– Claro que no -la tranquilizó él,
confiando en que se durmiera.
– Tampoco sabía mucho de números. Pero
de fór?mulas científicas… -Repentinamente se incorporó, cho?cando casi con la
nariz de Roarke-. Tu unidad servirá.
– ¿Cómo dices?
– Los del laboratorio me han dado
largas. Llevan mucho retraso y esto es de baja prioridad. Vaya. -Eve bajó de la
cama-. Necesito llevar la delantera. Esa uni?dad tuya tiene capacidad para
hacer análisis científicos, ¿verdad?
– Por supuesto. -Él suspiró y se puso
en pie-. Su?pongo que ahora…
– Podemos acceder a los datos desde mi
unidad. -Le cogió de la mano y se lo llevó hacia el falso panel que ocultaba el
ascensor-. No tardaremos mucho.
Eve le explicó el problema a grandes rasgos
mientras subían. Para cuando Roarke introdujo el código para entrar en la sala privada,
ella estaba totalmente despierta.
El equipo era complejo, carecía de licencia
y era, por supuesto, ilegal. Como Roarke, Eve usó el código dacti?lar para el
acceso y luego se colocó detrás de la consola en forma de U.
– Tú puedes sacar los datos más rápido
que yo -le dijo a él-. Está en Código Dos, Amarillo, Johannsen. Mi contraseña
es…
– Por favor. -Si iba a tener que jugar
a policías de ma?drugada, no quería ser insultado. Roarke se sentó a los
controles y manipuló algunos discos-. Ya estamos en la Central -dijo y sonrió
al ver que ella fruncía el entre?cejo.
– Y para eso tanto sistema de
seguridad.
– ¿Necesitas algo más antes de que
empiece, con tu unidad?
– No -dijo ella poniéndose detrás de
él. Manejando un teclado con una sola mano, Roarke cogió una de las de ella y
se la llevó a los labios para mordisquearle los nudillos-. No te hagas el
chulo.
– No tendría ninguna gracia que me
conectaras a mí con tu código. Ya estamos en tu unidad -murmuró él, y puso el
control automático-. Código Dos, Amarillo, Johannsen.
Una de las pantallas murales parpadeó.
Esperando
– Número de prueba 34-J, ver y copiar
-solicitó Eve. Cuando la fórmula apareció en pantalla, meneó la cabe?za-. ¿Ves
eso? Si parece un jeroglífico…
– Es una fórmula química -dijo él.
– ¿Cómo lo sabes?
– Yo fabrico unas cuantas… pero
legales. Esto es una especie de analgésico. Tiene propiedades alucinógenas…
-Chasqueó la lengua y meneó la cabeza-. Nunca había visto nada igual. No es una
cosa corriente. Ordenador: analizar e identificar.
– ¿Dices que es una droga? -empezó Eve,
y el orde?nador se puso a trabajar.
– Casi seguro.
– Eso encaja en mi teoría. Pero ¿qué
hacía Boomer con esa fórmula y por qué lo mataron?
– Yo diría que eso depende del provecho
que pueda sacarse de la sustancia. De lo rentable que sea. -Miró ce?ñudo al
monitor mientras salía el análisis. La reproduc?ción molecular apareció en
pantalla con sus puntos y espirales de color-. Muy bien, tienes un estimulante
or?gánico, un alucinógeno químico corriente, ambas cosas en cantidades bastante
bajas y casi legales. Ahí están las propiedades del THR-50.
– Nombre vulgar, Zeus. Esto no me
gusta.
– Mmm. De todos modos, no es de mucho
calibre. Claro que la mezcla sí es interesante. Lleva menta, para hacerlo más
agradable al paladar. Seguramente puede fa?bricarse también en forma líquida
con algunas alteracio?nes. Mezclado con Brinock, un estimulante sexual. En la
dosis adecuada, puedeutilizarse para curar la impotencia.
– Sí, lo sé. Tuvimos un tipo que murió
de una sobre-dosis. Se mató después de batir lo que parecía el récord mundial
de masturbación. Se tiró de una ventana de pura frustración sexual. Tenía el
cipote como una salchicha de cerdo, casi del mismo color, y todavía duro como
el hierro.
– Gracias por la información. ¿Qué es
esto? -Perple?jo, Roarke volvió al teclado. El ordenador seguía parpa?deando el
mismo mensaje:
Sustancia desconocida. Probable regenerador
celular. Identificación inaccesible.
– ¿Cómo es posible? -musitó-. Esta
unidad tiene actualizador automático. No hay nada que no pueda iden?tificar.
– Sustancia desconocida. Vaya, vaya.
Sería un buen motivo para asesinar a alguien. ¿Qué podemos hacer? -Identificar
con datos conocidos -ordenó Roarke.
FÓRMULA IGUAL A ESTIMULANTE CON PROPIEDADES
ALUCINÓGENAS. BASE ORGÁNICA. PENETRA RÁPIDAMENTE EN LA SANGRE AFECTANDO AL
SISTEMA NERVIOSO.
– ¿Resultados?
DATOS INCOMPLETOS.
– Mierda. Resultados probables con
datos conocidos.
CAUSA SENSACIONES DE EUFORIA, PARANOIA,
APETITO SEXUAL, ILUSIONES DE PODER FÍSICO Y MENTAL. DOSIS DE 55 MG EN UN HUMANO
DE 60 KILOS PERSISTE DE CUATRO A SEIS HORAS. DOSIS DE MÁS DE 100 MG CAUSA LA
MUERTE EN EL 87,3 POR CIENTO DE LOS USUARIOS. SUSTANCIA SIMILAR AL THR-50,
CONOCIDO COMO ZEUS, CON ADICIÓN DE ESTIMULANTE PARA INTENSIFICAR LA CAPACIDAD
SEXUAL Y LA REGENERACIÓN DE CÉLULAS.
– No hay tanta diferencia -murmuró
Eve-. No es tan importante. Ya sabemos de gente que ha mezclado Zeus con
Erótica. Es una fea combinación, la responsable de la mayoría de violaciones en
esta ciudad, pero no es un secreto ni es particularmente rentable. Menos cuando
cual?quier yonqui puede mezclarlo en un laboratorio portátil.
– Sin contar el elemento desconocido.
Regeneración de células. -Roarke levantó una ceja-. La legendaria fuente de la
juventud.
– Cualquiera que tenga créditos
suficientes puede pagarse un tratamiento.
– Pero son cosas temporales -señaló
Roarke-. Tienes que volver a intervalos regulares. El biopeeling y los
in?yectables antiedad son caros, requieren tiempo, y a me?nudo son incómodos.
Los tratamientos corrientes no tienen el incentivo extra de esta mezcla.
– Sea cual sea la sustancia
desconocida, hace que todo sea más importante, o más letal. O, como dices, más
rentable.
– Tú tienes el polvo -señaló Roarke.
– Sí, y esto podría hacer que los del
laboratorio mo?vieran un poco el culo. Voy a necesitar más tiempo del que
dispongo.
– ¿Puedes conseguirme una muestra?
-Roarke giró en su silla y le sonrió-. No quiero hablar mal de vuestros
laboratorios, teniente, pero el mío podría ser más sofis?ticado.
– Son pruebas.
Él
enarcó la ceja.
– ¿Sabes hasta qué punto he
transgredido ya las nor?mas metiéndote en esto, Roarke? -bufó Eve, recordando
la cara de Boomer, su brazo-. Al cuerno. Lo intentaré.
– Está bien. Desconectar. -El ordenador
se apagó si?lenciosamente-. Y ahora qué, ¿vas a dormir?
– Un par de horas. -Eve dejó que la
fatiga recuperara terreno y le rodeó el cuello con los brazos-. ¿Me arropa?rás
otra vez?
– De acuerdo. -Le levantó las caderas
de forma que rodearan su cintura-. Pero esta vez te quedas en la cama.
– Sabes, Roarke, mi corazón palpita
cuando te pones autoritario.
– Espera a que te acueste. Te va a
palpitar de verdad.
Ella rió, acunó la cabeza en su hombro y se
quedó dormida antes de que el ascensor terminara de bajar.
Capitulo Cuatro
Era noche cerrada cuando el teleenlace que
Eve tenía junto a la cabeza pitó. Su yo policía reaccionó enseguida y se
incorporó de golpe.
– Aquí Dallas.
– Dallas, menos mal, Dallas. Necesito
ayuda.
Su yo femenino se puso rápidamente a la altura
del yo policía y contempló la imagen de Mavis en el mo?nitor.
«Luces», ordenó, y la habitación se iluminó
lo bas?tante como para ver con claridad. La cara pálida, un mo?retón debajo del
ojo, arañazos sanguinolentos en la me?jilla, el pelo desordenado.
– Mavis. ¿ Qué pasa? ¿ Dónde estás?
– Tienes que venir. -Respiraba con
dificultad. Sus ojos estaban vidriosos del susto-. Date prisa, por favor. Creo
que está muerta y no sé qué hacer.
Eve no volvió a pedir coordenadas sino que
ordenó rastrear la transmisión. Al reconocer la dirección de Leonardo cuando
parpadeó al pie del monitor, procuró ha?blar con serenidad y firmeza.
– Quédate donde estás, Mavis. No toques
nada. ¿Me entiendes? No toques nada, y no dejes entrar a nadie. ¿Me oyes?
– Sí, sí. Haré lo que dices. Date
prisa. Es horrible.
– Voy para allá. -Cuando se dio la
vuelta, Roarke se había levantado y estaba poniéndose los pantalones. -Te
acompañaré.
Ella no discutió. Cinco minutos después
estaban en la calle y atravesando la noche a toda velocidad. Las ca?lles vacías
dieron paso primero al constante ir y venir de turistas, al centelleo de las
videocarteleras que ofrecían todos los placeres habidos y por haber, luego a
los marchosos insomnes del Village que holgazaneaban toman?do sus minúsculas
tazas de café condimentado y discu?tiendo de cosas sublimes en cafeterías al
aire libre, y por último a los soñolientos hábitats de los artistas.
Aparte de preguntar adonde iban, Roarke no
hizo más preguntas, y ella se lo agradeció. Podía ver mental?mente la cara de
Mavis, pálida y aterrorizada. Y su mano temblorosa, y lo que la manchaba era
sangre..
Un viento fuerte que presagiaba tormenta
sacudía las calles. Eve notó su azote al saltar del coche de Roarke antes de
que él hubiera aparcado del todo junto al bor?dillo. Recorrió a toda prisa los
treinta metros de acera y aporreó la cámara de seguridad.
– Mavis. Soy Dallas. Mavis, por Dios.
-Era tal su es?tado de agitación que le llevó diez frustrantes segundos
comprender que la unidad estaba rota.
Roarke entró detrás de ella en el ascensor.
Al abrirse la puerta, Eve supo que la cosa
era tan fea como había temido. En su anterior visita, el apartamen?to de
Leonardo era un espacio alegremente abarrotado, un barullo de colores. Ahora
estaba cruelmente desarre?glado. Materiales rotos, mesas volcadas con su
conteni?do esparcido por el suelo y roto.
Había sangre en abundancia, manchando las
paredes y las sedas como si un niño irascible hubiera pintado en ellas con los
dedos.
– No toques nada -le espetó a Roarke-.
¿Mavis? -Dio dos pasos al frente y luego se detuvo al ver que uno de los
cortinajes de tela reluciente se movía. Mavis apa?reció detrás y se quedó
parada, temblando.
– Dallas, Dallas. Gracias a Dios.
– Bueno, bueno. Tranquila. -Tan pronto
se le acercó, Eve se sintió aliviada. La sangre no era de Mavis, aunque su ropa
y sus manos estaban salpicadas de ella-. Estás herida.
– La cabeza me da vueltas. Estoy
mareada.
– Hazla sentar, Eve. -Cogiendo a Mavis
del brazo, Roarke la llevó hasta una silla-. Vamos, querida, siénta?te. Así,
muy bien. Tiene un shock, Eve. Trae una manta. Echa la cabeza atrás, Mavis.
Bien. Cierra los ojos y res?pira un poco.
– Hace frío.
– Lo sé. -Roarke cogió un trozo de raso
roto y la cu?brió-. Respira hondo, Mavis. Despacio, profundamente. -Miró a
Eve-. Necesita cuidados médicos.
– No puedo llamar a una ambulancia sin
saber antes cuál es la situación. Haz lo que puedas. -Demasiado consciente de
lo que seguramente iba a encontrar, Eve pasó al otro lado de la cortina.
Había muerto violentamente. Fue el pelo lo
que le confirmó quién había sido la mujer. Aquella gloriosa lla?marada de pelo
rojo. Su cara, con su pasmosa y casi eté?rea perfección, había prácticamente
desaparecido, aplas?tada y magullada a base de crueles y repetidos golpes.
El arma seguía allí, olvidada. Eve supuso
que era una especie de bastón de fantasía, una extravagancia a la moda. Bajo la
sangre y las vísceras había algo de plata re?luciente, como de dos centímetros
de grosor, con una empuñadura ornamentada en forma de lobo sonriente.
Eve lo había visto metido en un rincón del
taller de Leonardo, sólo dos días atrás.
No era necesario comprobar el pulso de
Pandora, pero Eve lo hizo. Luego retrocedió con cautela para no contaminar más
la escena del crimen.
– Cielo santo -exclamó Roarke detrás,
apoyando sus manos en los hombros de Eve-. ¿Qué piensas hacer?
– Lo que sea preciso. Mavis no sería
capaz de una cosa así.
Roarke la volvió hacia él.
– No hace falta que me lo digas. Te
necesita, Eve. Necesita una amiga, y necesitará un buen policía.
– Lo sé.
– No será fácil para ti ser ambas
cosas.
– Será mejor que me ponga en marcha.
-Eve volvió junto a Mavis. Su cara parecía cera blanda, y las contu?siones y
arañazos resaltaban contra el blanco roto de su piel. Tomó las frías manos de
Mavis entre las suyas-. Necesito que me lo cuentes todo. Tómate el tiempo que
quieras, pero cuéntamelo todo.
– No se movía. Había mucha sangre, y su
cara mira?ba de esa forma extraña. Y… y ella no se movía.
– Mavis. -Imprimió a las manos un
rápido apre?tón-. Mírame. Explícame lo que sucedió desde que lle?gaste.
– Yo venía a… yo quería. Pensé que
debía hablar con Leonardo. -Se estremeció, tiró del jirón de tela que la cubría
con manos ensangrentadas-. Se enfadó la última vez que fue al club a buscarme.
Incluso amenazó al apagabroncas, y él no hace esas cosas. Yo no quería que
arruinara sucarrera, así que pensé hablar con él. Vine aquí, y alguien había
roto el sistema de seguridad. En?tonces subí. La puerta no estaba cerrada. A
veces se le olvida-murmuró finalmente.
– Mavis, ¿estaba aquí Leonardo?
– ¿Él? -Atontada por la conmoción,
escrutó el cuarto con la mirada-. No, creo que no. Le llamé, porque vi todo el
alboroto. Nadie me respondió. Y allí… allí había sangre. Mucha sangre. Me dio
miedo, Dallas, miedo de que se hu?biera matado o hecho alguna locura, y entonces
fui corriendo a la parte de atrás. La vi a ella. Creo… Me acerqué. Creo que lo
hice porque me arrodillé a su lado e inten?té gritar. Pero no pude gritar. Y
luego creo que algo me golpeó. Me parece… -Se tocó la nuca con los dedos-. Me
duele aquí. Pero todo estaba igual cuando recobré el senti?do. Ella seguía
allí, y la sangre también. Después te llamé a ti.
– Muy bien. ¿La tocaste, Mavis?
¿Tocaste alguna cosa?
– No lo recuerdo. Creo que no.
– ¿Quién te hizo eso en la cara?
– Pandora.
– Cariño, acabas de decirme que estaba
muerta cuan?do llegaste.
– Eso fue antes. Fui a su casa.
– Fuiste esta noche a su casa. ¿A qué
hora?
– No lo sé exactamente. Serían las
once. Quería de?cirle que me alejaría de Leonardo y hacerle prometer que no
estropearía sus planes para el show.
– ¿Os peleasteis?
– Ella estaba colocada. Había gente,
una pequeña fiesta o algo así. Se portó muy mal, dijo cosas horribles. Y yo
igual. Llegamos a las manos. Ella me abofeteó, me arañó. -Mavis se apartó el cabello
para mostrar las heri?das que tenía en el cuello-. Dos personas que allí había
nos separaron, y luego me fui.
– ¿Adonde?
– A un par de bares. -Sonrió
débilmente-. A mu?chos, en realidad. Sentía lástima de mí misma. Anduve por
ahí. Luego se me ocurrió hablar con Leonardo.
– ¿A qué hora llegaste aquí? ¿Lo sabes?
– Tarde, muy tarde. A las tres o las
cuatro.
– ¿Sabes dónde está él?
– No. Leonardo no estaba. Yo quería
verle, pero día… ¿Qué va a pasar ahora?
– Yo me encargo de todo. Tengo que
informar de oto, Mavis. Si no lo hago pronto, la cosa se pondrá muy fea. Tendré
que poner todo esto por escrito, y voy a te?ner que llevarte a Interrogatorios.
– Pero, pero… No pensarás que yo…
– Claro que no, Mavis. -Era importante
mantener animado el tono, disimular sus propios miedos-. Pero lo vamos a
aclarar tan pronto como podamos. Deja que me ocupe de todo. ¿De acuerdo?
– No me encuentro muy bien…
– Tú quédate aquí mientras yo me ocupo.
Quiero que intentes recordar detalles. Con quién hablaste anoche, dónde
estuviste, qué viste. Todo lo que puedas recordar. Lo repasaremos de arriba
abajo dentro de un rato.
– Dallas. -Mavis se estremeció un
poco-. Leonardo. Él no sería capaz de hacerle eso a nadie.
– Deja que yo me ocupe de eso -repitió
Eve. Luego miró a Roarke, que, comprendiendo la señal, fue a sen?tarse con
Mavis.
Eve sacó su comunicador y se alejó.
– Dallas. Tengo un homicidio.
La vida nunca había sido fácil para Eve. En
su carrera como policía había visto y hecho demasiadas cosas espe?luznantes.
Pero nada le había costado tanto como llevar a Mavis a Interrogatorios.
– ¿Te encuentras bien? No tienes por
qué hacerlo ahora.
– No, en la ambulancia me han dado un
sedante. -Mavis se tocó el chichón de la nuca-. Me lo ha dormido bastante.
Estuvieron haciéndome algo más, de alguna forma han conseguido centrarme un
poco.
Eve examinó los ojos de Mavis. Todo parecía
nor?mal, pero eso no la tranquilizó.
– Escucha, no te vendría mal ingresar
un par de días en el centro de salud.
– No le des más vueltas, Dallas.
Prefiero acabar cuanto antes. -Tragó saliva-. ¿Han encontrado a Leo?nardo?
– Aún no. Mavis, si quieres puedes pedir
que asista un abogado.
– No tengo nada que ocultar. Yo no la
maté, Dallas.
Eve echó un vistazo a la grabadora. Podía
esperar un minuto más:
– Mavis, tengo que hacer esto por
narices. Ni más ni menos. Si no lo hago, me quitan del caso. Si no soy el
primer investigador, no podré servirte de ninguna ayuda.
Mavis se lamió los labios.
– Va a ser duro, ¿no?
– Podría serlo, y mucho. Vas a tener
que soportarlo.
Mavis probó a sonreír.
– Bueno, nada es peor que entrar y
encontrase a Pan?dora.
Claro que hay cosas peores, pensó Eve, pero
no lo dijo. Puso en marcha la grabadora, recitó su nombre e identificación y
leyó sus derechos a Mavis. Luego, repa?só con ella lo que habían hablado en la
escena del cri?men, procurando concretar las horas.
– Cuando fuiste a casa de la víctima
para hablar con ella, había otras personas allí.
– Sí. Parecía una pequeña fiesta.
Estaba Justin Young. Ya sabes, el actor. Y Jerry Fitzgerald, la mode?lo. Y otro
tipo al que no reconocí. Ya sabes, un ejecu?tivo.
– ¿La víctima te atacó?
– Me dio un puñetazo -dijo Mavis
tristemente, pal?pándose el morado en la mejilla-. Empezó poniéndose muy borde.
Por el modo en que sus ojos giraban, imagi?no que se había metido algo.
– Te parece que usaba sustancias ilegales.
– Y de las buenas. Quiero decir, tenía
los ojos como ruedas de cristal. Ya me había peleado con ella, tú lo viste.
-Mavis prosiguió mientras Eve daba un respingo-. Antes no tenía tanta fuerza.
– ¿Devolviste el golpe?
– Creo que la alcancé al menos una vez.
Ella me arañó con sus malditas uñas. Yo me lancé a su cabello. Creo que fueron
Justin Young y el ejecutivo quienes nos separaron.
– ¿Y luego?
– Supongo que despotricamos un rato, y
después me marché.
– ¿Adonde fuiste? ¿Cuánto rato
estuviste por ahí?
– Fui a un par de bares. Creo que
primero entré en el ZigZag, en la esquina de Lexington y la Sesenta y uno.
– ¿Hablaste con alguien?
– No tenía ganas de hablar. Me dolía la
cara y me sentía fatal. Pedí un triple zombie y me quedé allí con la cara
larga.
– ¿Cuánto pagaste?
– Pues… creo que introduje mi cuenta de
crédito en pantalla.
Bien. Habría un registro, hora, lugar.
– ¿ Adonde fuiste después?
– Estuve andando, entré en un par de
tugurios. Esta?ba bastante colocada.
– ¿ Seguiste pidiendo combinados?
– Supongo que sí. Cuando pensé en ir a
casa de Leo?nardo estaba como una cuba.
– ¿Cómo llegaste al centro?
– Andando. Necesitaba serenarme un
poco, así que caminé. Tomé un par de deslizadores, pero casi todo lo hice a
pie.
Confiando en refrescarle la memoria, Eve
repitió la información que Mavis acababa de darle.
– Cuando saliste del ZigZag, ¿qué
dirección tomaste?
– Acababa de tomar dos triple zombies.
Más que an?dar iba a trompicones. No sé hacia adonde. Dallas, no sé cómo se
llaman los otros locales donde entré, ni qué más bebí. Todo era muy confuso.
Música, gente riendo… al?guien bailando en una mesa.
– ¿Hombre o mujer?
– Un tipo. Muy bien dotado. Llevaba un tatuaje, creo. Quizá era
pintado. Seguro que era una serpiente, o un lagarto.
– ¿Qué aspecto tenía el bailarín?
– Jo, Dallas, no miré más arriba de la
cintura.
– ¿Hablaste con él?
Mavis se llevó las manos a la cabeza y trató
de recordar.
– No lo sé. Estaba realmente mal.
Recuerdo que no paré de andar; que fui a casa de Leonardo, pensando que sería
la última vez que le vería. No quería estar borracha cuando llegara, así que
tomé un Sober Up antes de en?trar. Entonces la encontré a ella, y fue mucho
peor que estar ebria.
– ¿Qué fue lo primero que viste al
entrar?
– Sangre. Mucha sangre. Cosas rotas por
el suelo, más sangre. Tenía miedo de que Leonardo hubiera hecho una tontería y
corrí a la zona del taller, y vi a Pandora. -Era un recuerdo que podía evocar
con claridad-. La vi. La re?conocí por el pelo, y porque llevaba el mismo
conjunto que en la fiesta. Pero su cara… de hecho ni siquiera tenía cara. No
pude gritar. Me arrodillé a su lado. No sé qué pensé entonces,, pero sí que
tenía que hacer algo. Luego algo me golpeó y cuando desperté te llamé a ti.
– ¿Viste a alguien en la calle mientras
entrabas en el edificio?
– No. Era muy tarde.
– Háblame de la cámara de seguridad.
– Estaba rota. Hay gamberros que se
dedican a estro?pearlas. No se me ocurrió otra razón.
– ¿Cómo entraste en el apartamento?
– El cerrojo no estaba echado.
Simplemente entré.
– ¿Y Pandora estaba muerta cuando tú
llegaste? ¿Pe?leaste con ella en el apartamento de Leonardo?
– No. Ya estaba muerta. Dallas…
– ¿ Por qué peleaste con ella las otras
veces?
– Ella amenazó con arruinar la carrera
de Leonardo. -La cara magullada de Mavis registró emociones diver?sas: miedo,
dolor, pena-. Pandora no quería dejarle. Nosotros estábamos enamorados, pero
ella no quería soltarlo. Ya viste cómo las gasta, Dallas.
– Leonardo y su carrera son muy importantes para ti.
– Yo le amo -dijo Mavis con voz queda.
– Harías cualquier cosa para
protegerle, para evitar que alguien pudiera hacerle daño, personal o
profesionalmente.
– Había decidido salir de su vida -declaró
Mavis con una dignidad que hizo mella en Eve-. De lo contrario ella le habría
hecho daño, y yo no podía dejar que eso sucediera.
– No habría podido hacerle daño, ni a
él ni a ti, si hu?biera estado muerta.
– Yo no la maté.
– Fuiste a su casa, discutisteis, ella
te pegó y tú te vol?viste. Al salir, te emborrachaste. Conseguiste llegar a
casa de Leonardo, la encontraste allí. Quizá discutisteis otra vez, quizá ella
te agredió de nuevo. Tú te defendis?te, y la cosa pasó a mayores.
Los grandes ojos cansados de Mavis
reflejaron pri?mero perplejidad y luego dolor.
– ¿Por qué dices eso? Sabes que no es
verdad.
Inexpresiva, Eve se inclinó hacia adelante:
– Pandora había convertido tu vida en
un infierno al amenazar al hombre que amas. Te hizo daño, física?mente. Era más
fuerte que tú. Cuando te vio entrar en casa de Leonardo se lanzó sobre ti otra
vez. Te tumbó, te diste un golpe en la cabeza. Entonces te entró miedo y
agarraste lo que tenías más a mano. Para protegerte. Ella quizá se abalanzó
sobre ti y tú le pegaste otra vez. Para protegerte. Entonces perdiste el
control y seguiste pegándole y pegándole, hasta ver que estaba muerta.
Mavis sollozó y meneó la cabeza mientras su
cuerpo se estremecía.
– No es verdad. Yo no la maté. Ella ya
estaba muerta. Por Dios, Dallas, ¿cómo puedes pensar que yo sea capaz de una
cosa así?
– Quizá no fuiste tú. -Vamos,
presiónala, se ordenó Eve desangrándose por dentro. Presiona más, para que
quede constancia-. Quizá fue Leonardo y tú le estás protegiendo. ¿Viste si él
perdía el control, Mavis? ¿Aca?so cogió el bastón y la golpeó?
– ¡No, no, no!
– ¿ O quizá llegaste cuando ya la había
matado, mien?tras él contemplaba con pánico lo que había hecho? Querías
ayudarlo y le dijiste que huyera…
– No. No fue así. -Mavis se levantó de
la silla, pálida como la cera, desorbitada la mirada-. Él ni siquiera esta?ba.
No vi a nadie en el apartamento. Él no pudo hacerlo. ¿Por qué no escuchas lo
que te digo?
– Sí te escucho, Mavis. Siéntate.
Vamos, siéntate -re?pitió con más suavidad- Ya casi hemos acabado. ¿Hay alguna
cosa que quieras añadir a tu declaración o algún cambio que quieras hacer a su
contenido?
– No -murmuró, y se quedó mirando sin
expresión más allá de Eve.
– Esto da por terminada la entrevista
Uno, Mavis Freestone, archivo Homicidios, Pandora, Dallas, tenien?te Eve.
-Anotó la fecha y la hora, desconectó la grabado?ra, respiró hondo-. Lo siento,
Mavis, lo siento mucho.
– ¿Cómo has podido? ¿Cómo has sido
capaz de de?cirme esas cosas?
– Tengo que decírtelas. Tengo que hacerte
esas pre?guntas, y tú has de contestarlas. -Puso una mano firme sobre la de
Mavis-. Puede que tenga que hacértelas otra vez, y tú tendrás que contestar de
nuevo. Mírame, Mavis. -Esperó a que ella desviase la mirada-. Ignoro lo que los
de Identificación van a averiguar, lo que dirán los in?formes del laboratorio.
Pero como no tengamos mucha suerte, vas a necesitar un buen abogado.
Mavis palideció.
– ¿Vas a arrestarme?
– No sé si habrá que llegar a eso, pero
quiero que es?tés preparada. Ahora vete a casa con Roarke y duerme un poco.
Quiero que hagas un esfuerzo por recordar horas, lugares y personas. Si te
acuerdas de algo, me lo grabas.
– ¿Y tú qué vas a hacer?
– Mi trabajo. Soy muy buena en eso,
Mavis. Recuér?dalo bien, y confía en que yo lo aclare todo.
– ¿Aclararlo todo? -repitió con
amargura-. Querrás decir demostrar mi inocencia. ¿No dicen que uno es inocente
hasta que se demuestra lo contrario?
– Ésa es una de las grandes mentiras de
la vida. -Eve se puso en pie y la condujo hacia el pasillo-. Haré lo que esté
en mi mano para cerrar el caso rápidamente. Es lo único que puedo decirte.
– Podrías decir que me crees.
– Eso también te lo digo. -Pero no
podía dejar que esa idea interfiriera en su investigación.
Siempre había papeleo. Al cabo de una hora
había hecho firmar a Mavis dejándola bajo arresto voluntario en casa de Roarke.
Oficialmente, Mavis Freestone constaba como testigo. Extraoficialmente, como
Eve sabía, era el primer sospechoso. Con la intención de poner pronto re?medio,
entró en su despacho.
– Bueno, ¿qué es eso de que Mavis se ha
cargado a una modelo?
– Feeney. -Eve podría haberle besado
hasta la última arruga. Estaba sentado a su mesa con su sempiterna bolsa de
cacahuetes sobre el regazo y el ceño bien instalado en la frente-. Los rumores
corren.
– Ha sido lo primero que he oído al
pasar por el res?taurante. Cuando detienen a la amiga de uno de nuestros
mejores polis, enseguida se sabe.
– No está detenida. De momento, es
testigo de un caso.
– Los media ya se han enterado. Aún no
tienen el nombre de Mavis, pero sí la cara de la víctima desparra?mada en la
pantalla. Mi mujer me sacó de la ducha para que lo viese. Pandora era todo un
personaje.
– Sí, viva o muerta. -Cansada, Eve se
apoyó contra la esquina de su mesa-. ¿Quiere un informe detallado de la
declaración de Mavis?
– ¿Para qué cree que he venido, si no?
Eve se lo dio escrito en la taquigrafía policial
que ambos comprendían y le dejó cejijunto.
– Caramba, Dallas, su amiga lo tiene
crudo. Usted misma las vio peleando.
– Sí, en directo y en persona. A saber
por qué diablos se le ocurrió enfrentarse otra vez a Pandora… -Se paseó por la
habitación-. Eso empeora las cosas. Espero y de?seo que el laboratorio consiga
alguna cosa. Pero no pue?do contar con ello. ¿Cómo anda de trabajo, Feeney?
– No me lo pregunte. -Feeney desechó la
idea-. ¿Qué necesita?
– Una investigación de su cuenta de
crédito. El pri?mer sitio que recuerda es el ZigZag. Si podemos locali?zarla
allí, o en alguno de los otros locales a la hora en que se produjo la muerte,
ella es inocente.
– De eso puedo encargarme, pero…
Alguien estuvo rondando la escena del crimen y le dio un mamporro a Mavis en la
cabeza. Es posible que no haya mucho des?fase.
– Lo sé. No puedo dejar ningún cabo
suelto. Seguiré la pista de las personas que Mavis reconoció en la fiesta de la
víctima, conseguiré declaraciones. He de localizar a un bailarín con una polla
enorme y un tatuaje.
– Para que luego digan que este oficio
no es divertido.
Ella casi sonrió.
– Necesito encontrar gente que pueda
testificar que ella estaba destrozada. Incluso con una dosis de Sober Up, Mavis
no pudo serenarse lo suficiente para haber eliminado a Pandora si no paró de
beber camino del cen?tro de la ciudad.
– Ella asegura que Pandora se había
metido algo.
– Otra cosa que he de comprobar. Luego
está Leo?nardo, el escurridizo. ¿Dónde coño estaba? ¿Y dónde está ahora?
Capitulo Cinco
Leonardo estaba estirado cuan largo era en
el piso del salón de Mavis, donde había caído horas antes presa de un estupor
etílico provocado por una botella de whisky sintético y un cargamento de
autocompasión.
Estaba empezando a despertar y temía haber
perdi?do media cara en algún momento de aquella noche des?dichada. Cuando
levantó una cautelosa mano para com?probarlo, sintió alivio al encontrarse la
cara entera en su sitio de siempre, si bien algo entumecida de haber estado contra
el suelo.
No recordaba mucho.Ésa era una de las
razones de que nunca abusara del alcohol. Era proclive a amnesias y espacios-en
blanco siempre que empinaba el codo más de lo debido.
Creía recordar que entró trastabillando en
el edificio de Mavis, usando la llave de código que ella le había dado cuando
comprendieron que no sólo eran amantes sino que se habían enamorado.
Pero Mavis no estaba. Casi podía asegurarlo.
Tenía una vaga imagen de sí mismo dando tumbos por la ciudad y echando tragos
de la botella que había com?prado: ¿o robado? Mierda. Intentó incorporarse y
des?pegar los ojos. Lo único que sabía con certeza era que llevaba la maldita
botella en la mano y el whisky en las tripas.
Debía de haberse desmayado, cosa que le
repugna?ba. ¿Cómo podía esperar que Mavis lo comprendiera si se presentaba
tambaleante en su apartamento, borracho como una cuba?
Era una suerte que ella no hubiera estado
allí.
Ahora, por supuesto, tenía una resaca de
órdago que le hizo ovillarse y llorar de pena. Pero Mavis podía vol?ver, y él
no quería que le viera en un estado tan lamenta?ble. Consiguió ponerse en pie,
buscó unos analgésicos y programó el AutoChef de Mavis para hacerse un café, fuerte
y solo.
Entonces reparó en la sangre.
Estaba seca y le corría por el brazo hasta
la mano. Tenía una herida en el antebrazo, larga y profunda que había formado
costra. Sangre, pensó otra vez nervioso, al ver que le manchaba la camisa y el
pantalón.
Respirando con dificultad, se apartó del
mostrador y se contempló a sí mismo. ¿Había estado en una pelea?, ¿había hecho
daño a alguien?
Las nauseas le subieron por la garganta
mientras su mente saltaba enormes vacíos y recuerdos confusos.
Dios del cielo,¿es que había matado a
alguien?
Eve estaba mirando taciturna el informe
preliminar del forense cuando oyó un golpe a la puerta de su despa?cho. Antes
de que se diera cuenta, la puerta ya se había abierto.
– ¿Teniente Dallas? -El hombre tenía
aspecto de cowboy tostado por el sol, desde su sonrisa de gilipollas hasta sus
botas de gastados tacones-. Caracoles, es una suerte ver al personaje de
leyenda en carne y hueso. He visto su foto, pero es más guapa al natural.
– Me anonada usted. -Eve se retrepó en
la silla, entrecerrando los ojos. Él sí era realmente guapo, con su pelo rizado
color de trigo en torno a una cara curtida que se arrugaba atractivamente junto
a los ojos color verde botella. Una nariz recta y larga, el guiño de un ma?licioso
hoyuelo enla comisura de una boca sonriente. Y un cuerpo que, en fin, parecía
que podía montar muy bien a caballo o lo que hiciera falta-. ¿Quién demonios es
usted?
– Casto, Jake T. -Extrajo una placa del
ajustado bol?sillo delantero de sus Levi's descoloridos-. Ilegales. Me be
enterado de que me estaba buscando.
Eve examinó la placa.
– ¿De veras? ¿Y sabe por qué podría
estar buscándo?le, teniente Casto, Jake T.?
– Por nuestro soplón mutuo. -Acabó de
entrar en el despacho y posó una cadera contra la mesa de Eve en actitud de
colega. Ella captó el agradable aroma de su piel-. Qué mala suerte lo del pobre
Boomer. El muy desgraciado era inofensivo.
– Si usted sabía que Boomer era mío,
¿cómo ha tar?dado tanto en venir a verme?
– He estado ocupado en otro asunto. Y,
a decir ver?dad, no pensaba que hubiera gran cosa que decir o hacer. Entonces
supe que Feeney estaba husmeando. -Sus ojos sonrieron otra vez, ahora con un
deje de sarcasmo-. Feeney también es bastante suyo, ¿no?
– Feeney es de Feeney. ¿En qué tenía
trabajando a Boomer?
– Lo normal. -Casto cogió de la mesa un
huevo de amatista, admiró sus inclusiones y lo cambió de mano-. Información
sobre ilegales. Cosas de poco calibre. Boomer quería pensar que era muy
importante, pero siempre se trataba de elementos dispersos.
– A base de elementos dispersos se
puede conseguir mucho.
– Por eso usaba yo a Boomer, querida.
Era muy fiable para practicar algún que otro arresto. Cacé a un par de
traficantes de mediano nivel gracias a sus datos. -Otra vez la sonrisa-.
Alguien tiene que hacerlo.
– Sí… ¿Y quién le hizo papilla,
entonces?
La sonrisa se desvaneció. Casto dejó el
huevo en la mesa y meneó la cabeza.
– No tengo ni la menor idea. Boomer no
era un tipo encantador, pero no sé que nadie le odiara tanto como para hacerle
esa faena.
Eve lo estudió. Parecía serio y su voz al
hablar de Boomer había dejado traslucir algo que le recordó su propio y
prudente afecto. Con todo, ella prefirió no sol?tar prenda,
– ¿Trabajaba Boomer en algo en
particular?, ¿algo diferente?, ¿grande?
Casto levantó una ceja color de arena.
– ¿Por ejemplo?
– No estoy ducha en ilegales.
– Que yo supiese no. La última vez que
hablé con él, qué sé yo, unas dos semanas antes de que lo echaran al río, dijo
algo sobre un asunto inaudito. Usted ya sabe de qué manera hablaba.
– Sí, sé cómo hablaba. -Era el momento
de soltar una de las cartas-. También sé que encontré una sus?tancia sin
identificar oculta en su apartamento. La están analizando en el laboratorio.
Hasta ahora sólo han po?dido decirme que es una mezcla nueva y más potente que
cualquiera de las que pueden encontrarse en la calle.
– Una mezcla nueva. -La frente de Casto
se frunció-. ¿Por qué diablos no me lo dijo a mí? Si es que trataba de jugar a
dos bandas… -Casto silbó entre dientes-. ¿Cree usted que se lo cargaron por
esto?
– No tengo otra teoría mejor.
– Ya. Vaya mierda. Seguramente intentó
extorsionar al fabricante o al distribuidor. Oiga, hablaré con los del
laboratorio y veré si en la calle hay rumores sobre sus?tancias nuevas.
– Se lo agradezco.
– Será un placer trabajar con usted.
-Cambió de pos?tura, dejó que su mirada recorriese la boca de ella duran?te un
segundo, con una suerte de talento que acertó en la diana del halago-. A lo
mejor le gustaría hacer una pausa para comer y hablar de la estrategia. O de lo
que se tercie.
– No, gracias.
– ¿Porque no tiene apetito o porque
está a punto de casarse?
– Las dos cosas.
– De acuerdo. -Se puso en pie y ella,
siendo humana, no pudo por menos de apreciar el modo en que el panta?lón se
ceñía en torno a sus larguiruchas piernas-. Si cambia de opinión ya sabe dónde
encontrarme. Seguiremos en contacto. -Se contoneó hacia la puerta y se dio la
vuelta-. Sabe una cosa, Eve, tiene los ojos como el buen whisky añejo. Eso
provoca en un hombre una sed considerable.
Ella miró ceñuda la puerta que él había
cerrado al sa?lir, enfadada por el hecho de que su pulso se hubiese ace?lerado.
Hundió ambas manos en el cabello y volvió a su informe en la pantalla.
No había necesitado que le dijeran cómo
había muerto Pandora, pero era interesante ver que según el forense los tres
primeros golpes en la cabeza habían sido fatales. Toda agresión posterior por
parte del asesino había sido gratuita.
Ella había opuesto resistencia antes de los
golpes en la cabeza, advirtió Eve. Laceraciones y abrasiones varia?das en otras
partes del cuerpo daban fe de un forcejeo.
La hora de la muerte había sido fijada en
las 2.50, y el contenido del estómago indicaba que la víctima había disfrutado
de una última y elegante cena hacia las ocho de la noche: langosta, escarola,
crema bávara y champán. En su sangre había rastros de sustancias químicas,
pen?dientes de analizar.
Así que Mavis probablemente tenía razón.
Parecía como si Pandora hubiera ingerido algo, posiblemente ilegal. A grandes
rasgos, eso podía significar algo. Pero los rastros de piel en las uñas de la
víctima sí tenían un significado claro. Eve estaba segura de que cuando el
la?boratorio terminara sus análisis quedaría demostrado que era piel de Mavis.
Y que las hebras de cabello que los del gabinete habían recogido cerca del
cuerpo iban a ser pelo de Mavis. Pero lo peor, se temía, era que las huellas
del arma homicida pudieran ser de Mavis.
Como plan, pensó Eve cerrando los ojos, era
perfec?to. Entra Mavis en el momento y el lugar inadecuados, y el asesino ve un
chivo expiatorio hecho a la medida.
¿Conocía el asesino la historia entre Mavis
y Pando?ra, o había sido otro golpe de suerte?
En cualquier caso, neutraliza a Mavis, deja
algunas pruebas falsas y añade el golpe maestro consistente en arañar con las
uñas de la víctima el rostro de Mavis. Lo más fácil era cerrar la mano de Mavis
sobre el arma ho?micida y luego escabullirse con la satisfacción de un tra?bajo
bien hecho.
Para eso no hacía falta ser un genio, pensó.
Pero sí se requería una mente fría y práctica. Pero ¿cómo concorda?ba eso con
la rabia que empleó para agredir a Pandora?
Tendría que hacer encajar una cosa con la
otra, se dijo Eve. Y tendría que hallar el modo de demostrar la inocencia de
Mavis y encontrar al tipo de asesino capaz de desfigurar a una mujer y después
dejarlo todo en or?den.
Mientras se ponía en pie, la puerta del
despacho se abrió de golpe y Leonardo irrumpió con ojos desorbita?dos.
– Yo la maté. Yo maté a Pandora. Que
Dios me ayude.
Dicho esto, sus ojos se quedaron en blanco y
todo el peso de su corpachón se desplomó en el suelo, sin sentido.
– Santo Dios.
Era como ver caerse un enorme secoya. Ahora
esta?ba tendido en el suelo con los pies en el umbral y la cabe?za rozando casi
la pared opuesta. Eve se acuclilló, apoyó la espalda contra la pared y trató de
darle la vuelta. Pro?bó a darle un par de bofetones secos y luego esperó.
Mascullando para sus adentros, empleó toda su fuerza y luego le golpeó las
mejillas con vigor.
Leonardo gimió y sus ojos inyectados en
sangre se abrieron.
– Qué… dónde…
– Silencio -le espetó Eve al tiempo. Se
levantó, fue hacia la puerta y metió sus pies dentro del despacho. Luego lo
miró-. Voy a leerle sus derechos.
– ¿Mis derechos? -Parecía aturdido,
pero consiguió levantar el torso hasta quedar sentado en el suelo.
– Escúcheme bien. -Le leyó los derechos
y luego alzó una mano antes de que él pudiera hablar-.- ¿Ha comprendido cuáles
son sus opciones?
– Sí. -Leonardo se frotó la cara con
las manos-. Sé lo que pasa.
– ¿Desea hacer una declaración?
– Ya le he dicho que…
Eve alzó de nuevo la mano.
– Sí o no. Sólo diga sí o no.
– Sí, sí. Quiero hacer una declaración.
– Levántese. Esto lo voy a grabar.
-Volvió a su mesa. Podía llevarlo abajo, a Interrogatorios. Seguramente lo
haría, pero eso podía esperar-. ¿Entiende que lo que diga ahora va a quedar
registrado?
– Sí. -Él se puso en pie y se dejó caer
en una silla que puño bajo su peso-. Dallas…
Ella le interrumpió con un gesto. Tras
conectar la grabadora, Eve anotó la información necesaria y volvió a leerle sus
derechos para que quedara constancia.
– Leonardo, ¿entiende usted estas
opciones, renun?cia en este momento a un abogado y está dispuesto a ha?cer una
declaración?
– Sólo quiero acabar con esto cuanto
antes.
– ¿Sí o no?
– Sí, maldita sea.
– ¿Conocía usted a Pandora?
– Pues claro que sí.
– ¿Tenía usted alguna relación con
ella?
– Sí. -Se cubrió la cara otra vez, pero
aún veía la ima?gen de Pandora que había aparecido en la pantalla cuando
decidió poner las noticias. La larga bolsa negra siendo sacada de su propio
apartamento-. Me parece in?creíble lo que ha pasado.
– ¿Qué clase de relación mantenía con
la víctima?
Qué forma más fría de decirlo, pensó él.
Dejó las manos sobre el regazo y miró a Eve.
– Ya sabe que éramos amantes. Y sabe
que yo inten?taba cortar con ella debido a…
– Pero en el momento de su muerte -le
interrumpió Eve- ya no intimaban.
– Cierto, hacía semanas que no
estábamos juntos. Pandora había estado fuera del planeta. Las cosas se ha?bían
enfriado antes incluso de que ella se fuera. Y enton?ces conocí a Mavis y todo
cambió para mí. Dallas, ¿dón?de está Mavis?
– No estoy autorizada para informar del
paradero de la señorita Freestone.
– Pues dígame que se encuentra bien.
-Sus ojos se llenaron de lágrimas-. Dígame al menos que está bien,
– Está en lugar seguro -fue todo lo que
dijo ella. Lo que podía decir-. Leonardo, ¿es cierto que Pandora amenazaba con
arruinar su carrera profesional? ¿Que le exigió que continuaran su relación y
que, si usted se ne?gaba, ella se retiraría de la presentación de sus diseños
de moda? Un desfile en el que usted había invertido gran?des cantidades de
tiempo y de dinero.
– Usted estaba allí, se lo oyó decir.
Yo no le importa?ba un comino, pero ella no podía tolerar que la dejara
plantada. Si no dejaba de ver a Mavis, si no volvía a ser su perro faldero,
ella se ocuparía de que el show fuese un fracaso, si es que llegaba a
celebrarse.
– Usted no quería dejar de ver a la
señorita Freestone.
– Quiero a Mavis -dijo él con
dignidad-. Es lo más importante de mi vida.
– Y aun así, si no accedía a las
exigencias de Pandora, iba a quedar lleno de deudas y con una mancha en su
reputación profesional de graves consecuencias. ¿Co?rrecto?
– Sí. Lo he invertido todo en ese show.
Pedí prestado mucho dinero. Es más, puse todo mi corazón en ello. Mi alma
entera.
– Ella hubiera podido estropearlo todo.
– Desde luego. -Apretó los labios-. Y
le habría gus?tado hacerlo.
– ¿Le pidió usted que fuera a su
apartamento anoche?
– No. Yo no deseaba verla nunca más.
– ¿A qué hora llegó ella al
apartamento?
– No lo sé.
– ¿Cómo entró? ¿Le dio usted acceso?
– No lo creo. Bien, no lo sé. Supongo
que tenía mi llave de código. No se me ocurrió pedirle que me la de?volviera o
cambiar la numeración.
– ¿Discutió usted con ella?
Los ojos de Leonardo perdieron toda
expresión.
– No lo sé. No me acuerdo. Pero supongo
que sí.
– Hace poco, Pandora fue a su
apartamento sin haber sido invitada, le amenazó y agredió físicamente a su
ac?tual compañera.
– En efecto. -Eso sí lo recordaba. Era
un alivio poder recordar al menos eso.
– ¿Cuál era el estado de ánimo de
Pandora cuando fue esta vez a su apartamento?
– Imagino que estaba colérica. Debí
decirle que no iba a renunciar a Mavis. Eso la habría puesto furiosa. Dallas…
-Centró otra vez los ojos, y la desesperación se reflejó en ellos-. En serio,
no me acuerdo de nada. Cuando desperté esta mañana, estaba en casa de Mavis.
Creo que utilicémi llave para entrar. Había estado be?biendo, caminando y
bebiendo. Raramente bebo por?que soy proclive a tener agujeros negros en mi
memoria. Cuando desperté, vi toda la sangre.
Alargó el brazo. La herida había sido mal
vendada.
– Tenía sangre en las manos y en la
ropa. Sangre seca. Supongo que peleé con ella. Supongo que la maté.
– ¿Dónde está la ropa que llevaba usted
anoche?
– La dejé en casa de Mavis. Me duché y
me cambié de ropa. No quería que ella viniera a casa y me encon?trara con este
aspecto. Mientras esperaba y trataba de ver qué podía hacer, puse las noticias
y me enteré de todo.
– Dice que no recuerda haber visto a
Pandora ano?che. Que no recuerda haber tenido un altercado con ella. Que no
recuerda haberla matado.
– Pero así debió ocurrir -insistió-.
Ella murió en mi apartamento.
– ¿A qué hora salió de casa anoche?
– No estoy seguro. Había bebido mucho.
Estaba molesto y muy enfadado.
– ¿Vio a alguien, habló con alguien?
– Compré otra botella. Creo que a un
vendedor am?bulante.
– ¿Vio a la señorita Freestone anoche?
– No. De eso estoy seguro. Si la
hubiera visto, si hu?biera podido hablar con ella, todo habría ido bien.
– ¿Y si le dijera que Mavis estuvo
anoche en su apar?tamento?
– ¿Mavis vino a verme…? -Su rostro se
iluminó-. Pero eso no puede ser. No podría haberlo olvidado.
– ¿Estaba Mavis presente cuando usted
peleó con Pandora?, ¿cuando usted mató a Pandora?
– No, no.
– ¿Llegó después de morir Pandora,
después de que usted la matara? Usted sintió pánico, ¿no es así? Estaba
aterrorizado.
Su mirada sí reflejaba pánico ahora.
– Mavis no pudo estar allí.
– Pero estuvo. Ella me llamó desde el
apartamento de usted cuando encontró el cadáver.
– ¿Mavis lo vio? -Bajo el bronceado, la
piel de Leo?nardo palideció-. Oh, Dios, no.
– Alguien golpeó a Mavis, dejándola sin
sentido. ¿Fue usted?
– ¿Que alguien la pegó? ¿Está herida?
-Se levantó de la silla y se mesó los cabellos-. ¿Dónde está Mavis?
– ¿Fue usted?
Leonardo extendió los brazos.
– Antes me cortaría las manos. Por el
amor de Dios, Dallas, dígame dónde está ella. Necesito saber que está bien.
– ¿Cómo mató a Pandora?
– Yo… el periodista dijo que la maté a
golpes. -Se es?tremeció.
– ¿Cómo la golpeó? ¿Qué utilizó para
hacerlo?
– No sé… ¿con las manos? -De nuevo las
mostró. Eve no vio señales de golpes, rasguños ni abrasiones en los nudillos.
Eran unas manos perfectas, como talladas en una madera noble.
– Pandora era fuerte. Debió de ofrecer
resistencia.
– El corte que tengo en el brazo.
– Me gustaría que le examinaran ese
corte, así como las prendas que dice dejó en casa de Mavis.
– ¿Va a arrestarme ahora?
– De momento no hay cargos en su
contra. Sin em?bargo, quedará retenido hasta que los resultados de las pruebas
estén completos.
Eve le hizo repasar todo de arriba abajo,
forzándole a recordar horas, lugares, movimientos. Una y otra vez, se daba de
cabeza contra el muro que obstruía la memo?ria de Leonardo. Nada satisfecha,
dio por concluido el interrogatorio, lo dejó a buen recaudo y dispuso lo ne?cesario
para las pruebas.
Su próxima parada era el comandante Whitney.
Haciendo caso omiso de la silla que le
ofrecía, Eve se quedó en pie ante su mesa. Rápidamente le dio los resul?tados
de sus entrevistas previas. Whitney entrelazó los dedos y la observó. Tenía
buena vista, ojos de policía, y vio que estaba nerviosa.
– Tiene a un hombre que se ha confesado
autor del asesinato. Alguien con un móvil y una oportunidad.
– Sí, un hombre que no recuerda haber
visto a la víc?tima la noche en cuestión, y mucho menos haberle aplastado la
cara hasta matarla.
– No sería la primera vez que un
delincuente confiesa así para pasar por inocente.
– Desde luego, señor. Pero no creo que
sea el hom?bre que buscamos. Puede que las pruebas contradigan mi teoría, pero
su personalidad no encaja en el crimen. Tuve ocasión de presenciar otro
altercado en que la víc?tima agredió a Mavis. -En vez de intentar parar la
pelea o mostrar algún signo de violencia, se quedó a un lado y se retorció las
manos.
– Según su declaración, la noche del
crimen él estaba ebrio. La bebida puede producir, y de hecho produce, cambios
en la personalidad.
– Sí, señor. -Era razonable. En el
fondo, Eve quería colgarle el muerto a Leonardo, tomar su confesión en sentido
literal y adiós muy buenas. Mavis lo pasaría fa?tal, pero quedaría a salvo.
Libre de culpa-. Él no lo hizo -dijo sin más-. He recomendado arresto
volunta?rio durante el máximo de tiempo posible a fin de inte?rrogarlo de nuevo
y refrescarle la memoria. Pero no podemos acusarle sólo porque crea que cometió
asesi?nato.
– Admitiré sus recomendaciones, Dallas.
Los otros informes del laboratorio no tardarán en llegar. Espere?mos que los
resultados lo aclaren todo. Hágase cargo de que podrían inculpar todavía más a
Mavis Freestone.
– Sí, señor. Me hago cargo.
– Usted y Mavis son amigas desde hace
tiempo. No sería una mancha para su historial renunciar a ser el pri?mer
investigador. En realidad sería mucho mejor para usted, teniente, y desde luego
más lógico.
– No, señor. No voy a renunciar al
caso. Si me aparta de él, pediré un permiso y seguiré investigando a título
personal. Si es preciso, renunciaré al cargo.
Whitney se frotó la frente con ambas manos.
– No se lo aceptaría. Siéntese,
teniente. Maldita sea, Dallas -explotó al ver que ella seguía de pie-
¡Siéntese! Es una orden, coño.
– Sí, mi comandante.
Whitney suspiró, reprimiendo su
contrariedad.
– No hace mucho le hice daño con un
ataque perso?nal que no fue ni apropiado ni merecido. Por culpa de eso estropeé
la relación que había entre nosotros. En?riendo que no se sienta a gusto bajo
mis órdenes.
– Es usted el mejor jefe que he tenido
nunca. Para mí no es ningún problema tenerle como superior.
– Pero ya no somos amigos, ni de lejos.
Sin embargo, debido a mi conducta durante su investigación de un caso que era
para mí muy personal, usted debería saber que entiendo muy bien lo que le está
pasando ahora mis?mo. Sé lo que significa tener un conflicto de lealtades,
Dallas. Aunque le resulte imposible hablar de sus senti?mientos en este caso,
le sugiero que lo haga con alguien en quien pueda confiar. Mi error en aquella
investiga?ción fue no compartir la carga. No cometa usted el mis?mo ahora.
– Mavis no ha matado a nadie. Ninguna
prueba po?dría convencerme de lo contrario. Yo haré mi trabajo, comandante. Y
sabré encontrar al verdadero asesino.
– No me cabe duda de que lo hará,
teniente, ni de que eso la hará sufrir. Tiene usted mi apoyo, tanto si lo
quie?re como si no.
– Gracias, señor. Tengo que pedirle
otra cosa en rela?ción con otro caso.
– ¿Cuál?
– El asunto Johannsen.
Whitney suspiró.
– Es usted como un sabueso, Dallas.
Nunca suelta la presa.
Ella no se lo discutió.
– Tiene mi informe sobre lo que
encontramos en la pensión de Boomer, comandante. La sustancia ilegal no ha
podido ser totalmente identificada. He hecho investi?gaciones por mi cuenta
sobre la fórmula. -Sacó un disco de su bolso-. Es una nueva mezcla, muy
potente, y sus efectos son muy a largoplazo comparados con lo que se encuentra
actualmente en la calle. De cuatro a seis horas con una dosis media. Demasiada
cantidad de una sola vez sería, en un ochenta por ciento, fatal.
Whitney examinó el disco.
– ¿Investigación personal, Dallas?
– Tengo un enlace y lo he utilizado. El
laboratorio si?gue en ello, pero ya han identificado varios ingredientes y sus
proporciones. Mi opinión es que la sustancia sería enormemente rentable, ya que
basta una pequeña canti?dad para conseguir resultados. Crea mucha adicción y
produce sensaciones de fuerza, ilusiones de poder y una especie de euforia; no
de tranquilidad, sino una sensa?ción de control sobre uno mismo y los demás. He
calculado los resultados de una adicción a largo plazo. El uso diario durante
un período delinco años significaría un bloqueo total y repentino del sistema
nervioso. Y la muerte.
– Mierda. ¿Es un veneno?
– A la larga, sí. Los fabricantes lo
saben sin duda, lo que les convierte en culpables no sólo de distribuir
ile?gales sino de asesinato.
Eve dejó que reflexionara sobre ello, sabía
los dolo?res de cabeza que eso podía producir si los medios infor?mativos
llegaban a tener conocimiento de los datos.
– Boomer podía no saber todo esto, pero
sí sabía lo suficiente para que lo mataran por ello. Quiero llegar hasta el
final y puesto que hay otros asuntos que me preocupan, solicito que la agente
Peabody me sea asigna?da como ayudante hasta que el caso quede resuelto.
– Peabody no tiene mucha experiencia en
homicidios ni en ilegales, teniente.
– Lo compensa con cerebro y esfuerzo.
Quisiera que me ayudara a coordinar con el teniente Casto de Ilega?les, que
también usaba a Boomer corno soplón.
– Me ocuparé de ello. En cuanto a lo de
Pandora, uti?lice a Feeney. -Arqueó una ceja-. Veo que ya lo está ha?ciendo.
Hagamos como que se lo acabo de ordenar y que sea oficial. Tendrá que tratar
con los media.
– Voy acostumbrándome a eso. Nadine
Furst ha vuel?to de vacaciones. Le iré dando los datos que mejor me pa?rezca.
Ella y Canal 75 me deben algunos favores. -Eve se puso en pie-. He de hablar
con algunas personas. Me pon?dré en contacto con Feeney y haré que venga
conmigo.
– A ver si podemos aclarar las cosas
antes de su luna de miel. -La cara de Eve era un verdadero estudio de
contradicciones: engorro, placer y miedo; Whitney se echó a reír-. Sobrevivirá,
Dallas. Eso se lo garantizo.
– Sí, claro, el tipo que ha diseñado mi
traje de boda está encerrado -murmuró-. Gracias, comandante.
Al verla salir, Whitney pensó que aunque
ella tal vez no fuera consciente de que había bajado la barrera que había entre
los dos, él sí.
– A mi mujer le va a encantar. -Más que
feliz de dejar que condujera Dallas, Feeney se retrepó en el asiento del
acompañante. Había poco tráfico mientras iban hacia Park Avenue South. Feeney,
nativo de Nueva York, ha?bía desconectado hacía rato de los bramidos y ecos de
los globos turísticos y los autobuses aéreos que pulula?ban por el cielo.
– Me dijeron que iban a arreglarlo. Qué
cabrones. ¿Oye eso, Feeney? ¿Oye ese maldito zumbido?
Educadamente, Feeney se concentró en el
ruido que salía del panel de control.
– Parece un enjambre de abejas
asesinas.
– Tres días -dijo ella, enfadada-, tres
días en repara?ción y escuche el ruido. Peor que antes.
– Dallas. -Le puso una mano en el
brazo-. Tal vez tenga que enfrentarse a la idea de que su vehículo no es más
que una basura. Requise uno nuevo.
– Yo no quiero uno nuevo. -Con el canto
de la mano, Eve golpeó el panel de control-. Quiero éste, pero sin efectos de
sonido. -Hubo de pararse en un se?máforo. A juzgar por como sonaban los
controles, no podría fiarse del automático-. ¿Dónde diablos queda el 582 de
Central Park South? -Sus controles seguían zumbando, así que les propinó otro
golpe-. Digo que dónde diablos queda el 582 de Central Park South.
– Pregúntelo con amabilidad -le sugirió
Feeney-. Ordenador, ¿sería tan amable de mostrar el mapa y loca?lizar Central
Park South 582?
Al ver que la pantalla se encendía y
aparecía el mapa holográfico señalando la ruta, Eve se limitó a gruñir.
– Yo no hago tantos mimos.
– A lo mejor por eso sus controles
siempre se le es?tropean. Como le decía -prosiguió antes de que ella pu?diera
cortarle-, a mi mujer le va a encantar. Justin Young: hacía de semental en
Night Falls.
– Una telenovela, ¿no? -Le fulminó con
la mirada-. ¿Qué hace usted mirando telenovelas?
– Mire, yo pongo ese canal para
relajarme un poco, como cualquier hijo de vecino. Además, mi mujer está colada
por Young. Ahora se dedica al cine. Apenas pasa una semana que ella no programe
alguna de sus pelícu?las. El tipo lo hace bien, además. Aparte, sale Jerry
Fitzgerald -añadió Feeney con una sonrisa soñadora.
– Guárdese sus fantasías.
– Esa chica sí está bien hecha, se lo
digo yo. No como esas modelos que parecen haberse quedado en los hue?sos. -Hizo
un sonido como anticipándose al placer de un enorme helado-. ¿Sabe por qué me
gusta trabajar con usted, Dallas?
– ¿Por mi encanto personal y mi
incisiva inteligencia?
– Por supuesto. -Feeney puso los ojos
en blanco-. Poder ir a casa y decirle a mi mujer a quién he interroga?do hoy.
Un multimillonario, un senador, aristócratas italianos, estrellas de cine. En
serio, eso me está dando mucho prestigio.
– Me alegro de servirle de algo.
-Encajó su maltrecho vehículo de policía entre un mini Rolls y un Mercedes de
época-. Pero trate de controlar su embeleso mientras k hacemos el tercer grado
a ese actor.
– Soy un profesional. -Pero Feeney
estaba sonriendo al apearse del coche-. Mire esto. ¿No le gustaría vivir ahí
dentro? -Chasqueó la lengua y apartó la mirada de la lustrosa fachada de mármol
de imitación-. Ah, lo olvi?daba. Para usted esto son los bajos fondos.
– Váyase al infierno, Feeney.
– Vamos, no sea tan dura. -Le pasó una
mano por los hombros mientras se dirigían hacia la puerta del edificio-.
Enamorarse del hombre más rico del mundo no es algo de lo que haya de
avergonzarse.
– No me avergüenzo; es que no quiero
hablar más de ello.
El edificio era lo bastante lujoso como para
tener portero además de sistema electrónico de seguridad. Tras mostrar sus
placas, Eve y Feeney entraron en el vestíbulo de mármol que adornaban helechos
exuberan?tes y flores exóticas en enormes macetas de porcelana.
– Qué ostentación -murmuró Eve.
– ¿Ve cómo se está volviendo? -Feeney
salió de cam?po y se aproximó a la pantalla de seguridad interna-: Te?niente
Dallas y capitán Feeney, para Justin Young.
– Un momento, por favor. -La empalagosa
voz ci?bernética esperó que verificaran su identidad-. Gracias. El señor Young
les está esperando. Diríjanse al ascensor tres, por favor. Que tengan un buen
día.
Capitulo Seis
– Bueno, ¿cómo quiere que lo hagamos?
-Feeney apretó los labios y estudió la pequeña cámara que había en una esquina
del ascensor mientras subían-. ¿Los típicos poli bueno y poli malo?
– Es curioso lo bien que funciona.
– Un civil es un blanco fácil.
– Empecemos con «lamento molestarle,
agradezco mucho su cooperación». Si nos olemos que está fingien?do, podemos
cambiar de táctica.
– Yo quiero hacer de poli malo.
– Lo hace fatal de poli malo, Feeney.
Acéptelo.
Él la miró apesadumbrado.
– Soy su superior, Dallas.
– Yo llevo este caso, y hago mejor de
poli malo.
– Siempre me toca hacer de poli bueno
-murmuró él mientras entraban a un bien iluminado vestíbulo con más mármol y
más dorados.
Justin Young abrió la puerta en el momento
justo. Al verle Eve pensó que se había vestido para el papel de testigo
acomodado pero cooperador: pantalón de lino color ante, informal y caro, y una
holgada camisa de seda del mismo color. Calzaba sandalias de última moda con
suela gruesa e intrincados adornos en elem?peine.
– Teniente Dallas, capitán Feeney. -Su
rostro bella?mente esculpido mostraba arrugas, ojos sobrios y un dramático
contraste con la melena ondulada del mismo color que los adornos del vestíbulo.
Ofreció una mano engalanada con un gran anillo tachonado de ónices-. Pa?sen,
por favor.
– Gracias por acceder a recibirnos tan
pronto, señor Young. -Tal vez se estuviera volviendo poco entusiasta, pero un
repaso inicial a la habitación hizo pensar a Eve: recargado y supercaro.
– Ha sido una tragedia, un verdadero
horror. -Les señaló con un gesto un enorme sofá atiborrado de coji?nes de colores
llamativos y telas lustrosas. Al fondo de la sala, alguien había programado un
atardecer tropical en la pantalla de meditación-. Es casi imposible aceptar que
haya muerto, menos aún que muriera de forma tan re?pentina y violenta.
– Sentimos mucho molestarlo -empezó
Feeney, ini?ciando su papel de poli bueno mientras intentaba no quedarse
boquiabierto ante el despliegue de lujo-. Para usted ha de ser un momento muy
difícil.
– Lo es. Pandora y yo éramos amigos.
¿Puedo ofre?cerles algo? -Tomó asiento, elegante y delgado, en una butaca de
orejas que podría haber engullido a un niño.
– No, gracias. -Eve trató de acomodarse
entre la montaña de cojines.
– Yo tomaré algo, si no les importa.
Tengo los ner?vios de punta desde que supe la noticia. -Inclinándose, Young
pulsó un botón de la mesa-. Café, por favor. Para uno. -Echándose hacia atrás,
sonrió levemente-. Que?rrán saber dónde estaba cuando murió Pandora. He
re?presentado un par de policías en mi carrera. Hice de poli, de sospechoso y
hasta de víctima cuando empezaba como actor. Mi imagen siempre me ha hecho
parecer inocente.
Levantó la vista mientras un sirviente
androide, ves?tido, según notó Eve horrorizada, con el clásico unifor?me de la
criada francesa, entraba con una taza y un plati?llo sobre una bandeja de
cristal. Justin cogió la taza y se la llevó a los labios.
– Los media no han publicado a qué hora
murió exactamente Pandora, pero creo que puedo darles una relación de mis
movimientos durante esa noche. Estuve con ella en una pequeña fiesta celebrada
en su casa hasta las doce aproximadamente. Jerry y yo (Jerry Fitzgerald)
partimos juntos y fuimos atomar una copa al club pri?vado Ennui. Está muy de
moda, y a los dos nos va muy bien dejarnos ver allí. Imagino que sería la una
cuando salimos. Hablamos de hacer una ronda, pero confieso que habíamos bebido
bastante y que estábamos cansa?dos de hacer relaciones públicas. Vinimos aquí y
estuvi?mos juntos hasta las diez de la mañana. Jerry tenía una cita. No fue
hasta después de irse ella, mientras yo toma?ba mi primer café, que puse las
noticias y me enteré de lo ocurrido.
– Eso cubre toda la noche, desde luego
-dijo Eve. Justin lo había recitado todo, pensó ella, como si lo hu?biera
ensayado muy bien-. Tendremos que hablar con la señorita Fitzgerald para
verificarlo.
– Desde luego. ¿Quieren hacerlo ahora?
Está en la sala de relajación. La muerte de Pandora la ha dejado un poco
transpuesta.
– Déjela que se relaje un poco más
-sugirió Eve-. Dice que usted y Pandora eran amigos. ¿Amantes tam?bién?
– De vez en cuando, nada serio.
Frecuentábamos los mismos círculos. Y para serle brutalmente franco dadas las
circunstancias, Pandora prefería los hombres fáciles de dominar e intimidar.
-Mostró una sonrisa deslum?brante para mostrar que no era de esa clase de
hombres-. Prefería tener líos con gente esforzada antes que con quienes ya
habían alcanzado el éxito. Raramente gusta?ba de compartir el estréllate.
Feeney aprovechó la ocasión:
– ¿A quién estaba ligada emocionalmente
cuando murió?
– Había varios hombres, creo. Alguien
que si no me equivoco había conocido en Starlight Station, un empre?sario,
decía ella con sarcasmo; el diseñador de moda que según Jerry es brillante:
Michelangelo, Puccini o Leo?nardo. Y Paul Redford, el videoproductor que estuvo
con nosotros esa noche.
Tomó un sorbito de café y parpadeó.
– Leonardo. Ése era el nombre. Hubo una especie de escaramuza.
Mientras estábamos en casa de Pandora se presentó una mujer. Se pegaron por él,
una pelea de ga?tos, como en los viejos tiempos. Habría sido divertido de no
ser porque resultó muy embarazoso para todos los implicados.
Extendió sus dedos elegantes y pareció un
tanto di?vertido a pesar de lo que había dicho. Buen trabajo, pen?só Eve. Mucho
ensayo, mucho ritmo: un perfecto profe?sional.
– Paul y yo tuvimos que separarlas.
– ¿Dice que esa mujer fue a casa de
Pandora y la agredió físicamente? -preguntó Eve con tono neutral.
– Oh no, para nada. La pobre estaba
destrozada. Pandora la insultó a placer y luego la golpeó. -Justin lo ilustró
cerrando el puño y hendiendo el aire-. Le dio fuerte de verdad. La otra era
menuda, pero aguerrida. Se puso en pie enseguida y embistió. Después empezaron
cuerpo a cuerpo, tirándose del pelo y arañándose. La mujer sangraba un poco
cuando se fue. Pandora tenía unas uñas mortales.
– ¿Pandora arañó a la otra en la cara?
– No. Pero estoy seguro de que se llevó
un buen pro?yecto de cardenal. Creo que en el cuello. Cuatro feos arañazos en
un lado del cuello gracias a Pandora. Me temo que no recuerdo cómo se llamaba
la chica. Pando?ra sólo la llamó zorra y cosas parecidas. Trataba de no llorar
cuando se fue deallí, y le dijo con dramatismo a Pandora que lamentaría lo que
había hecho. Luego creo que echó a perder su mutis sorbiendo por la nariz y
di?ciendo que el amor todo lo puede.
Muy propio de Mavis, se dijo Eve.
– Y una vez ella se hubo ido, ¿cómo
reaccionó Pan?dora?
– Estaba furiosa, excitadísma. Por eso
Jerry y yo nos fuimos temprano.
– ¿Y Paul Redford?
– Él se quedó; no sé cuánto rato. -Con
un suspiro para indicar que lo sentía, Justin apartó su taza-. Resulta feo
decir cosas negativas de Pandora ahora que no puede defenderse, pero ella era
muy dura, incluso hiriente. El que la hacía enfadar lo pagaba caro.
– ¿Le pasó a usted alguna vez, señor
Young?
– Ya me ocupaba yo de que no. -Su sonrisa
fue cauti?vadora-. Me encanta mi carrera y me encanta mi físico, teniente.
Pandora no era un peligro para lo primero, pero yo había llegado a presenciar
lo que podía hacerle a uno en la cara cuando se enfadaba. Créame, no se hacía
la manicura como hojas de cuchillo por un capricho de la moda.
– Tenía enemigos…
– A montones, pero la mayoría estaba
aterrorizada. No se me ocurre quién pudo ser capaz de devolverle fi?nalmente el
golpe. Y por lo que he oído en las noticias, no creo que ni siquiera Pandora
mereciese una muerte tan brutal.
– Apreciamos su franqueza, señor Young.
Si le pare?ce bien, nos gustaría hablar ahora con la señorita Fitzgerald. A
solas.
Justin levantó una pulcra y elegante ceja.
– Por supuesto. Para cotejar historias.
Eve sonrió.
– Han tenido tiempo de sobra para eso.
Pero nos gustaría hablar con ella a solas.
Tuvo el placer de ver cómo su fachada
temblaba un poco ante la insistencia. Con todo, él se levantó para ir hacia un
pasillo.
– ¿Qué opina? -preguntó Feeney en voz
baja.
– Que ha sido una actuación
deslumbrante.
– Creo que estamos en la onda. De todos
modos, si él y Fitzgerald estuvieron revolcándose toda la noche, eso descarta a
Young.
– Su coartada es mutua, los descarta a
ambos por igual. Conseguiremos los discos de seguridad en la ad?ministración
del edificio y comprobaremos a qué hora llegó cada cual. Sabremos si volvieron
a salir.
– Yo no me fío de eso desde lo que pasó
en el caso DeBlass.
– Si hicieron trampa con los discos, lo
notaremos. -Levantó la vista al oír cómo Feeney se sorbía los dien?tes. Su cara
de pocos amigos se había animado un poco. Tenía los ojos vidriosos. Al ver
aparecer a Jerry Fitzge?rald, Eve se preguntó por qué Feeney no tenía la lengua
colgando como un perro.
Pues
sí que estaba bien hecha, pensó Eve. Sus luju?riosos pechos aparecían apenas
cubiertos de seda color marfil que se abría en escote hasta el ombligo y luego
se detenía brevemente unos milímetros por debajo del nivel del pubis. Una larga
y torneada pierna estaba adornada junto a la rodilla con una rosa roja en plena
floración.
Jerry Fitzgerald era un capullo en flor, sin
duda al?guna.
Luego estaba la cara, suave y soñolienta
como si aca?bara de hacer el amor. Su pelo color de ébano era lacio y curvado a
la perfección, enmarcando una barbilla re?donda y femenina. Su boca era
generosa, húmeda y roja, sus ojos de un azul deslumbrante y bordeados de finas
pestañas con puntas doradas.
Mientras ella se posaba en una silla cual
pagana diosa del sexo, Eve palmeó la pierna de Feeney a modo de apoyo moral… y
de contención.
– Señorita Fitzgerald -dijo Eve.
– Sí -contestó ella con voz de humo
sacramental. Aquellos ojos apenas parpadearon al mirar a Eve antes de aplicarse
como lapas al rostro poco atractivo y atur?dido de Feeney-. Es horrible,
capitán. He probado en el tanque de aislamiento, en el elevador de ánimo, he
pro?gramado incluso el holograma con paseos campestres, pues eso siempre me
relaja. Pero nada consigue sacarme a Pandora de la cabeza.
Se
llevó ambas manos a su cara de incredulidad:
– Debo de parecer una bruja.
– Está usted muy guapa -balbució
Feeney-. Des?pampanante. Yo…
– Eche el freno -murmuró Eve dando un
codazo a Feeney-. Nos hacemos cargo de su situación, señorita Fitzgerald.
Pandora era amiga suya.
Jerry abrió la boca, la cerró y sonrió
astutamente.
– Podría decirle que sí, pero usted
descubriría ense?guida que no nos llevábamos muy bien. Nos tolerába?mos
mutuamente por estar en el mismo negocio, pero a decir verdad no nos
soportábamos.
– Ella la invitó a su casa.
– Sólo porque quería tener a Justin
allí, y ahora él y yo estamos muy unidos. Pandora y yo nos hablábamos, eso sí,
incluso habíamos hecho algunas cosas juntas.
Se puso en pie, bien para lucir el cuerpo,
bien porque prefería servirse ella. De un armario esquinero sacó una botella en
forma de cisne y escanció parte de su conteni?do azul zafiro en un vaso.
– Primero déjeme decirle que estoy
sinceramente preocupada por el modo en que murió. Es terrible pensar que
alguien pueda odiarte tanto. Soy de la misma profesión y estoy igualmente
expuesta a la mirada del público. Soy una especie de imagen, igual que Pandora.
Si le ocurrió a ella… -Se interrumpió y bebió un sorbo-. Podría ocurrirme a mí.
Es una de las razones de que esté en casa de Justin hasta que todo se haya
resuelto.
– Repasemos sus movimientos en la noche
del crimen.
Jerry agrandó los ojos.
– ¿Estoy en la lista de sospechosos?
Eso suena hala?gador. -Regresó a la butaca, vaso en mano. Después de sentarse,
cruzó sus exquisitas piernas de un modo que hizo vibrar a Feeney-. Jamás tuve
arrestos suficientes para otra cosa que lanzarle algunas pullas. La mitad del
tiempo, Pandora ni se daba cuenta de que la estaba ata?cando. No era precisamente
un gigante de la inteligen?cia, y no sabía de sutilezas.
Cerró los ojos y contó básicamente la misma
histo?ria que Justin, aunque ella, al parecer, afinaba más en lo respectivo al
altercado de Pandora con Mavis.
– Debo admitir que la estuve animando.
A la menu?da, no a Pandora. Esa chica tenía estilo -dijo Jerry-. Era misteriosa
y memorable, algo así como un cruce de hospiciana y amazona. Trató de
inmovilizarla, pero Pando?ra hubiera fregado el suelo con ella de no ser porque
Paul y Justin lo evitaron. Pandora era realmente fuerte. Siempre estaba en el
club de salud trabajando la muscu?latura. Una vez la vi lanzar literalmente por
los aires a un asesor de modas porque había puesto mal las etiquetas en los
accesorios de Pandora antes de un desfile.
Abrió un cajón de la mesa metálica que tenía
al lado y buscó una caja esmaltada. Sacó un cigarrillo rojo y lus?troso, lo
encendió y exhaló un humo perfumado.
– En fin, la mujer intentó una vez más
razonar con Pandora, hizo no sé qué trato con ella acerca de Leonar?do. Es un
modisto. Yo creo que la hospiciana y Leonardo eran pareja y que Pandora no
estaba dispuesta a per?mitirlo. Leonardo está preparando un show. -Volvió a
sonreír con aquella sonrisa de gata-. Desaparecida Pan?dora, tendré que ser yo
quien le dé respaldo.
– ¿No estaba usted involucrada en ese
desfile de modas?
– Pandora era cabeza de cartel. Ya he
dicho que ella y yo habíamos hecho algunas cosas juntas. Un par de ví?deos. Su
problema era que aun teniendo tipo, incluso presencia, a la hora de hacer el
papel de otra o intentar dar bien en pantalla, era como un palo. Ni más ni
menos. Un horror. Pero yo no. -Hizo una pausa para exhalar un nuevo chorro de
humo-. Yo soy muy buena y me es?toy concentrando en mi trabajo de actriz. De
todos mo?dos, meterme en ese show, con ese diseñador, será un buen empujón para
mí en lo concerniente a los media. Sé que suena cruel. Lo siento. -Se encogió
de hombros-. La vida es así.
– La muerte de Pandora le llega a usted
en un mo?mento oportuno.
– Cuando veo una ocasión, la aprovecho.
Yo no mato por una cosa así. Eso cuadraba más con Pandora.
Se inclinó hacia adelante, y su escote se
abrió des?preocupadamente.
– Mire, vamos a hablar claro. Soy
inocente. Estuve con Justin toda la noche, no vi a Pandora pasadas las doce.
Puedo ser franca y decir que no la soportaba, que ella era mi rival de
profesión, y que yo sabía que le ha?bría gustado apartar a Justin de mí por
puro despecho. Y tal vez lo habría conseguido. Tampoco mato por ningún hombre.
-Dedicó a Feeney una mirada untuosa-. Hay muchos hombres interesantes por ahí.
Y el hecho es que no habrían cabido en su apartamento todas las personas que la
detestaban. Yo sólo soy una más.
– ¿Cuál era su estado de ánimo la noche
en que murió?
– Estaba cabreada y colocada. -Con un
rápido cam?bio de humor, Jerry echó la cabeza atrás y rió con ga?nas-. Yo no sé
qué se habría metido, pero está claro que sus pupilas la delataban. Tenía
puesta la directa.
– Señorita Fitzgerald -empezó Feeney en
tono pau?sado y como de disculpa-, ¿diría usted que Pandora ha?bía ingerido una
sustancia ilegal?
Ella dudó, luego movió sus hombros de
alabastro.
– Nada que sea legal le hace sentir a
una tan bien. O tan mal. Y ella se sentía bien y mal. Fuera lo que fuese, lo
estaba combinando con litros de champán.
– ¿Les ofrecieron a usted y a los demás
invitados sus?tancias ilegales? -preguntó Eve.
– Ella no me invitó a compartir nada.
Pero sabía que yo no consumo drogas. Mi cuerpo es un templo. -Sonrió al ver que
Eve miraba su vaso-. Proteínas, te?niente. Pura proteína. ¿Y esto? -Blandió su
delgado ci?garrillo-. Vegetariano, con algo de sedante perfecta?mente legal,
para mis nervios. He visto caer a mucha gente poderosa por culpa de un viaje
corto y rápido. A mí me van los trayectos largos. Me permito tres ci?garrillos
de hierbas al día y alguna copa de vino de vez en cuando. Nada de estimulantes
químicos ni píldoras de la felicidad. Por el contrario… -Apartó su vaso-.
Pandora ingería cualquier cosa. Era capaz de tragar de todo.
– ¿Sabe usted el nombre de su
proveedor?
– Nunca se lo pregunté. No me
interesaba en absolu?to. Pero yo diría que esto era algo nuevo. Jamás la había
visto tan lanzada, y aunque me duele decirlo, se la veía mejor, más joven. El
tono de piel, la textura. Tenía, cómo decirlo, un brillo especial. Si no
supiera de qué va, habría dicho que se había sometido a un tratamiento
completo, pero las dos vamos a Paradise. Sé que ese día no estuvo en el salón,
porque yo sí estuve. Además, se lo pregunté, y ella me sonrió y dijo que había
descubierto un nuevo secreto de belleza y que pensaba sacar mucho dinero con
ello.
– Muy interesante -comentó Feeney
cuando montó de nuevo en el coche de Eve-. Hemos hablado con dos de las tres
personas que trataron a la víctima en sus últi?mas horas. Ninguna podía
tragarla.
– Pudieron hacerlo juntos -musitó Eve-.
Fitzgerald conocía a Leonardo, quería trabajar con él. Nada más fácil que
buscarse una coartada mutua.
Él se palpó el bolsillo en donde había
guardado los discos de seguridad del edificio.
– Examinaremos esto a ver qué
descubrimos. Sigo pensando que nos falta un móvil. El que se cargó a Pandora no
sólo quería matarla, quería borrarla*. Nos enfrentamos a un tipo especial de
furia. Y no parece que ninguno de esos dos fuera a tomarse tantas moles?tias.
– En un momento dado, cualquiera podría
hacerlo. Quiero pasarme por ZigZag y ver si empezamos a concre?tar los
movimientos de Mavis. Y necesitamos contactar con ese productor, fijar una
entrevista. ¿Por qué no pone a tra?bajar a uno de sus zánganos en las compañías
de taxis? No veo a nuestra heroína tomando el metro o un autobús hasta el
apartamento de Leonardo.
– Descuide. -Feeney sacó su
comunicador-. Si utili?zó algún tipo de servicio privado de transporte, lo
averi?guaremos en un par de horas.
– Perfecto. Y veamos si hizo el
trayecto sola o si iba acompañada.
El ZigZag tenía poca clientela a mediodía.
Vivía de la noche. El público diurno consistía en turistas o en pro?fesionales
urbanos a quienes no importaba mucho si la decoración era cursi y el servicio
huraño. El club parecía un parque de atracciones que resplandecía de noche pero
mostraba su edad y sus defectos a la dura luz del día. Con todo, conservaba esa
mística latente que atraía a multitud de noctámbulos.
El ronroneo musical de fondo alcanzaría un
volu?men ensordecedor tras la puesta de sol. La estructura de dos niveles
estaba dominada por cinco barras y dos pis?tas de baile giratorias que empezaban
a moverse a las nueve de la noche. Ahora estaban quietas, y los suelos
mostraban los arañazos de los pies danzarines.
La oferta de comida consistía en emparedados
y en?saladas, bautizados todos con nombres de rockeros muertos. El especial del
día era de mantequilla de ca?cahuete y plátano con aderezo de cebolla y
jalapeños. El combinado Elvis amp; Joplin.
Eve y Feeney se acodaron en la primera
barra, pidie?ron café solo y estudiaron a la camarera. En contra de lo
habitual, no era androide sino humana. De hecho, Eve no había visto ningún
androide en el club.
– ¿Trabaja alguna vez en el turno de
noche? -le pre?guntó Eve.
– No. Sólo de día. -La camarera dejó el
café sobre la barra. Era del tipo alegre, cuadraba más con una presen?tadora de
una cadena de alimentos de régimen que sir?viendo bebidas en un club nocturno.
– ¿Quién hay de diez a tres que se fije
en la gente?
– Aquí nadie se fija en la gente, si
puede evitarlo.
Eve sacó su placa y la dejó sobre la barra:
– ¿Cree que esto le refrescaría la
memoria a alguien?
– No lo sé. -Se encogió de hombros,
despreocupa?da-. Mire, éste es un local limpio. Tengo un crío en casa, razón
por la cual trabajo de día y fui muy quisquillosa a la hora de buscarme un
empleo. Hice muchas averigua?ciones antes de decidirme por este sitio. Dennis
dirige un club tranquilo, y es por eso que los camareros tienen pulso y no chips.
A veces la cosa se desmanda, pero él sabe cómo controlar la situación.
– ¿Quién es ese Dennis y dónde puedo
encontrarle?
– Su despacho está arriba a la derecha
subiendo las es?caleras, detrás de la primera barra. Él es el dueño de esto.
– Oiga, Dallas. ¿Y si aprovechamos para
comer algo? -se quejó Feeney echando a andar detrás de ella-. El Mick Jagger
parecía bastante prometedor.
– No sea pesado.
La barra del segundo nivel no estaba
abierta, pero al?guien había avisado a Dennis. Un panel de espejo se des?corrió
y apareció él, delgado y de rasgos parejos con pe?rilla pelirroja y el pelo
negrísimo cortado a lo monje.
– Bienvenidos a ZigZag, agentes. -Su
voz era queda como un susurro-. ¿Hay algún problema?
– Necesitamos su ayuda y su
cooperación, señor…
– Dennis, a secas. Demasiados nombres
es un engo?rro. -Les hizo pasar. El ambiente de parque de atraccio?nes
terminaba en el umbral. La oficina era espartana, ae?rodinámica y silenciosa
como una iglesia-. Mi santuario -dijo, consciente del contraste-. No se pueden
disfrutar ni apreciar los placeres del ruido y la humanidad dan?zante a menos
que uno experimente lo contrario. Siéntense, por favor.
Eve probó una silla de aspecto severo y
respaldo recto mientras Feeney se acomodaba en otra.
– Estamos tratando de verificar los
movimientos de una de sus clientes.
– ¿Motivo?
– Razones oficiales.
– Ya. -Dennis estaba detrás de una
plancha de plásti?co brillante que le servía de escritorio-. ¿Día y hora?
– Anoche, entre las once y la una.
– Abrir pantalla. -Una sección de la
pared dejó ver un monitor-. Reproducir escáner de seguridad, empezar a las once
de la noche.
El monitor, y la habitación, explotaron de
sonido, color y movimiento. Por un momento, Eve quedó des?lumbrada. Era una
vista general del club en su momento álgido. Una vista bastante señorial, pensó
Eve, como si el espectador planeara tranquilamente sobre las cabezas de la
clientela.
Le iba a Dennis como anillo al dedo.
El dueño sonrió, evaluando la reacción de
ella.
– Borrar audio. -Se hizo el silencio.
Ahora los movimientos parecían de otro
mundo. La gente bailaba sobre las pistas giratorias con la cara ilumi?nada por
los focos, que captaban expresiones intensas, alegres, feroces. En una esquina
discutía una pareja, y a juzgar por el juego de sus cuerpos, estaba claro que
la cosa iba en aumento. En otra esquina se producía un ri?tual de
emparejamiento con miradas conmovedoras y toquetees íntimos.
Entonces divisó a Mavis. Sola.
– ¿Puede ampliar? -Eve se puso en pie y
clavó un dedo en el centro de la imagen.
– Por supuesto.
Ella vio cómo Mavis se hacía más grande y se
apro?ximaba. Según la hora que mostraba el monitor, eran las once y cuarenta y
cinco. Mavis tenía ya un ojo morado. Y al volver la cabeza para sacarse de
encima a un preten?diente, pudieron verse los arañazos en el cuello. Pero no en
la cara, advirtió Eve con aprensión. El vestido azul oscuro que llevaba tenía
un pequeño rasgón en el hom?bro, pero nada más.
Vio
cómo Mavis ahuyentaba a otro par de hombres y luego a una mujer. Apurando su
copa, dejó el vaso junto a otros dos ya vacíos sobre la mesa. Se tambaleó un
poco al levantarse, recuperó el equilibrio y con la exagerada dignidad de quien
lo está pasando realmente mal, se abrió paso a codazos entre la multitud.
Eran las doce y dieciocho minutos.
– ¿Es eso lo que estaba buscando?
– Más o menos.
– Desconectar vídeo. -Dennis sonrió-.
La mujer en cuestión viene de vez en cuando. Normalmente es más sociable, le
gusta bailar. A veces, incluso canta. Yo creo que tiene un talento especial.
¿Necesita su nombre?
– Sé quién es.
– Bien. -Se puso en pie-. Espero que la
señorita Freestone no esté metida en un lío. Se la veía triste.
– Puedo conseguir una orden para hacer
una copia de este disco, o usted puede entregármelo sin más.
Dennis levantó una ceja pelirroja:
– Será un placer hacerle una copia.
Ordenador, co?piar disco y etiqueta. ¿Alguna cosa más?
– De momento, no. -Eve cogió el disco y
se lo guar?dó en su bolso-. Gracias por su cooperación.
– La cooperación es la salsa de la vida
-dijo Dennis mientras el panel se cerraba a sus espaldas.
– Un tipo raro -decidió Feeney.
– Y eficiente. Sabe una cosa, Mavis
pudo haberse me?tido en una bronca yendo de bar en bar. Pudo haberse arañado la
cara o salido con el vestido roto.
– Sí. -Resuelto a comer, se detuvo ante
una mesa y pidió un Jagger-. Debería introducir algo en su organis?mo, Dallas,
aparte de problemas y trabajo.
– Estoy bien. No sé mucho de clubes
nocturnos, pero si ella tenía pensado ver a Leonardo, tuvo que ir ha?cia el sur
y el este al salir de aquí. Veamos cuál pudo ser su siguiente parada.
– Bueno. Espere un momento.
-Finalmente, su pedi?do salió por la ranura de servicio. Feeney separó el
en?voltorio transparente y dio el primer mordisco cuando ya montaban al coche-.
Está muy rico. Siempre me gus?tó Mick Jagger.
Eve estaba solicitando un mapa cuando sonó
el enla?ce de su vehículo, indicando una transmisión exterior.
– El informe del laboratorio -dijo
ella, concentrán?dose en la pantalla-. Oh, maldición.
– Dallas, esto se complica. -Sin más
apetito, él se me?tió el emparedado en el bolsillo. Ambos guardaron si?lencio.
El informe era muy claro. De Mavis y solo de
Mavis era la piel que había bajo las uñas de la víctima. De Mavis y sólo de
ella las huellas en el arma homicida. Y su san?gre, y la de nadie más, la que
estaba mezclada con la de Pandora en la escena del crimen.
El enlace pitó otra vez, y ahora apareció un
rostro en el monitor: «Fiscal Jonathan Heartley a teniente Da?llas».
– Enterado.
– Hemos dictado orden de arresto contra
Freestone, Mavis, acusada de homicidio en segundo grado. Man?tenga la
transmisión, por favor.
– No han perdido el tiempo -gruñó
Feeney.
Capitulo Siete
Quería hacerlo sola. Tenía que hacerlo sola.
Podía contar con que Feeney averiguaría cualquier detalle que pudiese atenuar
los cargos contra Mavis. Pero el trabajo tenía que hacerse, y ella quería
hacerlo sola.
Con todo, se alegró cuando Roarke abrió la
puerta.
– Lo noto en tu cara. -Se la cogió
entre las manos-. Lo siento, Eve.
– Tengo una orden. He de llevármela
para que la fi?chen. No puedo hacer nada más.
– Lo sé. Ven. -La estrechó entre sus
brazos mientras ella hundía la cara en su hombro-. Encontraremos la clave que
demuestre su inocencia.
– Nada de lo que he averiguado, nada,
me sirve de ayuda. Todo empeora las cosas. Las pruebas están ahí. El móvil
también, la oportunidad. -Se apartó de Roar?ke-. Si no la conociera, dudaría de
ella.
– Pero la conoces.
– Se asustará mucho. -Eve miró
escaleras arriba, donde Mavis debía estar esperando-. La oficina del fis?cal me
ha dicho que ellos no se opondrán a una fian?za, pero aun así Mavis va a
necesitar… Roarke, detesto pedírtelo…
– No tienes por qué. Ya me he puesto en
contacto con el mejor abogado criminalista de todo el país.
– No podré devolverte ese favor.
– No te preocupes…
– No me refiero al dinero, Roarke. -Ella
se estreme?ció y le cogió las manos-. Tú no la conoces, pero crees en ella
porque yo creo. Eso es lo que no puedo devolver?te. He de ir con ella.
– Quieres hacerlo tú sola. -Él lo
comprendía, y ya se había convencido de que era mejor no discutir-. Avisaré a
sus abogados. ¿De qué se la acusa?
– Homicidio en segundo grado. Tendré
que enfren?tarme a los media. Se sabrá que Mavis y yo tenemos una amistad. -Se
mesó el cabello-. Eso podría salpicar?te a ti.
– ¿Crees que me preocupa?
Ella sonrió.
– Imagino que no. Puede que me retrase un poco. La traeré de vuelta
lo antes que pueda.. -Eve -murmuró él al pie de la escalera-, ella también cree
en ti. Y tiene buenos motivos.
– Espero que estés en lo cierto.
-Siguió escaleras arriba y recorrió despacio el pasillo hasta el cuarto de
Mavis.
Llamó a la puerta.
– Entra, Summerset. Te he dicho que
bajaría yo por el pastel. Oh. -Sorprendida, Mavis levantó la vista del
ordenador donde había estado intentando escribir una nueva canción. Para
animarse un poco se había puesto una malla integral de color zafiro y se había
teñido el pelo a juego-. Pensaba que era Summerset.
– Y el pastel.
– Sí, me llamó por el interfono para
decir que el coci?nero había preparado un pastel de chocolate triple. Summerset
sabe que tengo esta debilidad. Ya sé que no os lleváis muy bien, pero conmigo
es un ángel.
– Eso es porque siempre te imagina
desnuda.
– Lo que sea. -Mavis empezó a teclear
nerviosamente en la consola con sus uñas tricolor-. Además se porta muy bien.
Creo que si pensara que le echo el ojo a Roarke sería diferente. Le tiene
auténtica devoción. Se diría que lo considera más que un jefe, como si fuera su
único hijo o algoasí. Es por eso que te da problemas, y el he?cho de que tú
seas policía no ayuda mucho. Yo creo que Summerset tiene un bloqueo con la
poli.
Mavis calló, temblando visiblemente.
– Lo siento, Dallas, estoy hablando
demasiado. Ten?go mucho miedo. Has encontrado a Leonardo, ¿verdad? Algo va mal,
muy mal. Está herido, ¿es eso? ¿Está muer?to?
– No, no le ha pasado nada. -Cruzó la
habitación y fue a sentarse a los pies de la cama-. Vino a la Central esta
mañana. Tenía un corte en el brazo, nada más. Tú y él tuvisteis casi la misma
idea ayer noche. Se emborra?chó como una cuba y fue a tu apartamento, y acabó
cor?tándose en elbrazo con una botella vacía. Luego se des?plomó.
– ¿Borracho, dices? -Mavis se agarró a
eso-. Si ape?nas bebe. Sabe que no puede. Me contó que si bebe mu?cho hace
cosas que luego no puede recordar. Y dices que fue a mi casa… Oh, qué bueno es.
Y después fue a verte a ti porque no podía encontrarme.
– Vino a verme para confesar el
asesinato de Pan?dora.
Mavis se echó atrás como si Eve la hubiera
golpeado.
– Eso es imposible. Leonardo no haría
daño a nadie. Es incapaz. Él sólo intentaba protegerme.
– En ese momento no sabía que tú
estabas metida. Dice que debió de discutir con Pandora y que pelearon y la
mató.
– Pero eso no es verdad.
– Las pruebas así lo indican. -Eve se
frotó los ojos y los dejó apretados un momento-. El corte que tenía en el brazo
era de un trozo de botella rota. Su sangre no estaba en la escena del crimen,
ni la de Pandora estaba en la ropa que llevaba Leonardo. Todavía no hemos
podido fijar sus movimientos con precisión, pero no tenemos nada contra él.
A Mavis le dio un vuelco en el corazón.
– Así pues tú no le creíste.
– Aún no lo he decidido, pero según las
pruebas es inocente.
– Menos mal. -Mavis se acercó a ella-.
¿Cuándo po?dré verle, Dallas? Leonardo y yo tenemos cosas de que hablar.
– Tendrás que esperar un poco. -Eve se
obligó a mi?rar a Mavis-. He de pedirte un favor, el mayor que nadie te haya
pedido nunca.
– ¿Me va a doler?
– Sí. -Eve vio cómo sus intentos por
sonreír fracasa?ban-. He de pedirte que confíes en que me ocupe de ti. Que
creas que soy tan buena en mi trabajo que nada en absoluto, ni el menor
detalle, me pasará desapercibido. He de pedirte que recuerdes que eres mi mejor
amiga y que te quiero mucho.
Mavis empezó a jadear. Sus ojos se quedaron
secos, ardientes y secos. La saliva se evaporó de su boca.
– Vas a arrestarme, ¿no?
– Han llegado los informes del
laboratorio. -Tomó sus manos-. No han sido ninguna sorpresa, porque yo sabía
que alguien lo había organizado todo. Me espera?ba esto, Mavis. Confiaba en
descubrir algo, lo que fue?se, antes de que eso pasara, pero no he sido capaz.
Feeney también está en ello.Es el mejor, Mavis, te lo aseguro. Y Roarke ya ha
contactado con los mejores abogados del planeta. Ahora es cuestión de seguir el
procedimiento.
– Vas a arrestarme por asesinato.
– En segundo grado. Tampoco es para
tanto. Ya sé que suena horrible, pero la oficina del fiscal no intentará poner
obstáculos a una fianza. Dentro de unas horas es?tarás otra vez aquí comiendo
pastel de chocolate.
Pero Mavis estaba repitiendo en su cabeza
una sola frase. Segundo grado. Segundo grado.
– Tendrás que meterme en una celda.
A Eve le ardían los pulmones, y la sensación
se iba expandiendo hacia el corazón.
– No por mucho tiempo, te lo aseguro.
Feeney está trabajando ahora mismo para que la audiencia prelimi?nar sea
rápida. Él tiene muchos resortes para tocar. Cuando hayamos terminado de
hacerte la ficha, pasarás la audiencia, el juez fijará la fianza y podrás
volver aquí.
Con una alarma de identificación encima para
se?guirte los pasos, pensó Eve. Atrapada en casa para eludir a los media. La
celda sería un lujo, pero siempre sería una celda.
– Haces que todo parezca fácil.
– No lo será -dijo Eve-, pero lo será
más si recuerdas que tienes a un par de polis de primera que te apoyan. No
renuncies a ninguno de tus derechos, ¿vale? A nin?guno. Y en cuanto hayamos
empezado, esperas que lle?guen los abogados. No me digas nada que no tengas que
decir. No digas nada a nadie. ¿Lo has entendido?
– Está bien. -Mavis se puso en pie-.
Acabemos de una vez.
Horas después, terminado todo, Eve volvió a
casa. Las luces estaban bajas. Esperaba que Mavis se hubiera to?mado el
tranquilizante y se hubiera quedado dormida. Eve ya sabía que ella no podría
hacerlo.
Sabía que Feeney le habría hecho el favor de
llevar personalmente a Mavis a casa de Roarke. Ella había esta?do muy ocupada.
La rueda de prensa había sido espe?cialmente nefasta. Como era de esperar, las
preguntas sobre su amistad con Mavis habían insinuado un posible conflicto de
intereses. Le debía mucho al comandante Whitney por su actuación y por su
afirmación de fe ab?soluta en su primer investigador.
Eltête-à-têtecon Nadine Furst había sido un
poco más cómodo. Todo lo que tenías que hacer, pensó lúgu?bremente Eve mientras
subía las escaleras, era salvar la vida de una persona, y ellos se alegraban de
ponerse de tu lado. Podía ser que Nadine hubiera albergado cierto morbo por la
historia, pero estaba claro que se sentía en deuda con Eve. Mavis sería tratada
con justicia por Ca?nal 75.
Luego había hecho algo de lo que no se había
creído capaz: había llamado al psiquiatra de la policía para con?certar una
cita con la doctora Mira. Siempre puedo can?celarla, se recordó mientras se
frotaba los ojos llenos de arenilla. Probablemente lo haré.
– Llega tarde, teniente, y el día ha
sido muy movido.
Eve bajó las manos y vio a Summerset
saliendo de una habitación a su derecha. Como de costumbre, iba vestido
severamente de negro, la cara adusta surcada de arrugas desaprobadoras. Odiar a
Eve parecía algo que Summerset hacía casi con tanta destreza como llevar la
casa.
– No me toques las narices, Summerset.
Él se interpuso en su camino.
– Yo pensaba que, pese a sus muchos
defectos, al me?nos era una investigadora competente. Ahora veo que no es así,
del mismo modo que no es una amiga compe?tente de alguien que depende de usted.
– ¿En serio crees que después de lo que
he tenido que pasar esta noche puedes decirme algo que me afecte?
– Yo no creo que nada le afecte,
teniente. Carece us?ted de lealtad y eso es grave. Es usted menos que nada.
– Tal vez puedas sugerirme cómo debería
llevar este caso. Quizá tendría que decirle a Roarke que encienda uno de sus
JetStars y saque a Mavis del planeta para esconderla en algún punto del
universo. Para que pueda seguir en fuga el resto de su vida.
– Al menos es posible que no se
durmiese llorando desconsolada.
La flecha dio justo en el corazón, adonde
iba dirigi?da. El dolor se sumó a la fatiga.
– Aparta, hijoputa, y no te cruces en
mi camino. -Eve pasó por su lado reprimiendo las ganas de correr.
Al entrar en el dormitorio principal, Roarke
estaba poniendo la rueda de prensa en pantalla.
– Lo hiciste muy bien -dijo él,
levantándose-. La presión era muy grande.
– Sí, soy una gran profesional. -Entró
en el baño y se miró en el espejo: una mujer de semblante pálido, ojos oscuros
y sombríos, boca de gesto hosco. Y más allá vio impotencia.
– Haces todo lo que puedes -dijo Roarke
detrás de ella.
– Le conseguiste buenos abogados.
-Ordenó agua fría, se inclinó y se refrescó la cara-. Me pusieron más de una
zancadilla en el interrogatorio. Fui dura con ellos. Tenía que serlo. La
próxima vez que tenga que interro?gar a un amigo, me aseguraré de contratarlos.
Roarke vio cómo ocultaba la cara en la
toalla.
– ¿Cuánto hace que no comes?
Ella se limitó a menear la cabeza. La
cuestión carecía de importancia.
– Los periodistas querían sangre.
Alguien como yo es una presa suculenta. He tenido un par de casos sona?dos, he
salido victoriosa. A algunos les encantaría… Piensa en el índice de audiencia.
– Mavis no te culpa de nada.
– Yo sí -explotó ella, arrojando a un
lado la toalla-. Yo sí me culpo, maldita sea. Le dije que confiara en mí, le
dije que yo me ocuparía de todo. ¿Y qué he hecho, Roarke? La he arrestado, la
he hecho fichar. Huellas, fotografías, identificación de voz, todo está
archivado. Le hago pasar dos horas de interrogatorio. La encierro en una celda
hasta que los abogados que tú contrataste la sacan bajo fianza pagada por ti.
Me odio.
Eve no pudo más y rompió a llorar.
– Ya es hora de que des rienda suelta a
tus sentimien?tos. -Roarke la cogió en brazos y la llevó a la cama-. Te
sentirás mejor. -Siguió acunándola, acariciándole el pelo.
Siempre que lloraba, pensó él, era como una
tor?menta, un tumulto apasionado. Raramente eran unas cuantas lágrimas
silenciosas. Para Eve raramente había nada cómodo.
– Esto no mejora -atinó a decir ella.
– Claro que sí. Purgarás una parte de
esa culpa que equivocadamente te atribuyes y una parte del dolor al que tienes
perfecto derecho. Mañana lo verás todo más claro.
Ella respiraba entrecortadamente. Tenía una
espan?tosa jaqueca.
– Esta noche he de trabajar, quiero
repasar algunos nombres y lugares.
No, pensó él con serenidad. No lo harás.
– Descansa un poco. Come algo. -Antes
de que ella pudiera protestar, él ya estaba camino del AutoChef-. Hasta tu
admirable organismo necesita combustible. Además, he de contarte una historia.
– No puedo perder tiempo.
– Nadie dice que lo vayas a perder.
Quince minutos, se dijo ella mientras el
aroma de algo sabroso llegaba hasta su nariz.
– La comida rápida y la historia corta,
¿de acuerdo? -Se frotó los ojos sin saber si era vergüenza o alivio lo que
sentía tras haber destapado el frasco de las lágri?mas-. Perdona que haya
lloriqueado.
– Siempre me tendrás a punto para oírte
lloriquear.
– Se le acercó con una tortilla
humeante y una taza. Se sentó y le miró los ojos hinchados, exhaustos-. Te
ado?ro, Eve.
Ella se sonrojó. Parecía que Roarke era el
único que podía hacerla ruborizar.
– Tratas de distraerme. -Cogió el plato
y el tenedor-. Con esto siempre lo consigues, y ya no me acuerdo de lo que iba
a decir. -Probó los huevos-. Algo así como que eres lo mejor que me ha sucedido
en la vida.
– Con eso basta.
Eve levantó la taza, empezó a sorber y
frunció el en?trecejo:
– Esto no es café.
– Es té, para variar. Relajante. Creo
que estás sobre?cargada de cafeína.
– Puede. -Como los huevos estaban de
fábula y ella no tenía fuerzas para discutir, tomó un sorbo de té-. No está
mal. Bueno, ¿cuál era la historia?
– Te habrás preguntado por qué sigo
teniendo a Summerset pese a que es… menos que solícito contigo.
– Querrás decir pese a que me odia con
toda su alma -bufó ella-. Es cosa tuya.
– Nuestra -corrigió él.
– Como quieras, pero no quiero hablar
de él ahora.
– Se trata más bien de mí y de un
incidente que se podría pensar está relacionado con lo que sientes ahora. -La
dejó beber otra vez, calculando que tenía tiempo para contarle la historia-.
Cuando yo era muy joven y aún vivía en Dublín, me lié con un hombre y su hija.
La muchacha era, qué sé yo, un ángel. Tenía la sonrisa más dulce del
firmamento. Practicaban estafas y timos, lo hacían muy bien. Cosas de poca
monta, en general, para ir tirando más o menos bien. En esa época, yo es?taba
haciendo algo parecido pero me gustaba la varie?dad, y disfrutaba haciendo de ratero
u organizando chanchullos. Mi padre vivía aún cuando conocí a Summerset (que
entonces no usaba ese nombre) y a su hija Marlene.
– Conque era un estafador -dijo ella
entre mordis?cos-. Ya decía yo que le veía algo sospechoso.
– Era bastante brillante. Aprendí
muchas cosas de él, y quisiera pensar que él de mí. En cualquier caso, des?pués
de recibir yo una paliza delirante por parte de mi querido padre, Summerset me
encontró casualmente sin sentido en un callejón. Me acogió y cuidó de mí. No
ha?bía dinero para un doctor, y yo no tenía tarjeta médica. Lo que sí tenía era
varias costillas rotas, una conmoción cerebral y un hombro fracturado.
– Lo siento. -La imagen despertó otras
imágenes, se?cándole la boca-. La vida es un asco.
– Lo fue. Summerset era un hombre de
talentos va?rios; sabía algo de medicina. A menudo utilizaba esa ta?padera en
su trabajo. No diré tanto como que me salvó la vida. Yo era joven y fuerte y
estaba habituado a las pa?lizas, pero él hizo que no sufriera más de la cuenta.
– Le debes algo. -Ella dejó el plato
vacío a un lado-. Lo comprendo. Está bien.
– No es eso. Yo le debía un favor y se
lo devolví. Él también me debe favores. Después que mi padre acabara como
acabó, nos hicimos socios. No diré que él me cria?ra, pues yo cuidaba de mí
mismo, pero me dio lo que po?dría considerarse una familia. Yo quería a
Marlene.
– La hija. -Sacudió la cabeza para
hacerse a la idea-. Lo había olvidado. Es difícil imaginar a ese tipejo como
padre de nadie. ¿Dónde está ella?
– Murió. Tenía catorce años, y yo
dieciséis. Había?mos estado juntos cerca de seis años. Uno de mis pro?yectos
llegó a oídos de un pequeño y especialmente vio?lento sindicato. Creían que yo
estaba metiéndome en su territorio, mientras que yo creía estar labrándome uno
propio. Me amenazaron. Fui lo bastante altivo para ha?cer caso omiso. Un par de
veces trataron de darme una lección, de hacer que los respetara, supongo. Pero
a mí era difícil atraparme. Además, estaba empezando a tener cierto prestigio. Incluso
ganaba dinero. Lo suficien?te como para comprar entre los dos unpiso pequeño y
decente. Y a todo eso, Marlene se enamoró de mí.
Hizo una pausa y se miró las manos,
recordando, la?mentando.
– Yo le tenía mucho afecto, pero no
amor. Marlene era guapa e increíblemente inocente, pese a la vida que
llevábamos. Yo no pensaba en ella románticamente, sa?bes, sino como un hombre
(porque ya era un hombre) podría pensar en una obra de arte: platónicamente.
Nada de sexo. Ella pensaba deotro modo, y una noche entró en mi cuarto y con
dulzura se me ofreció. Yo me quedé perplejo, furioso y aterrorizado. Porque era
un hombre y, por tanto, me sentía tentado.
Volvió a mirar a Eve.
– Fui cruel con ella. Estaba destrozada
porque yo la rechacé. Ella era una niña y yo la hice sufrir. Jamás he podido
olvidar la forma en que me miró. Ella confiaba en mí y yo, por hacer lo
correcto, la traicioné.
– Como yo he traicionado a Mavis.
– Como tú crees haberla traicionado.
Pero hay más. Ella se fue de casa aquella noche. Summerset y yo no lo supimos
hasta el día siguiente, cuando los hombres que me buscaban nos avisaron de que
la tenían. Nos devol?vieron la ropa que llevaba aquel día, y estaba manchada de
sangre. Por primera y última vez en mi vida vi a Sum?merset incapaz de actuar.
Yo habría dado cualquier cosa que ellos me hubieran pedido, habría hecho
cualquier cosa. Me habría cambiado por ella sin dudarlo. Igual que tú, si
pudieras, cambiarías tu sitio con Mavis.
– Sí. Haría cualquier cosa.
– A veces las cosas suceden demasiado
tarde. Me puse en contacto con ellos, les dije que negociaría, im?ploré que no
le hicieran daño. Pero ellos ya se lo habían hecho. La habían violado y
torturado, a aquella encanta?dora muchacha de catorce años que había disfrutado
de la vida y que empezaba a sentirse una mujer. A las pocas horas de aquel
primer contacto, su cuerpo fue dejado a la puerta de mi casa. La habían
utilizado como medio para obtener algo, para ponerle los puntos sobre las íes a
un rival, a un advenedizo. Y yo ya no podía hacer nada para cambiar las cosas.
– No fue culpa tuya. -Alargó el brazo
para cogerle las manos-. Lo siento. De veras, pero no fue tu culpa.
– No; es verdad. Tardé años en
convencerme de eso, en comprender y aceptar. Summerset nunca me culpó. Podría
haberlo hecho. Ella era su vida y había sufrido y muerto por mí. Pero él jamás
me culpó de nada.
Eve suspiró y cerró los ojos. Sabía lo que
Roarke le estaba diciendo al repetir una historia que para él debía ser una
pesadilla.
– No pudiste evitar lo que pasó. Sólo
podías controlar lo que pasó después, igual que yo sólo puedo hacer todo lo
posible para encontrar las respuestas. -Cansinamente, volvió a abrir los ojos-.
¿Qué pasó luego, Roarke?
– Perseguí a los hombres que lo habían
hecho y los maté, uno a uno, del modo más lento y más doloroso que pude
concebir. -Sonrió-. Cada cual tiene su propio método de encontrar soluciones
justas, Eve.
– Erigirse uno mismo en juez no es
justicia, Roarke.
– Para ti no. Pero tú encontrarás la
solución justa para Mavis. Nadie lo duda.
– No puedo dejar que se someta a un
tribunal. -La cabeza le pesaba-. He de encontrar… Necesito ir a… -Ni siquiera
pudo llevarse el brazo hasta la cabeza-. Maldita sea, Roarke, me has dado un
sedante.
– Duérmete -murmuró él y dulcemente le
desabro?chó la pistolera y la dejó a un lado-. Ahora duerme.
Eso hizo, pero incluso los sueños no la
dejaron en paz.
Capitulo Ocho
No despertó muy animada pero sí sola, lo
cual había sido un hábil movimiento por parte de él, aunque Eve no se recobró
sonriendo. El sedante no tenía efectos se?cundarios, lo que convertía a Roarke
en un hombre afortunado. Eve despertó sintiéndose alerta, fresca y en?fadada.
El aviso electrónico que despedía una luz
roja sobre su mesita de noche no mejoró las cosas. Ni tampoco el oír la suave
voz de él cuando lo conectó.
– Buenos días, teniente. Espero que
hayas dormido bien. Si estás levantada antes de las ocho, me encontrarás en el
rincón del desayuno. No quería molestarte hacien?do subir las cosas. Se te veía
muy apacible.
– No por mucho tiempo -dijo ella entre
dientes.
Luego consiguió ducharse, vestirse y
ajustarse el arma en sólo diez minutos.
El rincón del desayuno; como él lo llamaba,
era un enorme y soleado atrio contiguo a la cocina. Además de Roarke, estaba
también Mavis. Ambos parecían radiantes.
– Vamos a dejar un par de cosas claras,
Roarke -dijo Eve.
– Te ha vuelto el color. -Satisfecho de
sí mismo, se levantó y le dio un beso en la punta de la nariz-. Ese matiz gris
que tenías en la cara no te quedaba nada bien.
– Luego gruñó cuando ella le soltó un
puñetazo al es?tómago. Se aclaró la garganta valientemente-. Parece que tu
nivel energético también se ha recuperado… ¿Café?
– Que quede claro que si alguna vez
intentas otro truco como el de anoche, te… -Miró a Mavis entrece?rrando los
ojos-. ¿Tú de qué te ríes?
– Me divierte mirar. Estáis tan
pendientes el uno del otro.
– Tanto que él acabará tumbado en el
suelo si no se anda con cuidado… Tienes… buen aspecto.
– Así es. Lloré a mares, me comí una
bolsa de bom?bones suizos y luego dejé de compadecerme. Tengo al poli número
uno de la ciudad trabajando de mi lado, el mejor equipo de abogados que un
multimillonario pueda comprar, y un hombre que me ama. Ves, me fi?guro que
cuando todo esto termine, ysé que saldrá bien, podré recordarlo como una
especie de aventura. Y gracias a toda la publicidad de los media mi carrera
despegará.
Cogió la mano de Eve y la hizo sentar en un
banco acolchado.
– Ya no tengo miedo. '
No queriendo tomar sus palabras al pie de la
letra, Eve la miró a los ojos.
– Veo que no. Estás realmente bien.
– Estoy bien ahora. He pensado en ello
una y otra vez. En el fondo, es todo muy sencillo. Yo no la maté. Sé que tú
descubrirás quién lo hizo y después todo habrá acaba?do. De momento puedo vivir
en una casa increíble y co?mer manjares increíbles. -Dio un mordisco a un
crepé-. Y mi caray mi nombre salen a toda hora en los media.
– Bueno, es una manera de ver las
cosas. -Intranquila, Eve fue a programarse café-. Mavis, no quiero
preo?cuparte, pero no creas que esto será un paseo por el parque.
– No soy tonta, Dallas.
– Yo no…
– ¿Piensas que no soy consciente de lo
que podría pasar si la cosa saliera mal? Lo soy, pero no creo que eso vaya a
suceder. A partir de ahora soy optimista y voy a hacerte ese favor que me
pediste ayer.
– De acuerdo. Tenemos mucho que hacer.
Quiero que te concentres, que intentes recordar detalles. Cual?quier cosa, no
importa lo pequeña o insignificante que… ¿Qué es esto? -inquirió mientras
Roarke le ponía un bowl delante.
– Tu desayuno.
– ¿Copos de avena?
– Exactamente.
Eve frunció el entrecejo.
– ¿Por qué no puedo tomar crepés?
– Sí puedes, pero primero cómete los
copos.
Enfurruñada, Eve tragó una cucharada:
– Tú y yo vamos a hablar muy en serio.
– Formáis una pareja estupenda, chicos.
Me alegro mucho de haber tenido ocasión de comprobarlo. No es que pensara que
no lo fuerais, pero me intrigaba que Dallas hubiera acabado con un, ricacho.
-Miró a Roarke radiante.
– Los amigos están para eso.
– Sí, claro, pero es increíble cómo
consigues pararle los pies. Eres el primero que lo hace.
– Cállate, Mavis. Piensa lo que
quieras, pero es mejor que no me digas nada hasta que tus abogados lo aprueben.
– Lo mismo me han aconsejado ellos.
Imagino que será como cuando quieres recordar un nombre o dónde has puesto
alguna cosa. Lo dejas correr, te pones a hacer algo y, zas, te salta a la
cabeza. Conque ahora estoy pen?sando en otras cosas, y la más importante es la
boda. Leo?nardo me dijo que pronto tendrías que hacer la primera prueba del
vestido.
– ¿Leonardo? -Eve casi brincó de la
silla-. ¿Has ha?blado con él?
– Los abogados han dado el visto bueno.
Ellos creen que es bueno para nosotros reanudar nuestra relación. Añade un
toque romántico cara a la opinión pública. -Apoyó un codo en la mesa y se puso
a juguetear con los tres pendientes con que había adornado su oreja
iz?quierda-. Sabes, han desistido de las pruebas de detec?ción e hipnosis
porque no están seguros de lo que podría recordar. En general me creen, pero no
quieren arries?garse. Pero dijeron que ver a Leonardo me vendría bien. Así que
hemos de organizar esa prueba.
– Ahora no tengo tiempo para pensar en
eso. Por Dios, Mavis, ¿crees que estoy para vestidos y florile?gios? No voy a
casarme hasta que sé arregle todo esto. Roarke lo entiende.
Él cogió un cigarrillo y se lo miró.
– No, él no lo entiende.
– Escucha…
– No, escucha tú. -Mavis se puso en
pie; su pelo azul brilló a la luz del día-. No voy a dejar que esto estropee
algo tan importante para mí. Pandora hizo cuanto pudo para joderme la vida. Y
muriéndose empeoró las cosas. No quiero que me joda esto. Los planes siguen en
pie, comprendes, y será mejor que te busques un hueco para hacer esa prueba.
Eve no podía discutir, menos aún viendo que
Mavis estaba al borde del llanto.
– De acuerdo, está bien. Me probaré ese
estúpido vestido.
– De estúpido, nada. Será un vestido
sensacional.
– A eso me refería.
– Mejor. -Mavis sorbió por la nariz y
se sentó-. ¿Cuándo puedo decirle que iremos?
– Es mucho mejor para tu caso, y tus
lujosos aboga?dos me respaldarían, si a ti y a mí no nos ven juntas por ahí: el
primer investigador y la defendida. No me parece buena idea.
– Quieres decir que no… Está bien, no
iremos juntas por ahí. Leonardo puede trabajar en esta casa. A Roarke no le
importa, ¿verdad?
– Todo lo contrario. -Dio una calada a
su cigarrillo-. Creo que es una solución perfecta.
– Felices y en familia -masculló Eve-.
El primer in?vestigador, la defendida y el inquilino de la escena del crimen,
que además es el ex amante de la víctima y el ac?tual de la defendida. ¿Os
habéis vuelto locos?
– ¿Quién lo va a saber? Roarke tiene un
excelente sistema de seguridad. Y si hay la menor posibilidad de que las cosas
salgan mal, quiero pasar todo el tiempo que pueda con Leonardo. -Mavis hizo sus
pucheros-. Estoy decidida.
– Haré que Summerset disponga un
espacio para tra?bajar.
– Gracias. Te lo agradecemos mucho.
– Mientras vosotros orquestáis esta
locura de fiesta, yo tengo un asesinato que resolver.
Roarke guiñó el ojo a Mavis y gritó a Eve,
cuando ésta salía hecha una fiera:
– ¿Y tu crepé?
– Cómetelo tú.
– Está loca por ti -comentó Mavis.
– Su forma de hacer las paces es casi
violenta. ¿Quie?res otro crepé?
Mavis se palpó el abdomen:
– ¿Por qué no?
Dar un rodeo por la Novena y la Cincuenta y
seis causa?ba estragos en la circulación. Peatones y conductores ig?noraban por
igual las leyes de contaminación sonora y gritaban o hacían sonar el claxon
dando rienda suelta a su frustración. Eve habría subido las ventanillas para
atajar el estrépito, pero sus controles de temperatura es?taban de nuevo
estropeados.
Para hacerlo más divertido, la madre
naturaleza ha?bía decidido castigar a Nueva York con una humedad del 110 por
ciento. Para pasar el rato, Eve observó cómo se elevaban del asfalto las oleadas
de calor. A ese paso, en pocas horas más de un chip se iba a quedar frito.
Pensó en ir por aire, aunque su panel de
control pa?recía haber desarrollado una mente propia. Algunos conductores
habían empezado ya a hacerlo. El tráfico aéreo reptaba lánguidamente. Un par de
helicópteros monoplaza trataban de salir del atasco no haciendo sino aumentar
el caos con el zumbido de abeja de sus palas.
Eve contuvo la risa al ver la pegatina i
love new york en el parachoques de un coche.
Lo más cuerdo, pensó, sería aprovechar el
atasco para trabajar un poco.
– Peabody -ordenó al enlace, y tras
unos frustrantes silbidos de interferencia el aparato se puso en
funciona?miento.
– Aquí Peabody. Homicidios.
– Dallas. Pasaré a recogerla por la
Central, esquina oeste. Hora aproximada de llegada, quince minutos.
– Sí, señor.
– Traiga los archivos referentes a los
casos Johannsen y Pandora, y… -Miró bizqueando a la pantalla-. ¿Por qué hay
tanto silencio ahí, Peabody? ¿No estará en el ca?labozo?
– Esta mañana sólo hemos llegado dos o
tres. Hay un atasco del demonio en la Novena.
Eve escrutó el mar de tráfico.
– ¿Lo dice en serio?
– Es conveniente escuchar el parte del
tráfico -aña?dió-. Yo he tomado una ruta alternativa.
– Cállese, Peabody -murmuró Eve,
interrumpiendo la transmisión.
Los dos minutos siguientes los empleó en
recuperar mensajes del enlace de su despacho y concertar una cita en la oficina
de Paul Redford. Llamó al laboratorio para que se dieran prisa con el informe
de Pandora,yal ver que le daban largas se despidió con una ingeniosa amenaza.
Estaba pensando en llamar a Feeney y darle
la lata cuando vio una brecha entre la pared de coches. Se lanzó hacia allá,
torció a la izquierda, esquivó vehículos, ha?ciendo caso omiso de bocinazos y
dedos levantados. Re?zando para que su vehículo cooperara, pulsó el vertical.
En vez de elevarse, el coche empezó a hacer eses, pero consiguió subir los tres
metros mínimos.
Luego torció a la derecha, recorrió a toda
velocidad un deslizador donde pudo ver rostros miserables y su?dorosos, y
enfiló la Séptima mientras su panel de control le advertía de una sobrecarga.
Cinco manzanas después, el coche estaba resollando, pero Eve había evitado lo
peor del embotellamiento. Tocó tierra con un golpe estremecedor y giró hacia la
entrada oeste de la Central de Policía.
La cumplidora Peabody estaba, esperando.
Cómo hacía para tener aquel aspecto imperturbable en su sofo?cante uniforme
azul, era algo que Eve no pretendía sa?ber.
– Su coche parece un poco tocado,
teniente -comen?tó Peabody al subir.
– ¿En serio? No lo había notado.
– Usted también lo parece un poco,
señor. -Cuando Eve se limitó a enseñar los dientes y a cortar por la Quinta
hacia el centro, Peabody buscó en su equipo, sacó un ventilador portátil y lo
aplicó al salpicadero. La ráfaga de aire fresco casi hizo gemir a Eve.
– Gracias.
– El control térmico de este modelo no
es fiable. -El rostro de Peabody permaneció tranquilo y suave-. Aun?que usted
tal vez no lo haya notado.
– Tiene una lengua muy aguda, Peabody.
Eso me gusta de usted. Hágame un resumen de Johannsen.
– El laboratorio sigue teniendo
problemas con los elementos que componen el polvo que encontramos. Contestan
con evasivas. No sabemos si han terminado de analizar la fórmula. Según el
soplo que me ha dado un contacto, Ilegales ha exigido prioridad, o sea que hay
un poco de politiqueo. La segunda búsqueda no registró ningún rastro de
sustancias químicas, ilegales o de las otras, en el cuerpo de la víctima.
– Entonces es que no consumía -musitó
Eve-. Boomer se dedicaba a mezclar, pero tenía una bolsa enorme de mierda y no
se le ocurrió probarla. ¿Qué opina de eso, Peabody?
– Por el estado de su pensión y la
declaración del androide, sabemos que tuvo tiempo y oportunidad de probar el
polvo. En su expediente consta adicción crónica aunque de menor grado. Yo
deduzco que sa?bía o sospechaba algo de esa sustancia que le disua?dió.
– Eso mismo creo yo. ¿Qué ha sacado de
Casto?
– Asegura que está a dos velas. Se ha
mostrado coo?perador, pero no comunicativo, proporcionando infor?mación y
teorías varias.
Eve no pudo por menos de menear la cabeza.
– ¿Es que se le ha insinuado, Peabody?
La agente siguió mirando al frente,
entrecerrados le?vemente los ojos bajo el flequillo curvo.
– No ha exhibido un comportamiento
impropio.
– Olvide esa jerga, no le he preguntado
eso.
El rubor encendió el cuello del uniforme
azul de Pe?abody.
– Ha mostrado cierto interés personal.
– Hija mía, parece usted policía. Ese
interés personal, ¿es recíproco?
– Podría decirse que sí, si no fuera
porque sospecho que el sujeto tiene un interés mucho más personal en mi
inmediato superior. -Peabody la miró-. Lo tiene usted en el bote.
– Pues ahí se va a quedar. -Eve no
consiguió, sin em?bargo, sentirse del todo disgustada-. Mi interés personal
está en otra parte. Es un guapísimo hijo de la gran puta, ¿verdad?
– Se me hincha la lengua en la boca
cada vez que me mira.
– Mmmm. -Eve pasó la suya por sus
dientes a título experimental-. Pues láncese.
– No estoy preparada para una relación
sentimental en estos momentos.
– ¿Pero quién diantre ha dicho nada de
una relación? Fólleselo un par de veces, mujer.
– Prefiero el afecto y la camaradería
en los encuen?tros sexuales -repuso secamente Peabody-. Señor.
– Ya. Es otro sistema. -Suspiró. Le
costaba un es?fuerzo supremo impedir que su mente pensara en Mavis, pero
intentó concentrarse-. Sólo estaba tomándole el pelo, Peabody. Sé lo que es
estar haciendo tu trabajo y que un tío te mire de esa manera. Lamento que se
en?cuentre a disgusto trabajando con él, pero la necesito.
– No hay problema. -Relajándose un
poco, Peabody sonrió-. Y no es precisamente un sacrificio mirarle. -Alzó la
vista mientras Eve entraba en el aparcamiento subterráneo de una torre blanca
en la Quinta Avenida-. ¿Este edificio no es de Roarke?
– La mayoría lo son. -El portero
electrónico exami?nó el vehículo y le dio acceso-. Aquí tiene su despacho
principal. Y es también la sede de Redford Productions en Nueva York. Tengo una
entrevista con él acerca de Pandora. -Eve entró en la plaza para personalidades
que Roarke le había buscado y cerró el coche-. Oficialmente no está ligada a
este caso, Peabody, pero sí a mí. Feeney está hasta el cuello de datos y yo
necesito otro par de oí?dos. ¿Alguna objeción?
– No se me ocurre ninguna, teniente.
– Dallas -le recordó al salir del
coche.
La barrera de seguridad se cerró en torno al
vehículo para protegerlo de arañazos y robos. Como si el coche, pensó
amargamente Eve, no tuviera ya tantos arañazos que hasta un ladrón se
insultaría a sí mismo por mirarlo dos veces. Fue con paso decidido hacia el
ascensor pri?vado, introdujo su código e intentó no parecerturbada.
– Así ahorramos tiempo.
Peabody se quedó boquiabierta cuando
entraron a un espacio generosamente enmoquetado. El ascensor era de seis
personas y exhibía un lujurioso despliegue de fra?gantes hibiscus.
– A mí me encanta ahorrar tiempo -dijo
Peabody.
– Planta treinta y cinco -solicitó
Eve-. Redford Productions, oficinas de dirección.
– Planta tres-cinco -registró el
ordenador-. Cua?drante este, nivel de dirección.
– Pandora celebró una pequeña fiesta la
noche de su muerte -empezó Eve-. Redford pudo ser la última per?sona que la vio
con vida. Jerry Fitzgerald y Justin Young estuvieron también, pero partieron
poco después de la pelea entre Mavis Freestone y Pandora. Tienen una coar?tada
mutua para el resto de la noche. Redford se quedó un rato en la casa. Si
Fitzgerald y Young no mienten, son inocentes. Yo sé que Mavis dice la verdad.
-Esperó un segundo, pero Peabody no hizo comentario alguno-. Así que vamos a
ver qué sacamos del productor.
El ascensor se puso suavemente en
horizontal, desli?zándose hacia el este. Al abrirse las puertas, el ruido
inundó el espacio interior.
Era evidente que a los empleados de Redford
les gustaba trabajar con música rock. Salía de los altavoces camuflados
llenando el aire de energía. Dos hombres y una mujer trabajaban ante una
consola circular, charlan?do animadamente por enlaces y mirando sus respectivos
monitores.
En la zona de espera de la derecha parecía
haber una especie de fiesta. Varias personas estaban allí reunidas, bebiendo de
pequeños vasos o mordisqueando minús?culas pastas. El sonido de las carcajadas
y las conversa?ciones subrayaba la música animada.
– Parece una escena de una de sus
películas -dijo Peabody.
– Viva Hollywood. -Eve se acercó a la
consola y ex?trajo su placa. Escogió al recepcionista que parecía me?nos
obsesivamente absorto de los tres -. Teniente Da?llas. Tengo una cita con el
señor Redford.
– Sí, teniente. -El hombre (aunque
podría haber sido un dios de cara cincelada) sonrió con ganas-. Le diré que
está aquí. Sírvanse lo que gusten, por favor.
– ¿Le apetece un bocado, Peabody?
– Esas pastas tienen buena pinta.
Podríamos coger algunas cuando salgamos.
– A eso le llamo yo telepatía.
– El señor Redford estará encantado de
recibirla ahora, teniente. -El moderno Apolo levantó una parte de la consola y
se metió dentro-. Permítame que las acompañe.
Cruzaron una puerta de cristales ahumados
tras la cual el ruido cambió a disputa verbal. A cada lado del pasillo había
puertas abiertas, con hombres y mujeres sentados, yendo de un lado al otro o
tumbados en sofás, charlando.
– ¿Cuántas veces he oído ese argumento,
JT? Suena a primer milenio.
– Necesitamos una cara nueva, tipo la Garbo
con un poco de candor infantil.
– La gente no quiere nada profundo,
cariño. Dales a escoger entre el océano y un charco, y se lanzan al char?co.
Somos como niños.
Llegaron a unas puertas de plata
centelleante. El guía las abrió con gesto dramático.
– Sus invitados, señor Redford.
– Gracias, César.
– César -murmuró Eve-. No iba muy
equivocada.
– Teniente Dallas. -Paul Redford se
levantó de unaworkstationen forma de U y tan plateada como las puertas. El
suelo, liso como el cristal, estaba decorado con espirales de color. Al fondo
había la esperada vista espectacular de la ciudad. Su mano estrechó la de Eve
con fácil y ensayada calidez-. Muchas gracias por acce?der a venir aquí. Estoy
todo el día metido en reuniones y me resultaba mucho más cómodo que desplazarme
yo.
– No pasa nada. Mi ayudante, la agente
Peabody.
La sonrisa, tan serena y practicada como el
apretón de manos, las abarcó a ambas.
– Siéntense, por favor. ¿Puedo
ofrecerles algo?
– Sólo información. -Eve echó un vistazo
a los asien?tos y pestañeó. Todo eran animales: sillas, sofás y tabu?retes, en
forma de tigres, perros, jirafas.
– Mi primera esposa era decoradora
-explicó Red?ford-. Tras el divorcio, decidí quedarme con todo esto. Es el
mejor recuerdo de esa época de mi vida. -Escogió un basset y apoyó los pies en
un cojín con forma de gato ovillado-. ¿Quiere que hablemos de Pandora?
– Así es. -Si habían sido amantes, como
se rumorea?ba, no daba la impresión de estar muy apenado. Tampo?co parecía
afectarle que le interrogara la policía. Redford era el perfecto anfitrión
embutido en cinco mil dólares de traje de lino y unos mocasines italianos color
mantequilla derretida.
Era, pensó Eve para sus adentros, tan amante
de la pantalla como cualquiera de los actores que contrataba.
Un rostro fuerte y huesudo del color de la
miel fresca acentuado por un cuidado bigote lustroso; el pelo peina?do hacia
atrás con gomina y cogido en una complicada coleta que le colgaba entre los
omóplatos. En resumidas cuentas: un productor de éxito que gozaba con su poder
y riqueza.
– Me gustaría grabar esta conversación,
señor Redford.
– Muy bien, teniente. -Se retrepó en el
abrazo de su perro tristón y cruzó las manos sobre el abdomen-. Tengo entendido
que han practicado ustedes un arresto.
– Así es. Pero la investigación
continúa. Usted cono?cía a la difunta Pandora.
– La conocía bien, en efecto. Tenía
entre manos un proyecto con ella, por supuesto habíamos coincidido en numerosas
ocasiones a lo largo de los años y, cuándo se terciaba, nos acostábamos.
– ¿Eran ustedes amantes en el momento
de su muer?te?
– Nunca fuimos amantes, teniente. Nos
acostába?mos. No hacíamos el amor. De hecho, dudo que ningún hombre le haya
hecho el amor a Pandora, o lo haya in?tentado siquiera. Si existe, es que es
tonto. Yo no lo soy.
– ¿Ella no le gustaba?
– ¿Gustarme? -Redford se rió-. Por
favor. Era sin duda el ser humano más desagradable que he conocido jamás. Pero
talento sí tenía. No tanto como ella pensaba, y menos en determinadas áreas,
pero…
Alzó sus elegantes manos con un fulgor de
anillos: piedras negras sobre oro macizo.
– La belleza es asequible, teniente.
Hay quien nace con ella y hay quien la compra. Un físico atractivo es realmente
fácil de conseguir hoy día. Las caras agrada?bles nunca pasan de moda, pero
para ganarse la vida con ello hay que tener talento.
– ¿Y cuál era el talento de Pandora?
– Un aura, un poder, una elemental e
incluso mini?malista capacidad para rezumar sexo. El sexo siempre ha vendido y
siempre venderá.
Eve inclinó la cabeza.
– Sólo que ahora está autorizado.
Redford le dedicó una sonrisa divertida.
– El gobierno necesita esos ingresos.
Pero no me re?fería a la venta de sexo, sino a su utilización comercial. Y
nosotros lo hacemos: desde refrescos hasta utensilios de cocina. Y moda
-añadió-. Siempre la moda.
– Que era la especialidad de Pandora.
– Podías envolverla en visillos de
cocina, lanzarla a la pasarela, y la gente más o menos inteligente abría la
cuen?ta de crédito para comprar. Era un verdadero reclamo. No había nada que no
pudiera vender. Ella quería actuar, lo cual es triste. Nunca habría podido ser
otra cosa que lo que era: Pandora, la única.
– Pero dice usted que tenía un proyecto
con ella.
– Sí, algo donde ella representara
básicamente su propio papel. Nada más y nada menos. Podría haber funcionado. La
explotación, sin duda alguna, habría producido ganancias muy importantes. Aun
estaba en fase inicial.
– Usted estaba en su casa la noche del
crimen.
– Sí, Pandora necesitaba compañía. Y
supongo que quería pasarle por la cara a Jerry que ella iba a protago?nizar una
de mis películas.
– ¿Cómo se lo tomó la señorita
Fitzgerald?
– Con sorpresa e imagino que
irritación. Yo también me enfadé pues aún faltaba mucho para que el proyecto
fuese viable. Casi hubo una buena escena, pero nos inte?rrumpieron. La chica,
la fascinante joven que apareció en la puerta. Esa que acaban de arrestar -dijo
con brillo en los ojos-. Según los media, usted y ella son muy amigas.
– ¿Por qué no se limita a contarme lo
que pasó al lle?gar la señorita Freestone?
– Melodrama, acción, violencia. El cine
en vivo. La guapa valiente viene a exponer su caso. Ha estado llo?rando, tiene
la cara pálida, la mirada desesperada. Dice que renunciará al hombre que ambas
quieren para sí, a fin de protegerlos a él y a su carrera profesional.
«Primer plano de Pandora. Su cara rezuma
cólera, desdén, loca energía. Oh, qué hermosa es. Casi un peca?do. No acepta el
sacrificio, quiere que su adversaria co?nozca el dolor. Primero el dolor
emocional, por las crueldades que le dice, luego el dolor físico cuando
des?carga el primer golpe. Se produce la clásica pelea. Dos mujeres peleando
cuerpo a cuerpo por un hombre. La más joven tiene el amor de su parte, pero ni
siquiera eso puede con el brío de la venganza. Ni con las afiladas uñas de
Pandora. Antes de que la sangre llegue al río, los dos caballeros de la
fascinada audienciapasan a la ac?ción. Uno de ellos recibe un mordisco por sus
desvelos.
Redford gimió y se frotó el hombro.
– Pandora me hundió los colmillos
mientras yo tira?ba de ella. Debo confesar que estuve tentado de darle un
puñetazo. Su amiga se marchó, teniente. Dijo algo así como que Pandora lo
sentiría, pero parecía más desdi?chada que enfurecida.
– ¿Y Pandora?
– Enardecida. -Él también lo parecía,
mientras narra?ba lo sucedido-. Toda la tarde había estado de un humor
peligroso, y después del altercado la cosa empeoró. Jerry y Justin se largaron
con más prontitud que elegancia, y yo me quedé un rato tratando de sosegar a
Pandora.
– ¿Lo consiguió?
– ¿Bromea? Ella estaba furiosa,
profería toda clase de absurdidades. Dijo que iría a buscar a aquella zorra y
que le arrancaría la piel. Que castraría a Leonardo. Que cuan?do hubiera
terminado no podría ni vender botones en la esquina. Ni los mendigos le iban a
comprar sus trapos, et?cétera. Transcurridos veinte minutos, desistí. Entonces
se puso furiosa conmigo por estropearle la velada y empezó a lanzarme
improperios. Que no me necesitaba, que tenía otros contratos, contratos más
suculentos.
– Dice usted que salió de allí a eso de
las doce y media.
– Aproximadamente.
– ¿Pandora se quedó sola?
– El servicio estaba compuesto
exclusivamente por androides. Que yo sepa, allí no había nadie más.
– ¿Adonde fue cuando salió de casa de
Pandora?
– Vine aquí, a curarme el hombro. La
mordedura te?nía mal aspecto. Había pensado trabajar un poco, hacer unas
llamadas a la costa. Después fui a mi club y pasé un par de horas en la piscina
y en la sauna.
– ¿A qué hora llegó al club?
– Creo que serían las dos. Sé que
pasaban de las cua?tro cuando llegué a casa.
– ¿Vio o habló con alguien entre las
dos y las cinco de la mañana?
– No. Una de las razones de que vaya al
club fuera de horas es la intimidad. Tengo instalaciones propias en la costa,
pero aquí he de arreglármelas siendo socio de un club.
– ¿Que se llama…?
– Olympus, está en Madison. -Arqueó una
ceja-. Veo que mi coartada no es perfecta. Sin embargo, entré y salí con mi
llave de código. Como dictan las normas.
– No me cabe duda. -Y Eve se aseguraría
de que lo hubiera hecho-. ¿Sabe de alguien que deseara hacer daño a Pandora?
– Teniente, la lista sería
interminable. -Sonrió de nuevo, dientes perfectos, ojos a la vez divertidos y
mata?dores-. Yo no me cuento entre ellos, simplemente por?que Pandora no
significaba tanto para mí.
– ¿Compartió usted con ella su último
capricho en drogas?
Redford se puso rígido, dudó, se relajó otra
vez.
– Excelente estratagema, teniente. La
incoherencia suele pillar con la guardia baja a los incautos. Diré, para que
conste, que yo jamás pruebo sustancias ilegales de ninguna clase. -Pero su
sonrisa era demasiado fácil, y ella supo que estaba mintiendo-. Pandora
tartamudeaba de vez en cuando. Pensé que era problema suyo, que de?bía haber encontrado
algo nuevo, algo de lo que parecía estar abusando. De hecho, yo entré en su
dormitorio aquella misma tarde.
Hizo una pausa, como si recordara una
escena.
– Ella acababa de sacar una píldora de
una hermosa cajita de madera. China, me parece. La caja -añadió con una sonrisa
presta-. A ella le sorprendió que yo llegara tan pronto, y metió la caja en un
cajón del tocador y luego lo cerró con llave. Le pregunté qué estaba
escon?diendo y ella dijo… -Hizo otra pausa, empequeñeció los ojos-. ¿Cómo fue
que lo dijo…? Su tesoro, su fortu?na. No…, algo como su recompensa. Sí, estoy
seguro de que ésa fue la palabra. Luego se tragó la píldora con un poco de
champán. Después copulamos. Me pareció que al principio estaba distraída, pero
de pronto se volvió frenética, insaciable. Creo que nunca lo habíamos he?cho
con tanto nervio como esa vez. Nos vestimos y ba?jamos al salón. Jerry y Justin
acababan de llegar. Nunca volví a preguntarle al respecto. No era cosa de mi
in?cumbencia.
– ¿Impresiones, Peabody?
– Es muy astuto.
– Como el hambre. -Eve hundió las manos
en los bolsillos mientras el ascensor descendía, jugueteó con unos discos de
crédito-. La despreciaba pero se acostaba con ella, y estaba dispuesto a
utilizarla.
– Creo que la encontraba patética,
potencialmente peligrosa pero rentable.
– Y si esa rentabilidad hubiera
menguado, o aumen?tado el peligro, ¿podría Redford haberla matado?
– En un abrir y cerrar de ojos.
-Peabody se adelantó para entrar en el garaje-. No tiene escrúpulos. Si ese
proyecto que tenían entre manos hubiera empezado a ir mal, o si ella hubiera
querido presionarle, él habría he?cho cruz y raya. La gente tan controlada y
tan pagada de sí misma tiende a esconder un alto potencial de violen?cia. Y su
coartada es una birria.
– Sí, desde luego. -Las posibilidades
hicieron sonreír a Eve-. La comprobaremos, pero primero pasaremos por casa de
Pandora y buscaremos el escondrijo. Comunicado -ordenó-: asegúrese de que
podemos saltar cerraduras.
– Eso no es una traba para usted
-murmuró Pea?body, pero conectó el enlace.
La caja había desaparecido. El chasco fue
tal que Eve se quedó plantada en la lujosa alcoba de Pandora mirando al cajón
durante diez segundos hasta asimilar que estaba vacío.
– Esto es un tocador, ¿no?
– Así los llaman. Mire toda esa
cantidad de frascos y de tarros. Cremas para esto, ungüentos para lo otro.
-Peabody cogió un frasco del tamaño de medio dedo pulgar-. Crema para estar
siempre joven. ¿Sabe cuánto cuesta esta chorrada, Dallas? Quinientos pavos en
Saks. Quinientos por media onza de nada. Hablando de vani?dad…
Peabody dejó el frasco, avergonzada de haber
tenido la breve tentación de metérselo en el bolsillo.
– Sumando todo lo que hay aquí, Pandora
poseía unos diez o quince mil dólares en cosméticos.
– Domínese, Peabody.
– Sí, señor. Lo siento.
– Estamos buscando una caja. Los del
gabinete ya han recogido los discos de los enlaces de Pandora. Sabe?mos que esa
noche no hizo ni recibió ninguna llamada. Al menos desde aquí. Bien, está
cabreada. Va ciega. ¿Qué hace entonces?
Eve siguió abriendo cajones y revolviendo
cosas.
– Bebe más, tal vez, va por toda la
casa pensando lo que querría hacer a las personas que la han fastidiado.
Cerdos, puercas. ¿Quién se han creído que son? Ella puede tener todo lo que
desee. Tal vez entra aquí y se zampa otra píldora, para que la cosa no decaiga.
Esperanzada, aunque era un estuche
corriente, es?maltado, y no de madera ni chino, Eve levantó una tapa. Dentro
había un surtido de anillos: oro, plata, porcela?na, marfil tallado.
– Curioso lugar para guardar joyas
-comentó Peabody-. Bueno, quiero decir, tiene un gran cofre de cris?tal para la
bisutería, y la caja fuerte para lo verdadera?mente valioso.
Eve levantó la vista, vio que su ayudante lo
decía muy en serio, y no disimuló del todo la risa.
– No son joyas precisamente, Peabody.
Son anillos eróticos. Se encajan en la polla y luego…
– Sí. -Peabody trató de no mirar-. Ya
lo sé. Pero bueno, curioso sitio para guardarlos.
– Ya, desde luego es tonto guardar
juguetes sexua?les en una caja cerca de la cama. En fin, ¿dónde esta?ba?
Pandora ha ingerido algo acompañado de champán. Alguien va a pagar por haberle
estropeado la vela?da. Ese mierda de Leonardo va a tener que arrastrarse, que implorar.
Le hará pagar elhaberse tirado a una furcia a sus espaldas, y por dejar que la
zorra apare?ciese en su casa (su casa, por Dios) para tocarle las narices.
Eve cerró un cajón y abrió otro. -Según el
sistema de seguridad, ella salió de aquí después de las dos. La puerta tiene
cierre automático. No pide un coche. Está como a sesenta manzanas de casa de
Leonardo y lleva tacones de aguja, pero no pide un taxi. No hay constancia de
que ninguna compañía la fuera a recoger ni la dejara en ninguna parte. Consta
que tenía un minienlace, pero no lo hemos encontrado. Si lo llevaba encima e
hizo una llamada, es que ella o alguien más disponía de uno.
– Pero si llamó al asesino, éste fue lo
bastante listo para deshacerse del aparato. -Peabody empezó a regis?trar el
armario ropero de dos niveles y consiguió no asfi?xiarse con todos aquellos
percheros, muchas de cuyas prendas conservaban aún la etiqueta del precio-. Lo
que está claro es que no fue a pie hasta el centro. La mitad de estos zapatos
ni siquiera tiene la suela arañada. No era de las que caminan.
– De acuerdo. No creo que tomara un
cochambroso taxi. Le bastaba con chasquear los dedos y ya tenía a me?dia docena
de esclavos ansiosos peleándose por llevarla allá donde quisiera ir. Así que
alguien la recoge. Van a casa de Leonardo. ¿Por qué?
Fascinada por el modo en que Eve hacía
encajar el punto de vista de Pandora con el suyo propio, Peabody dejó de buscar
y la observó.
– Ella insiste. Exige. Amenaza.
– Quizá llama a Leonardo. O quizá es
otra persona. Llegan al apartamento, la cámara de seguridad está rota. O la
rompe ella.
– O la rompe el asesino. -Peabody salió
del mar de seda color marfil-. Porque él ya ha planeado liquidarla.
– ¿Para qué llevarla a casa de Leonardo
si ya lo ha pla?neado? O si fue Leonardo, ¿por qué ensuciar su propia casa? Aún
no estoy segura de que el asesinato fuera prio?ritario. Llegan allí, y si es
verdad lo que dice Leonardo, no hay nadie en el apartamento. Él se ha ido de
copas y a buscar a Mavis, que también se ha ido de copas. Pandora quiere
castigar a Leonardo. Empieza a arrasar el lugar, quizá da rienda suelta a una
parte de su cólera con su compañero. Pelean. La cosa va a más. Él agarra el
bastón, tal vez para defenderse, tal vez para atacar. Ella está conmocionada,
dolida, asustada. A Pandora nadie le pega. ¿Qué pasa aquí? Él no puede parar, o
no quiere. Ella queda tendida en el suelo y hay sangre por todas partes.
Peabody no dijo nada. Había visto las
fotografías. Podía imaginarse lo sucedido tal como lo explicaba Eve.
– El asesino está de pie a su lado,
jadeando. -Semicerrados los ojos, Eve trató de enfocar la sombría figura del
homicida-. La sangre de ella le ha salpicado. Se huele por todas partes. Pero
no tiene miedo, no puede permi?tírselo. ¿Qué le ata a ella? El minienlace. Lo
coge, se lo guarda. Si es lo bastante listo, y ahora ha de serlo, revisa las
cosas de ella, se asegura de que no haya nada que pue?da inculparle. Limpia el
bastón y todo lo demás que cree haber tocado.
En la mente de Eve todo sucedía como en un
vídeo antiguo, borroso y lleno de sombras. La figura -hombre o mujer-
apresurándose a borrar las huellas, pasando por encima del charco de sangre.
– Hay que darse prisa. Podría venir
alguien. Pero hay que ser concienzudo. Ya casi está todo limpio. Entonces oye
entrar a alguien. Es Mavis. Ella llama a Leonardo, ve el cuerpo, se arrodilla a
su lado. La situación es perfecta. El asesino la golpea, luego le cierra los
dedos sobre el bastón, hasta puede que le dé a Pandora algunos golpes más. Coge
la mano de la muerta y araña con sus uñas el rostro de Mavis, su ropa. Se pone
algo encima, de Leo?nardo, para así ocultar su propia ropa.
Se enderezó tras registrar un cajón inferior
y vio que Peabody la estaba mirando.
– Es como si estuviera allí -murmuró
ésta-. Me gus?taría poder hacer eso, meterme en la escena de ese modo.
– Con un poco más de experiencia lo
conseguirá. ¿Dónde diablos está la caja?
– Quizá se la llevó al salir.
– No lo creo. ¿Dónde está la llave,
Peabody? Pando?ra cerró el cajón. ¿Dónde está la llave?
En silencio, Peabody sacó su unidad de campo
y so?licitó una lista de los artículos encontrados en el bolso de la víctima o
en su persona.
– No consta llave alguna entre las
pruebas.
– Entonces la tenía él. Y volvió para
coger la caja y todo lo que necesitara llevarse. Veamos el disco de segu?ridad.
– ¿No lo habrán comprobado ya los del
gabinete?
– ¿Por qué? Ella no murió aquí. Sólo se
les pidió que verificasen la hora de partida. -Eve se acercó al monitor, ordenó
unreplayde la fecha y la hora en cuestión. Vio a Pandora saliendo hecha una
furia de la casa y perderse rápidamente de vista-. Las dos y ocho minutos. De
acuerdo, veamos qué sacamos de eso. Hora de la muerte, aproximadamente las
tres. Ordenador, avanzar hasta las tres cero cero, al triple del tiempo real.
-Miró el cronó?metro-. Congelar imagen. Qué hijoputa. Vea eso, Pea?body.
– Lo veo, salta de las cuatro y tres
minutos a las cua?tro treinta y cinco. Alguien desconectó la cámara. Tuvo que
hacerlo por control remoto. Sabía lo que estaba pa?sando.
– Alguien tenía muchas ganas de entrar,
de ir a bus?car algo, de jugársela. Una caja con sustancias ilegales. -Su
sonrisa fue tenebrosa-. Tengo un presentimiento en la tripa, Peabody. Vayamos a
ver a los del laboratorio.
Capitulo Nueve
– ¿Por qué me buscas las cosquillas,
Dallas?
Arrebujado en su bata de laboratorio, el
técnico jefe Dickie Berenski analizaba un mechón de vello púbico. Era un hombre
muy meticuloso, además de un plomo de cuidado. Pese a ser famoso por su
lentitud en los análisis, su promedio de éxitos ante los tribunales le
convertía en el elemento más valioso del laboratorio de la policía.
– ¿No ves que estoy aquí encerrado?
-Con sus ata?reados dedos de araña ajustó el enfoque de sus microgafas-.
Tenemos seis homicidios, diez violaciones, una carretada de sospechosos y
muertos desatendidos, y demasiadas cosas en que pensar. No soy un robot, joder.
– Poco te falta -masculló Eve.
No le gustaba el laboratorio, con su
atmósfera anti?séptica y sus paredes blancas. Era como un hospital, o peor aún,
la sala de Pruebas. Todo policía que empleara la fuerza hasta el punto de
provocar una muerte se veía obligado a pasar por Pruebas. Sus experiencias con
esa rutina especialmente insidiosa no habían sido nada agra?dables.
– Mira, Dickie, has tenido tiempo de
sobra para ana?lizar esa sustancia.
– Tiempo de sobra… -El técnico se
apartó de la mesa. Sus ojos, tras las gafas especiales, eran grandes y osados
como los de un búho-. Tú y todos los polis de la ciudad os creéis que lo
vuestro es prioritario. Como si pudiése?mos dejar todo lo demás. ¿Sabes qué
ocurre cuando sube la temperatura, Dallas? Que la gente se pone irasci?ble, eso
ocurre. Tú sólo tienes que calmarlos, pero noso?tros, mi equipo y yo, tenemos
que examinar cada cabe?llo y cada fibra. Eso lleva tiempo.
Su tono quejumbroso exasperó a Eve.
– Homicidios me está dando la paliza, e
Ilegales me atosiga por no sé qué mierda de polvo -añadió él-. Ya tienes el
resultado preliminar.
– Necesito el final.
– Bueno, pues no está listo. -Los
labios de Dickie es?bozaron un puchero al darse la vuelta y poner en panta?lla
la imagen ampliada del pelo-. He de terminar un ADN.
Eve sabía cómo manejarle. No le gustaba
hacerlo, pero sabía cómo.
– Tengo dos butacas de tribuna para el
partido de los Yankees contra los Red Sox.
Los dedos del técnico volaron sobre los
controles.
– ¿De tribuna?
– Frente a la tercera base.
Dickie se quitó las gafas para examinar la
habitación. Había otros técnicos trabajando en sus ordenadores.
– A lo mejor té consigo algo. -Impulsó
su silla hacia la derecha hasta ponerse ante otro monitor. Conectó el teclado y
abrió el archivo manualmente. Tecleó despa?cio, mirando la pantalla-. El
problema está ahí, ¿lo ves? Es este elemento.
Para Eve sólo eran colores y símbolos
desconocidos, pero gruñó mientras salían los datos. El elemento desco?nocido
que ni siquiera la unidad de Roarke había podi?do identificar.
– ¿Es esa cosa roja?
– No, no, eso es una anfetamina
corriente. La hay en Zeus, en Buzz, en Smiley. Vaya, se puede conseguir un
derivado en cualquier sitio donde pagues al contado. Quiero decir esto. -Señaló
con el dedo a un garabato verde.
– Ya, ¿qué es?
– Eso nos preguntamos todos, Dallas.
Nunca lo ha?bía visto. El ordenador no puede identificarlo. Yo me huelo que
procede de otro planeta.
– Eso sube las apuestas, ¿verdad? Por
traer una sus?tancia desconocida de fuera del planeta te pueden caer veinte
años en cárcel de máxima seguridad. ¿Se conocen los efectos?
– Estoy trabajando en ello. Parece que
tiene algunas de las propiedades de las drogas analgésicas. Se carga los
radicales libres. Pero hay ciertos efectos secundarios ne?fastos cuando se
mezcla con las otras sustancias encon?tradas en el polvo. Lo tienes casi todo
en el informe. In?tensifica eldeseo sexual, lo que no es mala cosa, pero a eso
siguen violentos cambios de humor. Aumenta la fortaleza física pero propicia la
falta de control. Deja el sistema nervioso hecho polvo. Te sientes de puta
madre un rato, prácticamente invulnerable, te dan ganas de joder como un
conejo, pero no te importa gran cosa si a tu pareja le interesa o no. Cuando
llega la bajada, se produ?ce de golpe y rápidamente y la única cosa que te pone
a tono es una nueva dosis. Si sigues con eso, subiendo y bajando todo el rato,
el sistema nervioso acaba diciendo basta. Y te mueres.
– Básicamente es lo que ya me habías
dicho.
– Porque estoy atascado con el elemento
X. Es un vegetal, de eso estoy seguro. Similar a una especie de va?leriana que
se da en el sudoeste. Los indios utilizaban las hojas para curar. Pero la
valeriana no es tóxica y esto sí.
– ¿Es un veneno?
– Tomado solo y en dosis suficiente, lo
sería, en efec?to. También lo son muchas hierbas y plantas empleadas en medicina.
– Es una hierba medicinal.
– Yo no he dicho eso. -Dickie hinchó
los carrillos-. Seguramente es un híbrido de otro planeta. No puedo decirte
más, de momento. Tú y los de Ilegales no vais a conseguir que encuentre la
respuesta metiéndome prisas.
– Este caso no es de Ilegales sino mío.
– Díselo a ellos.
– Lo haré. Bueno, Dickie. Ahora
necesito el análisis toxicológico de Pandora.
– No lo llevo yo, Dallas. Se lo pasamos
a Suzie-Q, y tiene todo el día libre.
– Tú eres el jefe de esto, y yo
necesito el informé. -Esperó un segundo-. Con las butacas de tribuna van dos
pases para vestuarios…
– Ya. Bien, no estará de más hacer
alguna averigua?ción. -Marcó su código y luego el archivo-. Suzie-Q lo guardó,
bravo por ella. Jefe Berenski, invalidar seguri?dad en Archivo Pandora,
Identificación 563922-H.
PRUEBA DE VOZ VERIFICADA.
– Mostrar lexicología.
PRUEBAS DE TOXICOLOGÍA PENDIENTES.
RESULTADOS PRELIMINARES EN PANTALLA.
– Estuvo bebiendo mucho -murmuró
Dickie-. Cham?pán francés, del mejor. Seguramente murió feliz. Por lo visto era
Dom del 55. Buen trabajo, el de Suzie-Q. Aña?dió unos cuantos polvos de la
felicidad. A la difunta le gustaban las fiestas. Diría que es Zeus… No.
-Inclinó los hombros haciaadelante, como hacía siempre que estaba intrigado o
incómodo-. ¿Qué diablos es esto?
Cuando el ordenador empezaba a detallar los
ele?mentos, Dickie cortó de un capirotazo rabioso y empe?zó a examinar el
informe manualmente.
– Aquí había alguna mezcla -musitó.
Sus dedos jugaron con los controles como los
de un pianista en su primer recital: pausados, cautos, precisos. Dallas vio
cómo los símbolos iban formándose, disper?sándose y alineándose otra vez. Y
entonces vio también la pauta.
– Es la misma. -Eve miró a la
silenciosa Peabody con ojos de acero-. Es la misma sustancia.
– Yo no he dicho eso -interrumpió
Dickie-. Cállate y deja que termine de ver el análisis.
– Es la misma -repitió Eve-, con el
mismo garaba?to verde del elemento X. Pregunta, Peabody: ¿qué tie?nen en común
una top-model y un soplón de segunda clase?
– Los dos están muertos.
– Ha respondido la primera parte
correctamente. ¿Quiere intentar la segunda y doblar su premio? ¿Cómo murieron
los dos?
Peabody esbozó la más liviana de las
sonrisas:
– A palos.
– Y ahora el gran premio: tercera parte
de la pregun?ta. ¿Qué relación hay entre estos dos asesinatos aparen?temente
sin conexión?
Peabody miró al monitor:
– El elemento X.
– Premio. Transmite ese informe a mi
oficina, Dic?kie. A la mía -repitió cuando él la miró inquisitivamen?te-. Si
llaman de Ilegales, tú no sabes nada nuevo.
– Oye, no puedo esconder datos…
– Muy bien. -Eve dio media vuelta-.
Haré que te traigan esas localidades a las cinco.
– Usted lo sabía -dijo Peabody mientras
tomaban el des?lizador aéreo para ir al sector de Homicidios-. Cuando estábamos
en el apartamento de Pandora. No encontró la caja, pero sabía lo que había
dentro.
– Sospechaba -dijo Eve- que era una
mezcla nueva, que intensificaba la potencia sexual y la fuerza física.
-Consultó su reloj-. He tenido la suerte de trabajar en los dos casos a la vez,
de estar pendiente de los dos. Te?mía estar complicando las cosas, pero
entonces empecé a hacerme preguntas. Vi los dos cuerpos, Peabody. Era el mismo
tipo de exceso, la misma crueldad.
– Yo no creo que fuera cuestión de
suerte. También estuve en las dos escenas, y he estado a dos velas todo el
rato.
– Pero aprende muy rápido. -Eve saltó
del desliza?dor para tomar el ascensor hasta su nivel-. No le dé mu?chas
vueltas, Peabody. Yo llevo en esta profesión el do?ble de tiempo que usted.
Peabody entró en el tubo de cristal y miró
desintere?sadamente la ciudad a sus pies.
– ¿Por qué me ha hecho intervenir en el
caso?
– Usted tiene cerebro y sangre fría. Es
lo mismo que me dijo Feeney cuando me puso a sus órdenes. En Homi?cidios. Dos
adolescentes acuchillados y lanzados a la ram?pa de la Segunda con la
Veinticinco. Yo también estuve unos días a dos velas. Pero encontré un
resquicio de luz.
– ¿Cómo supo que quería servir en
Homicidios?
Eve salió del tubo y torció por el pasillo
en dirección a su despacho.
– Porque la muerte es insultante. Y
cuando encima te meten prisas, es el peor insulto de todos. Vamos a tomar un
par de cafés. Quiero poner todo esto por escrito an?tes de llevárselo al
comandante.
– Supongo que no podríamos comer nada.
Eve le sonrió volviendo la cabeza.
– No sé qué habrá en mi AutoChef, pero…
-Calló al entrar en el despacho y encontrarse a Casto sentado con sus largas
piernas embutidas en los consabidos téjanos encima de la mesa y cruzadas por
los tobillos-. Vaya, Casto, Jake T., como en casa, ¿eh?
– La estaba esperando, muñeca. -Guiñó
un ojo a Eve y sonrió arrebatadoramente a Peabody-. Qué tal, DeeDee.
– ¿DeeDee? -murmuró Eve, y se dispuso a
encargar café.
– Teniente. -La voz de Peabody sonó
dura como el hierro, pero sus mejillas se habían sonrosado.
– Al que le toca trabajar con un par de
polis que ade?más de listas están de buen ver es un tío con suerte. ¿Puedo
tomar yo una taza, Eve? Cargado, solo y dulce.
– Puede tomar café, Casto, pero no
tengo tiempo para consultas. He de revisar papeleo, y tengo una cita dentro de
un par de horas.
– Seré breve. -Pero no se movió de
sitio cuando ella le pasó el café-. He estado intentando meterle prisa a
Dickie. Ese tío es más lento que una tortuga coja. Como usted es primer
investigador, pensaba que podría requi?sar una muestra para mí. Tengo un
laboratorio privado para estas ocasiones. Son muy rápidos.
– Creo que no será buena idea sacar
este caso del de?partamento, Casto.
– Ese laboratorio está aprobado por
Ilegales.
– Me refiero a Homicidios. Vamos a
darle un poco más de tiempo a Dickie. Boomer ya no puede moverse.
– Vale, usted está al mando. Es que me
gustaría ter?minar pronto este caso. Deja muy mal sabor de boca. No como este
café. -Cerró los ojos y suspiró-. Santo Dios, ¿de dónde lo saca? Es verdadero
oro.
– Relaciones que tiene una.
– Ah, ese novio rico, claro. -Saboreó
otro sorbo-. Cualquier hombre se sentiría tentado de seducirla con una cerveza
fría y una enchilada.
– Lo mío es el café, Casto.
– No le culpo. -Desvió la mirada hacia
Peabody-. ¿Qué dice usted, DeeDee? ¿Le apetece una cerveza he?lada?
– La agente Peabody está de servicio
-dijo Eve vien?do que Peabody sólo tartamudeaba-. Tenemos trabajo, Casto.
– Les dejo trabajar, entonces.
-Descruzó las piernas y se puso en pie-. ¿Por qué no me telefonea cuando esté
libre, DeeDee? Sé un sitio donde hacen la mejor cocina mejicana a este lado de
río Grande. Eve, si cambia de opinión sobre esa muestra, hágamelo saber.
– Cierre la puerta, Peabody -ordenó Eve
al salir Cas?to-. Y séquese la baba del mentón, mujer.
Desconcertada, Peabody levantó una mano y al
no?tar que tenía la barbilla seca, su humor no mejoró un ápice.
– Eso no tiene gracia. Señor.
– Basta ya de «señor». Cualquiera que
responda al nombre de DeeDee pierde cinco puntos en la escala de dignidad. -Eve
se dejó caer en la butaca recién abando?nada por Casto-. ¿Qué demonios quería?
– Creía que lo había dicho claro.
– No, la razón de que estuviera aquí no
era sólo esa. -Se inclinó para conectar la máquina. Un rápido vistazo a
seguridad no mostró resquicio alguno-. Si ha estado hurgando, no se nota.
– ¿Para qué iba a abrir sus archivos?
– Es muy ambicioso. Si pudiera cerrar
el caso antes que yo, se pondría muy contento. Además, Ilegales nunca quiere
compartir un triunfo.
– ¿Y Homicidios sí? -dijo secamente
Peabody.
– Qué va. -Eve sonrió-. Hay que revisar
este infor?me. Tendremos que solicitar un experto en toxicología planetaria.
Será mejor que vayamos llenando el agujero que vamos a hacerle al presupuesto.
Media hora más tarde, eran convocadas al
despacho del jefe de policía y seguridad.
A Eve le gustaba el jefe Tibble. Era un
sujeto grande, con una mentalidad osada y un corazón más policía que político.
Después del tufo que el anterior jefe había de?jado a su paso, la ciudad y el
departamento habían sen?tido la necesidad de ese aire fresco que Tibble traía
con?sigo.
Pero Eve no sabía para qué diablos las
habían llama?do. Hasta que entró en el despacho y vio a Casto y al ca?pitán de
éste.
– Teniente, agente. -Tibble les indicó
las sillas.
Estratégicamente, Eve ocupó la que estaba
junto al comandante Whitney.
– Tenemos un pequeño lío que solucionar
-empezó Tibble-. Y lo vamos a hacer ahora y para siempre. Te?niente Dallas,
usted es primer investigador en los homi?cidios de Johannsen y Pandora.
– Así es, señor. Me llamaron para
confirmar la iden?tificación del cadáver de Johannsen pues era uno de mis
informadores. En el caso Pandora, fui requerida en la es?cena del crimen por
Mavis Freestone, que ha sido incul?pada en ese caso. Ambos expedientes siguen
abiertos y en proceso de investigación.
– La agente Peabody es su ayudante.
– La solicité como ayudante y fui
autorizada a asig?narla a mi caso por el comandante Whitney.
– Muy bien. Teniente Casto, Johannsen
también era informador suyo.
– En efecto. Yo trabajaba en otro caso
cuando en?contraron su cuerpo. No se me notificó hasta más tarde.
– Y en ese momento los departamentos de
Ilegales y Homicidios acordaron cooperar en la investigación.
– Así es. Sin embargo, cierta
información de última hora pone ambos casos bajo la jurisdicción de Ilegales.
– Pero son homicidios -protestó Eve.
– Con el vínculo de sustancias
ilegales. -Casto lució su mejor sonrisa-. El último informe del laboratorio
muestra que la sustancia hallada en el cuarto de Johannsen fue encontrada
también en el organismo de Pandora. Esta sustancia contiene un elemento
desconocido que no ha sido aún clasificado, y según el artículo seis, sec?ción
nueve, código B, todo caso relacionado con ello debe asignarse al jefe de
investigación de Ilegales.
– Excepción hecha de los casos que ya
estén siendo investigados por otro departamento. -Eve se obligó a respirar
hondo-. Mi informe sobre el particular estará listo en una hora.
– Las excepciones no son automáticas,
teniente. -El capitán de Ilegales juntó las yemas de los dedos-. Una cosa está
clara, Homicidios no tiene gente, experiencia ni infraestructura para
investigar un desconocido. Ilega?les sí. Y nos parece que escamotear datos a
nuestro de?partamento no escooperar.
– Su departamento y el teniente Casto
recibirán sen?das copias cuando el informe esté terminado. Estos ca?sos son
míos…
Whitney levantó una mano a tiempo.
– La teniente Dallas es primer
investigador. Aunque estos casos tengan que ver con sustancias ilegales, no
dejan de ser homicidios, que es lo que ella está investi?gando.
– Con todos los respetos, comandante.
-Casto ate?nuó la sonrisa-, todo el mundo sabe que usted apoya a la teniente, y
razón no le falta, dado su historial. Si pe?dimos esta entrevista con el jefe
Tibble fue para esta?blecer un juicio justo sobre prioridades. Yo tengo más
contactos en la calle, y estoy relacionado con comer?ciantes y distribuidores
de sustancias. Trabajando extraoficialmente, he conseguido acceso a fábricas,
destilerías y laboratorios, cosa que la teniente no. Añádase a eso que hay un
sospechoso acusado del asesinato de Pandora.
– Que no tenía la menor conexión con
Johannsen -terció Eve-. Fueron asesinados por la misma persona, jefe.
Tibble permaneció impasible, sin delatar su
posible decisión.
– ¿Es eso una opinión suya, teniente?
– Mi dictamen profesional, señor, que
intento de?mostrar en mi informe.
– Jefe, no es ningún secreto que la
teniente Dallas tie?ne un interés personal en el sospechoso. -El capitán habló
pausadamente-. Sería lógico que ella tratara de enmasca?rar el caso. ¿Cómo
puede dictaminar con objetividad cuando el sospechoso es una de sus mejores
amigas?
Tibble levantó un dedo para refrenar el
furor de Eve.
– ¿Su opinión, comandante Whitney?
– Confío por entero en el dictamen de
la teniente Dallas. Sabrá hacer su trabajo.
– Estoy de acuerdo. Capitán, no me
gusta mucho la deslealtad. -La regañina era suave, pero la puntería le?tal-.
Bien, ambos departamentos tienen razón en cuanto a la prioridad. Las
excepciones no son automáticas, y nos enfrentamos a un elemento desconocido que
al pa?recer está involucrado al menos en dos muertes. Ambos tenientes, Dallas y
Casto, tienen un historial ejemplar, y tengo entendido que los dos son más que
competentes en su trabajo. ¿Está de acuerdo, comandante?
– Sí, señor, los dos son grandes
policías.
– Entonces, sugiero que cooperen en
lugar de jugar al gato y al ratón. La teniente Dallas conserva su condi?ción de
primer investigador y, por tanto, tendrá al co?rriente de cualquier avance al
teniente Casto y su depar?tamento. ¿Es todo, o he de cortar a un niño en dos
como Salomón?
– Termine ese informe cuanto antes,
Dallas -masculló Whitney mientras salían-. Y la próxima vez que sobor?ne a
Dickie, hágalo mejor.
– Sí, comandante. -Eve miró la mano que
le tocaba el brazo y vio a Casto a su lado.
– Tenía que intentarlo. Al capitán le
encantan los partidos emocionantes.
A Eve no se le escapó la alusión al béisbol.
– No importa, ya que soy yo la que está
bateando. Le pasaré mi informe, Casto.
– Gracias. Yo iré a husmear por la
calle. De momen?to, nadie sabe nada de una nueva mezcla. Pero este asun?to
extraplanetario podría dar pie a algo. Conozco a un par de tipos en Aduanas que
me deben favores.
Eve dudó, pero finalmente decidió que era la
hora de tomarse en serio la cooperación.
– Pruebe con Stellar Five. Pandora
regresó de allí un par de días antes de morir. Todavía tengo que compro?bar si
hizo algún alto en el camino.
– Bien. Téngame al corriente. -Casto
sonrió y la mano que seguía en el brazo de ella bajó hasta su cintu?ra-. Tengo
la sensación, ahora que hemos ventilado nuestras diferencias, que formaremos un
equipo cojo-nudo. Aclarar este caso va a venir muy bien a nuestros respectivos
historiales.
– Me interesa más encontrar al asesino
que el efecto que eso pueda tener en mi estatus profesional.
– Eh, la justicia lo primero, que quede
claro. -Su ho?yuelo tembló-. Pero no me echaré a llorar si mis esfuer?zos
acercaran mi sueldo al de un capitán. ¿Me guarda rencor?
– No. Yo habría hecho lo mismo.
– Bien. Puede que me pase un día de
éstos a tomar un poco de ese café. -Le dio un apretón a la muñeca-. Ah, Eve,
espero que su amiga sea inocente. Lo digo en serio.
– Lo demostraré. -Él se había alejado
ya un par de zancadas cuando ella vio que no podía aguantarse-. ¿Casto?
– ¿Sí, muñeca?
– ¿Qué le ofreció?
– ¿Al tonto de Dickie? -Su sonrisa fue
tan grande como todo Oklahoma-. Una caja de escocés puro. Se lanzó sobre ella
como una rana a una mosca. -Casto sacó su lengua para ilustrarlo y guiñó de
nuevo-. Nadie soborna mejor que un poli de Ilegales, teniente.
– Lo tendré en cuenta. -Eve se metió
las manos en los bolsillos pero no pudo evitar sonreír-. Tiene estilo, eso no
hay quien se lo quite.
– Y un trasero fenomenal -dijo Peabody
antes de que pudiera callárselo-. Sólo era un comentario.
– Con el cual estoy de acuerdo. Bueno,
Peabody, esta vez hemos ganado la batalla. Veamos qué tal se nos da la guerra.
Cuando terminó de redactar el informe, Eve
estaba casi bizca. Dejó libre a Peabody tan pronto las copias fueron
transmitidas a todos los interesados. Luego pensó en cancelar su sesión con la
psiquiatra, considerando todas las razones posibles para postergarla.
Pero llegó al despacho de la doctora Mira a
la hora prevista y, una vez dentro, aspiró los conocidos aromas de té de
hierbas y perfume vaporoso.
– Me alegro de que haya venido. -Mira
cruzó sus piernas enfundadas en medias de seda. Se había cambia?do el peinado,
advirtió Eve. Lo llevaba corto en vez de recogido en un moño. Los ojos sí eran
los mismos, cla?ros, serenos y azules y repletos de entendimiento-. Tie?ne buen
aspecto.
– Estoy bien.
– No entiendo cómo puede estarlo, con
las cosas que están pasando en su vida. Profesional y personalmente. Debe de
ser tremendamente difícil para usted que una amiga íntima sea acusada de un
asesinato que usted está investigando. ¿Cómo lo lleva?
– Yo hago mi trabajo. Haciéndolo,
demostraré la ino?cencia de Mavis y descubriré quién le tendió la trampa.
– ¿Se siente escindida en su lealtad?
– No, ahora que he reflexionado sobre
ello. -Eve se frotó las manos en las perneras del pantalón. Las palmas húmedas
eran un efecto secundario habitual de sus en?trevistas con Mira-. Si tuviera
alguna duda, la más míni?ma duda de que Mavis es inocente, no sé muy bien qué
haría. Pero comono es así, la respuesta está clara.
– Eso es un consuelo para usted.
– Podríamos decir que sí. Me sentiré
más cómoda cuando haya cerrado el caso y ella quede libre. Supongo que estaba
preocupada cuando concerté esta cita con us?ted. Pero ahora me siento mejor.
– Eso es importante: controlar la
situación.
– No puedo hacer mi trabajo si no tengo
la sensación de que la domino.
– ¿Y en cuanto a su vida personal?
– Bueno, a Roarke no hay quien le
domine.
– Entonces ¿es él quién lleva las
riendas?
– Si una le deja sí. -Eve rió-.
Seguramente él diría lo mismo de mí. Imagino que los dos tratamos de llevar las
riendas, pero al final vamos en la misma dirección. Él me quiere.
– Parece que eso le sorprende.
– Nadie me ha querido nunca. Al menos
de este modo. Para alguna gente es muy fácil decirlo. Las pala?bras. Pero con
Roarke no son sólo palabras. Él me cono?ce por dentro, y no me importa.
– ¿Debería importar?
– No lo sé. No siempre me gusta lo que
veo, pero a él sí. O al menos lo comprende. -Y Eve comprendió en ese momento
que era de eso de lo que necesitaba hablar. De aquellos puntos negros-. Quizá
sea porque los dos tuvi?mos un comienzo difícil. Supimos, cuando éramos
demasiado jóvenes parasaberlo, que la gente puede ser muy cruel. Que el poder
no solamente corrompe, sino que mutila. Él… yo nunca había hecho el amor antes.
Me había acostado con gente, sí, pero nunca sentí nada más allá de una cierta
liberación. Nunca pude tener intimi?dad -acabó diciendo-. ¿Ésa es la palabra?
– Sí, creo que justamente ésa. ¿Por qué
le parece que con él ha conseguido intimidad?
– Roarke no lo habría aceptado de otra
forma. Por?que él… -Sintió ganas de llorar y parpadeó-. Porque él abrió algo
que había dentro de mí y que yo había cerra?do a cal y canto. De alguna manera,
tomó el control de esa parte de mi ser, o yo le dejé que lo tomara. Esa parte
de mí murió siendo yo pequeña cuando…
– Se sentirá mejor si lo dice, Eve.
– Cuando mi padre me violó. -Suspiró y
las lágrimas ya no tuvieron importancia-. Me violó, me forzó y me hizo daño. Me
utilizaba como si fuera una prostituta cuando yo era demasiado pequeña y débil
para impedír?selo. Me sujetaba o me ataba. Me pegaba hasta que yo apenas podía
ver, o metapaba la boca para que no pu?diera gritar. Y me penetraba a la
fuerza, y se metía hasta que el dolor era casi tan obsceno como el acto en sí.
Y nadie podía ayudarme, yo no podía hacer otra cosa que esperar la próxima vez.
– ¿Comprende usted que no debía
culparse por ello? -preguntó dulcemente Mira. Cuando finalmente se abría un
acceso, pensó, uno tenía que extraer todo el ve?neno con cuidado, lentamente, a
conciencia-. ¿Ni en?tonces ni ahora ni nunca?
Eve se enjugó las mejillas.
– Yo quería ser policía porque los
policías tienen el control, detienen a los criminales. Me parecía muy
senci?llo. Después, una vez en el cuerpo, empecé a ver que hay gente que
siempre acecha a los débiles y los inocentes. No, no fue culpa mía. La culpa
fue de él y de la gente que fingía no ver ni oír nada. Pero aún tengo que
apechugar con ello, y era más fácil hacerlo cuando no recordaba.
– Pero hace mucho tiempo que lo
recuerda, ¿verdad?
– A trozos. Todo lo que pasó antes de
que me encon?traran en el callejón cuando tenía ocho años no eran más que
retazos.
– ¿Y ahora?
– Más retazos, demasiados. Y todo está
más claro, más próximo. -Se pasó la mano por la boca y delibera?damente la bajó
de nuevo a su regazo-. Puedo ver su cara. Antes no era capaz de hacerlo.
Durante el caso DeBlass, el pasado invierno, creo que se produjeron
sufi?cientes coincidencias como para que eso ocurriera. Lue?go llegó Roarke, y
todo empezó a surgir de forma más clara y más rápida. Ya no puedo pararlo.
– ¿Es eso lo que quiere?
– Si pudiera, barrería de un plumazo
esos ocho años. -Lo dijo cruelmente, pues lo sentía así-. Ya no tienen que ver
conmigo. No quiero que tengan nada que ver conmigo nunca más.
– Eve, por más horribles y obscenos que
fueran esos ocho años, son parte de su vida. Le ayudaron a forjar su fortaleza,
su compasión hacia los inocentes, su comple?jidad, su resistencia. Recordar y
enfrentarse a esos re?cuerdos no cambiará lo que usted es ahora. A menudo le he
recomendado que acceda a la autohipnosis. Ya no lo voy a hacer. Creo que su
subconsciente está dejando aflorar esos recuerdos a su propio ritmo.
Si era así, Eve quería que el ritmo fuese
lento, que la dejara respirar.
– Quizá hay cosas que no estoy
preparada para re?cordar. Hay un sueño que no deja de repetirse última?mente.
Una habitación, un cuarto nauseabundo con una luz roja que parpadea en la
ventana. Se enciende y se apaga. Una cama. Está vacía, pero manchada. Sé que es
sangre. Mucha sangre. Me veo a mí misma acurrucada en un rincón del suelo. Allí
hay más sangre. Estoy cubierta de sangre. Estoy mirando a la pared y no me veo
la cara. No puedo ver con claridad, pero seguro que soy yo.
– ¿Está sola?
– Eso creo. No lo sé. Sólo veo la cama,
el rincón y la luz que se enciende y se apaga. A mi lado en el suelo hay un
cuchillo.
– Usted no tenía heridas de cuchillo
cuando la en?contraron.
Eve miró a la doctora con ojos hundidos y
obsesio?nados.
– Ya lo sé.
Capitulo Diez
Eve esperaba encontrar la fría desaprobación
de Summerset al entrar en la casa. Estaba habituada a ello. No pudo explicar a
qué perversa racha de suerte se de?bió su decepción ante el hecho de que él no
la recibiera con algún comentario despectivo.
Entró en el salón contiguo al vestíbulo y
conectó el sensor mural.
– ¿Dónde está Roarke?
ROARKE ESTÁ EN EL GIMNASIO, TENIENTE. ¿DESEA
PONERSE EN CONTACTO CON ÉL?
– No. Desconectar. -Iría a verlo por sí
misma. Sudar un rato en los aparatos tal vez le ayudaría a despejar la mente.
Subió la escalera que quedaba oculta por el
panel del pasillo, descendió un nivel y atajó por la zona de la pisci?na con su
laguna de fondo negro y su vegetación tro?pical.
Aquí abajo hay otro de los mundos de Roarke,
pen?só. La lujosa piscina con una pantalla cenital que podía simular el claro
de luna, los rayos del sol o una noche es?trellada con sólo tocar un control;
la sala de hologramas donde cientos de juegos permitían pasar una noche
tranquila, el baño turco, el tanque de aislamiento, el área para prácticas de
tiro, un pequeño teatro, y una sala de atención médica superior a muchos
ostentosos centros de salud.
Juguetes para ricos, se dijo. O quizá Roarke
los lla?maría herramientas de supervivencia; un medio necesa?rio para relajarse
en un mundo que se movía cada vez más deprisa. Él sabía equilibrar el trabajo y
la relajación mejor que ella, Eve lo reconocía. De algún modo había encontrado
la clave para disfrutar de lo que tenía mien?tras hacía planes para acumular
más cosas.
Eve había aprendido bastante de Roarke en
los últi?mos meses. Una de las lecciones más importantes era que a veces era
mejor dejar a un lado las preocupaciones, las responsabilidades, incluso la sed
de respuestas, y ser sim?plemente uno mismo.
Eso fue lo que pensó Eve al entrar en el
gimnasio y marcar el código para cerrar la puerta después.
Roarke no era hombre que escatimara en su
equipo y tampoco era de los que toman el camino fácil y pagan para que le
esculpan el cuerpo, le tonifiquen los múscu?los y le reanimen los órganos. El
sudor y el esfuerzo eran para él tan importantes como el banco de gravedad, la
pista acuática o el centro de resistencia. Se tenía por un hombre que valoraba
la tradición, y su gimnasio perso?nal estaba también repleto de anticuadas
pesas, bancos inclinados y un sistema de realidad virtual.
Ahora estaba utilizando las pesas, haciendo
largos y lentos ejercicios mientras contemplaba un monitor encendido y hablaba
con alguien por un enlace por?tátil.
– En esto la seguridad es prioritaria,
Teasdale. Si hay un fallo, encuéntrelo. Y arréglelo. -Miró ceñudo la pan?talla
y pasó a hacer flexiones-. Tendrá que espabilar un poco. Si va a haber exceso
de costes, tendrá que justifi?carlos. No, Teasdale, no he dicho defender sino
justificar. Transmita un informe a mi despacho para las nue?ve en punto, hora
planetaria. Desconectar.
– Qué duro eres, Roarke.
Él desvió la vista mientras se apagaba el
monitor y sonrió a Eve.
– El negocio es como la guerra,
teniente.
– Tal como tú juegas, es letal. Si yo
fuera Teasdale, me habría puesto a temblar en mis botas de gravedad.
– Ésa era la idea. -Dejó las pesas en
el suelo para qui?tarse los cascos. Eve vio cómo iba al centro de resisten?cia,
ponía un programa y empezaba con pesas de pier?nas. Distraídamente, Eve cogió
una pesa y trabajó el tríceps sin dejar de mirarle.
La cinta de la cabeza le daba aspecto de
guerrero, pensó Eve. Y la camiseta sin mangas y el calzón oscuros dejaban ver
una atractiva musculatura y una piel perlada de honrado sudor. Viendo aquellos
músculos y aquel sudor, Eve le quiso.
– Pareces satisfecha de ti misma,
teniente.
– De hecho, quien me satisface eres tú.
-Inclinó la ca?beza y paseó la mirada por el cuerpo de Roarke-. Tienes un
cuerpo fabuloso.
Arrugó la frente cuando Eve se le subió a
horcajadas y le tocó los bíceps:
– Estás macizo.
Él sonrió. Veía que Eve estaba de un humor
especial, pero no sabía cuál.
– ¿Quieres ponerme a prueba?
– No pensarás que me das miedo. -Sin
apartar los ojos de él, Eve se despojó de la pistolera y k colgó de una barra-.
Vamos. -Fue hasta una colchoneta y flexionó los dedos con aire retador-. A ver
si puedes tum?barme.
Sin moverse de sitio, Roarke estudió a Eve.
Había en sus ojos algo más que desafío. Si no se equivocaba, lo que había allí
era deseo.
– Eve, estoy empapado en sudor.
– Cobarde -replicó ella.
Él dio un respingo.
– Deja que me duche y luego…
– Gallina. Sabes, hay hombres que siguen
empeña?dos en creer que una mujer no puede equipararse a ellos en el plano
físico. Como sé que tú esto lo tienes supera?do, será que tienes miedo de que
te dé una zurra.
Eso le convenció.
– Terminar programa. -Roarke se
incorporó lenta?mente y alcanzó una toalla. Se secó la cara-. ¿Quieres pelea?
Te dejo que calientes un poco.
La sangre de Eve ya estaba a cien.
– Ya estoy caliente. Lucha libre.
– Nada de puños -dijo él al pisar la
colchoneta. Al ver que ella bufaba despectivamente, Roarke achicó los ojos-. No
pienso pegarte.
– Vale. Como si pudieras…
Él fue más rápido, la pilló desprevenida y
la hizo caer de culo.
– Tramposo -murmuró ella poniéndose en
pie de un salto.
– Vaya, ahora resulta que hay reglas.
Se agazaparon, dando vueltas en círculo. Él
esquiva?ba, ella atacaba. Estuvieron agarrados durante diez se?gundos; las
manos de ella resbalaban en la piel sudorosa de él. Un rápido gancho de Roarke
hubiera funcionado de no ser porque ella se anticipó hurtando el cuerpo. Con un
rápido movimiento, Eve le hizo rodar.
– Estamos empatados. -Se agazapó otra
vez mientras él se levantaba y se atusaba el pelo.
– Muy bien, teniente. Voy a dejar de
defenderme.
– ¿Defenderte? Y una mierda. Estabas…
Roarke estuvo a punto de atraparla otra vez,
y la habría tumbado si ella no hubiera comprendido a tiem?po que su táctica era
distraerla con insultos. Esquivó la llave y entonces, cuando sus caras
estuvieron muy cer?ca, los cuerpos en pleno esfuerzo, ella sacó su mejor arma.
Deslizó una mano entre las piernas de él y
le acarició los testículos. Él la miró entre sorprendido y gozoso. «Vaya»,
murmuró aproximando los labios a los de ella antes de que Eve cambiara de
presa.
Roarke ni siquiera tuvo tiempo de maldecir
mien?tras salía volando por los aires. Aterrizó con un golpe sordo y ella se le
echó encima, presionándole la entre?pierna con una rodilla e inmovilizándole
los hombros con las manos.
– Has perdido, amigo.
– Mira quién hablaba de trampas.
– No seas mal perdedor.
– Es difícil discutir con una mujer que
tiene la rodilla encima de mi ego.
– Bien. Ahora tú y yo vamos a hablar.
– ¿De veras?
– Lo que oyes. Te he ganado. -Eve ladeó
la cabeza y alargó la mano para quitarle la camiseta-. Coopera y no tendré que
hacerte daño. Así. -Cuando él alargó el brazo, Eve le agarró las manos y se las
puso sobre la col?choneta-. Aquí mando yo. No me hagas sacar las es?posas.
– Mmm. Interesante amenaza. Por qué no…
Ella le hizo callar con un beso ardoroso.
Instintiva?mente,él flexionó las manos bajo las de ella, quería to?carla,
tomarla. Pero comprendió que ella quería otra cosa, algo más.
– Voy a poseerte. -Eve le mordió el
labio, haciéndole desearla todavía más-. Voy a hacer contigo lo que quiera.
Él empezó a jadear.
– Sé dulce conmigo… -consiguió decir, y
sintió que la risa de ella tenía pasión.
– Sigue soñando.
Eve fue ruda: rápidas y exigentes manos,
impacien?tes e inquietos labios. Roarke casi podía sentir cómo vi?braba en ella
la necesidad salvaje, cómo penetraba en él con una implacable energía que
parecía alimentarse de sí misma. Si Eve quería dominar, él se lo permitiría. O
eso pensaba. Pero en algún momento de su propia eferves?cencia, perdió la
oportunidad de hacerlo.
Eve le arañó con los dientes, se los clavó
con fuerza hasta que los músculos que él había tonificado empeza?ron a temblar.
Su visión falló cuando ella le tomó la boca, le trabajó a fondo, rápido,
obligándole a luchar contra su instinto o a explotar.
– No te me resistas. -Eve le mordisqueó
el muslo y volvió a subir por su torso mientras la mano sustituía a la boca-.
Quiero hacer que te corras. -Atrajo la lengua de él hacia su boca, mordió,
soltó-. Vamos.
Vio cómo sus ojos se ponían opacos segundos
antes de que notara su orgasmo. La risa de ella tembló de po?der cuando le
dijo:
– He ganado otra vez.
– Dios. -Roarke acertó apenas a
rodearla con sus brazos. Se sentía débil como un niño, y mezclado con el
desconcierto por su total pérdida de control había un vertiginoso goce-. No sé
si disculparme o darte las gra?cias.
– Ahórrate ambas cosas. Aún no he
terminado con?tigo.
Él casi rió, pero ella ya le estaba
mordisqueando la mandíbula y mandando nuevas señales a su maltrecho organismo.
– Cariño, tendrás que darme un respiro.
– Yo no tengo que hacer nada. -Estaba
ebria de vo?luptuosidad, saturada de la energía que le daba su po?der-. Sólo
tienes que aceptar.
Poniéndose a horcajadas, Eve se quitó la
camiseta por la cabeza. Sin dejar de mirarle, se pasó las manos por el torso y
los pechos, arriba y abajo, la boca llena de sali?va. Luego le cogió las manos
y se las acercó. Con un sus?piro, cerró los ojos.
Su tacto le resultaba familiar, pero siempre
nuevo. Y siempre excitante. Roarke jugueteó con los pezones hasta notarlos
calientes y al borde del dolor, tirando después de ellos hasta que notó en ella
una respuesta inequívoca.
Ella se arqueó hacia atrás mientras él se
erguía para cubrirla con su boca. Ella le sujetó la cabeza y se dejó lle?var
por las sensaciones: el roce de los dientes sobre la carne sensible pasando de
tierno a brutal, el contacto de los dedos de él en sus caderas, el resbaladizo
deslizar de carne sobre carne y el tórrido y penetrante olor a su?dor y sexo. Y
cuando ella le requirió con la boca, el sa?bor explosivo de la lujuria.
Él emitió un sonido entre gruñido y
juramento cuando ella se apartó. Eve se puso rápidamente en pie, contenta de
notar que le temblaban las piernas de deseo. No necesitaba decirle que jamás
había sido así con na?die más que con él. Él ya lo sabía. Igual que ella había
acabado sabiendo que Roarke encontraba más con ella, en cierto modo, que con
ninguna otra.
Se quedó en pie, sin querer acompasar por
más tiem?po la respiración, sin que la sorprendieran ya los escalo?fríos que la
sacudían. Se quitó los zapatos, se desabro?chó el pantalón y lo lanzó a un
lado.
El sudor la cubría de pies a cabeza mientras
él la exa?minaba de arriba abajo. Nunca había creído tener un cuerpo bonito.
Era un cuerpo de poli, y tenía que ser fuerte, resistente, flexible. Con Roarke
había descubier?to lo maravillosos que podían ser estos aspectos para una
mujer. Temblando un poco, puso una rodilla a cada lado de Roarke y se inclinó
para perderse en el vertigi?noso placer del boca sobre boca.
– Todavía mando yo -susurró al
incorporarse.
Él le sonrió con una mirada ardiente:
– Empléate a fondo.
Ella descendió y se empaló lenta,
atormentado?ramente. Y cuando él estuvo al fondo, cuando ella se quedó rígida,
arqueada hacia atrás, dejó escapar un so?llozo desgarrador al sentir un primer
y glorioso orgas?mo recorriendo todo su cuerpo. Se lanzó codiciosa so?bre él
una vez más, le agarró las manosy empezó a cabalgar.
Su cabeza, su sangre, eran un cúmulo de
explosio?nes. Tras los ojos cerrados bailaban colores bulliciosos y dentro de
ella no había más que Roarke y la desespera?da necesidad de más Roarke, todavía
más. Un clímax sucedía a otro, haciéndola saltar de placer antes de que pudiera
posarse de nuevo. El horrible dolor que sentía dentro iba y venía hasta que, al
fin, su cuerpo se arrella?nó nacidamente sobre el de él. Eve pegó la cara al
cuello de Roarke y esperó que volviera la cordura.
– Eve.
– ¿Hummm?
– Me toca a mí.
Ella le miró con ojos entrecerrados y él la
hizo vol?ver de espaldas. Eve tardó un segundo en sentir que la penetraba.
– Pensaba que tú, que los dos…
– Tú sí-murmuró él, viendo cómo un
rebrote de pla?cer le asomaba a la cara mientras él se movía dentro-. Ahora
eres tú la que ha de aceptar.
Ella rió, pero su carcajada se convirtió en
gemido.
– Acabaremos matándonos si seguimos
así.
– Me arriesgaré. No, no cierres los
ojos. Mírame. -Roarke vio cómo los ojos se ponían vidriosos cuando él aceleró
el ritmo, oyó su grito ahogado al penetrarla él más y más.
Y luego ambos se pusieron a
embestirse,ávidas las manos de ella, impacientes las caderas de él. Estaban
trabados, como dos boxeadores esperando la cuenta y boqueando. Él había
resbalado un poco hacia abajo, y veía que aunque sus pechos estaban al alcance
de sus labios, ya no tenía vigor para aprovecharse de ello.
– No me noto los pies -dijo ella-. Ni
los dedos de la mano. Creo que me he roto algo.
Roarke temió estar cortándole el aire y la
circula?ción. Haciendo un esfuerzo, invirtió su posición y pre?guntó:
– ¿Mejor ahora?
Ella aspiró una larga bocanada de aire.
– Creo que sí.
– ¿Te he hecho daño?
– ¿Qué?
Roarke le inclinó la cabeza y escrutó
aquella sonrisa inexpresiva.
– Déjalo. ¿Has terminado conmigo?
– De momento.
– Menos mal. -Él se echó hacia atrás y
se concentró en respirar.
– Dios, menudo estropicio.
– No hay nada como el sexo viscoso y mojado para recordarle a uno
que es humano. Vamos.
– ¿Adonde?
– Cariño -le plantó un beso en el
hombro húmedo-, tienes que ducharte.
– Pienso dormir aquí un par de días.
-Ella se ovilló y bostezó-. Ve tú primero.
Él meneó la cabeza y haciendo acopio de
fuerzas apartó a Eve y se puso en pie. Tras inspirar profunda?mente, alargó el
brazo y se la echó a la espalda.
– Sí, claro, aprovéchate de una muerta.
– De un peso muerto -masculló él y
cruzó el gimna?sio en dirección a los vestuarios. Ajustando el peso de Eve
sobre sus hombros, entró a la zona embaldosada. Con una sonrisa perversa, se
dio la vuelta de forma que la cara de ella recibiera toda la fuerza de una de
las du?chas.
– Sesenta y tres grados. Máxima
potencia.
– Sesenta y… -fue todo lo que Eve pudo
decir. El res?to se perdió en medio de gritos y exclamaciones que re?sonaron en
los relucientes azulejos.
Ya no era un peso muerto sino una mujer
mojada, y desesperada.Él rió mientras ella balbucía y le insultaba a placer.
– ¡Noventa! -gritó ella-. ¡Noventa
jodidos grados!
Cuando el chorro salió casi hirviendo, Eve
consi?guió aguantar la respiración.
– ¡Te mataré, Roarke!
– Es bueno para ti, cariño. -Roarke la
dejó en el sue?lo y le ofreció el jabón-. Lávate, teniente. Me" muero de
hambre.
Ella también.
– Te mataré después -decidió-. En
cuanto haya co?mido.
Una hora después, Eve estaba limpia,
satisfecha, vestida y atacando un grueso filete.
– Sólo me caso contigo por el sexo y el
dinero, sabes.
Él bebió un poco de vino tinto y la observó
comer a dos carrillos.
– Pues claro.
Eve mordió una patata frita.
– Y porque eres guapito de cara.
Roarke se limitó a sonreír.
– Eso dicen todas.
No eranésas las razones, pero un buen polvo,
un buen filete y una cara bonita podían aplacar cualquier mal humor. Eve le
sonrió.
– ¿Cómo está Mavis?
Él había estado esperando que lo preguntara,
pero sabía que ella había tenido que sacarse algo antes del or?ganismo.
– Bien. Está en su suite celebrando una
especie de reunión con Leonardo. Puedes hablar con ellos mañana por la mañana.
Eve miró su plato mientras seguía cortando
la carne.
– ¿Qué opinas de él?
– Creo que está desesperadamente, casi
patéticamen?te enamorado de Mavis. Y como tengo cierta experiencia en ese tipo
de emociones, me solidarizo con su situación.
– No hemos podido verificar sus
movimientos la no?che del crimen. -Ella cogió su copa de vino-. Tenía el móvil,
tenía medios, y muy probablemente la oportuni?dad. No hay ninguna prueba física
que lo vincule al cri?men, pero éste tuvo lugar en su apartamento y el arma
homicida le pertenecía.
– ¿Te lo imaginas matando a Pandora y
luego organi?zando la escena para inculpar a Mavis?
– No. Aunque sería más fácil decir que
sí. -Eve tam?borileó con los dedos en la mesa y volvió a coger la copa que
había dejado-. ¿Conoces a Jerry Fitzgerald?
– Sí, la conozco. -Esperó un segundo-.
No, no me he acostado con ella.
– Quién te lo pregunta.
– Es para abreviar.
Ella se encogió de hombros y bebió un poco
más.
– A mí me parece astuta, ambiciosa,
inteligente y dura.
– Sueles dar en la diana.
– No sé mucho de modelos, pero he
investigado un poco la profesión. Al nivel de Fitzgerald, los premios son muy
importantes. Dinero, prestigio, publicidad. Ser cabeza de cartelera en un show
tan anunciado como el de Leonardo merece créditos grandes y una cobertura
total. Eso le permitiría ocupar el puesto de Pandora.
– Si sus diseños tienen garra, valdría la pena gastarse una suma
importante en ser el primer patrocinador -con?cedió Roarke-. Pero eso no deja
de ser una conjetura.
– Jerry tienen un lío con Justin Young,
y reconoció que Pandora estaba tratando de apartarlo de ella.
Roarke reflexionó:
– No me imagino a Jerry Fitzgerald
convertida en asesina por amor a un hombre.
– Ya, seguramente por un estilista lo
haría -admitió Eve-, pero hay más.
Le habló de la conexión entre la muerte de
Boomer y la nueva mezcla hallada en el organismo de Pandora.
– No hemos dado con el escondrijo.
Alguien más fue a buscarlo, y sabía dónde mirar.
– Jerry ha criticado públicamente las
ilegales. Claro que eso es de puertas afuera -añadió Roarke-. Y aquí se trata
de beneficios, no de reuniones sociales.
– Ésa es mi hipótesis. Una mezcla así,
muy adictiva, potente, etcétera, podría generar grandes beneficios. El hecho de
que sea letal en última instancia no frenará su distribución ni su consumo.
Apartó el filete a medio terminar, con un
gesto que hizo arquear una ceja a Roarke. Cuando no comía, es que estaba
preocupada.
– Yo creo, Eve, que estás a punto de
hincarle el diente a una pista. Una pista que se aparta totalmente de Mavis.
– Sí. -Se levantó, inquieta-. Una pista
que no apunta hacia nadie. Fitzgerald y Young se cubren mutuamente. Los discos
de seguridad confirman su paradero en el momento de la muerte. Paul Redford no
tiene coartada, o a la que tiene le sobran agujeros, pero no puedo echar?le el
guante. Por ahora.
Que quería eso le pareció muy claro a
Roarke:
– ¿Qué impresión sacaste?
– Insensible, despiadado, interesado.
– No te cayó bien.
– Pues no. Es empalagoso, presumido,
cree que pue?de manejarme sin forzar su materia gris. Y me ofreció información,
como hicieron Young y Fitzgerald. No me gustan los voluntarios, sabes.
Roarke pensó que la mente de un policía era
una caja de sorpresas.
– Te habrías fiado más si hubieras
tenido que sacarle la información a la fuerza.
– Claro. -Para ella era una regla
básica-. Estaba an?sioso por chivarme que Pandora consumía drogas. Igual que
Fitzgerald. Y los tres se alegraron casi de decirme que la víctima les caía
fatal.
– Supongo que no se te ocurrió que
pudieran ser sin?ceros.
– Cuando la gente es tan franca, y más
con un policía, normalmente es que debajo hay algo. Voy a tener que sonsacarles
un poco. -Dio una vuelta y se sentó de nue?vo-. Luego está el hombre de
Ilegales con el que no dejo de tropezarme.
– Casto.
– El mismo. Quiere los casos, y aceptó
muy bien que el tiro le saliera por la culata, pero con él no será como
par?ticipar a partes iguales. Casto quiere ascender a capitán.
– ¿Tuno?
Ella le miró fríamente.
– Cuando me lo haya ganado.
– Y, por supuesto, mientras tanto
participarás a par?tes iguales con Casto.
– Cierra el pico, Roarke. El caso es
que he de relacio?nar ambas muertes de una forma sólida. He de encontrar la
persona o personas que los pusieron en contacto, que conocían a Boomer y a
Pandora. Hasta entonces, Mavis tiene pendiente un juicio por asesinato.
– Tal como lo veo, tienes dos caminos
que explorar.
– ¿Que son?
– El que conduce a la alta costura y el
que conduce a las calles, uno reluciente y otro arenoso. -Encendió un
cigarrillo-. ¿Dónde dices que estuvo Pandora antes de regresar al planeta?
– En Starlight Station.
– Tengo algunos intereses allí.
– Vaya sorpresa -dijo ella secamente.
– Puedo hacer algunas preguntas. El
tipo de gente que Pandora frecuentaba no reacciona muy bien ante una placa de
policía.
– Si no obtengo las respuestas
adecuadas, tal vez ten?ga que ir yo personalmente.
Algo en su tono puso a Roarke en alerta.
– ¿Problemas?
– No, ninguno.
– Eve…
Ella se apartó de la mesa.
– Nunca he salido del planeta.
Él la miró divertido.
– ¿Nunca?
– ¿Crees que la gente se pone en órbita
simplemente por el prurito de hacerlo? Aquí abajo hay trabajo de so?bra para
todos.
– No tienes nada que temer -dijo él,
sabiendo de qué pie calzaba-. Un viaje espacial es más seguro que condu?cir por
Nueva York.
– Chorradas -dijo ella por lo bajo-. Yo
no he dicho que tenga miedo. Si tengo que hacerlo, lo haré. Prefería no
hacerlo, eso es todo. Cuanto menos se me escape este caso, más rápido
demostraré la inocencia de Mavis.
– Hummm. -Muy interesante, pensó él. Su
valerosa teniente tenía una fobia-. ¿Y si vemos qué puedo averi?guar yo?
– Tú eres un civil.
– Extraoficialmente, claro.
Ella lo miró y vio que había un
entendimiento mu?tuo. Suspiró.
– Bueno. Supongo que no tendrás un
experto en flo?ra extraplanetaria para prestarme mientras tanto. Él volvió a
coger su copa de vino y sonrió. -Pues ya que lo dices…
Capitulo Once
El caso estaba yendo en demasiadas
direcciones a la vez, pensó Eve. El mejor trayecto era el más familiar. Optó
por la calle.
Había dejado a Peabody con un montón de
datos por comprobar y llamado a Feeney para que le pusiera al corriente, pero
salió en solitario. No quería charlar con nadie de cosas triviales, ni que
nadie metiera las narices. Había pasado una mala noche y era muy consciente de
que se le notaba.
Esta pesadilla había sido una de las peores.
La había acosado hasta hacerla despertar empapada en sudor, he?cha una pena. Su
único consuelo había sido que el alba había hecho acto de presencia en el
clímax de la pesadi?lla. Y se había encontrado sola en la cama mientras Roarke
estaba ya en la ducha.
Siél la hubiera visto u oído, ella no habría
consegui?do salir de casa. Tal vez era orgullo equivocado, pero Eve había
utilizado todas sus tácticas para evitarle y an?tes de salir a hurtadillas de
la casa le había dejado una breve nota.
También había esquivado a Mavis y Leonardo,
y sólo se había tropezado con Summerset lo suficiente para recibir una de sus
paralizantes miradas.
Al dejar atrás la casa de Roarke, había
tenido la preocupante sensación de que se alejaba de muchas cosas más. La
respuesta, o así lo esperaba, estaba en el trabajo. De eso sí entendía. Se
detuvo en frente del club Down amp; Dirty en el East End y se apeó del coche.
– Eh, rostro pálido.
– ¿Cómo va todo, Crack?
– Oh, reina la calma. -El gigantesco
negro con la cara trabada de tatuajes le sonrió. Su pecho, que parecía un
lanzacohetes, estaba parcialmente cubierto por un cha?leco que le colgaba hasta
las rodillas y añadía estilo al ta?parrabos rosa fluorescente que lucía-.
Parece que hoy también vaa hacer calor.
– ¿Tienes tiempo para ofrecerme algo?
– Quizá. Por ti sí, culona. ¿Has
seguido mi consejo y has devuelto la placa para menearte como sabes en el Down
amp; Dirty?
– Ni lo sueñes.
Él rió, palmeándose la tripa.
– No sé por qué me caes tan bien.
Vamos, entra, remójate el gaznate y cuéntale a Crack qué se cuece por ahí.
Eve había estado en peores pubs, y daba las
gracias por haber estado en mejores. Los rancios olores noctur?nos impregnaban
el aire: incienso, perfumes baratos, li?cor, humo de procedencia dudosa,
cuerpos sin lavar y sexo casual.
Era demasiado temprano incluso para los más
adic?tos. Las sillas estaban boca abajo sobre las mesas y pudo ver donde un
androide había fregado descuidadamente el pegajoso suelo. Atrás quedaban
sustancias que ella prefería no identificar. Con todo, las botellas relucían
tras la barra a la luz de colores. En el escenario de la de?recha, una
bailarina envuelta en unas mallas rosa practi?caba unos pases.
Con un gesto de cabeza, Crack despidió al
androide y a la bailarina.
– ¿Qué te apetece, rostro pálido?
– Café solo.
Crack fue tras el mostrador, sonriendo.
– Vale. ¿Te añado un par de gotas de mi
reserva espe?cial?
Eve levantó un hombro.
– Claro.
Crack programó el café y luego abrió un
pequeño ar?mario de donde sacó una botella ideal para un genio. In?clinada
sobre la empañada barra, sintiendo los olores, Eve se relajó un poco. Sabía por
qué le gustaba Crack, un noctámbulo al que apenas conocía pero que comprendía
bien. Formaba parte de un mundo que ella había fre?cuentado durante buena parte
de su vida.
– Bueno, ¿qué haces tú en un tugurio
como éste? ¿Asuntos de trabajo?
– Eso me temo. -Probó el café y contuvo
el aliento-. Menuda reserva, Dios.
– Sólo para mis mejores amigos. Raya el
límite de lo legal. -Guiñó un ojo-. Por muy poco. ¿Qué quieres de Crack?
– ¿Conocías a Boomer? Carter Johannsen.
Un bus?cador de datos.
– Conocía a Boomer. La ha palmado.
– Sí, es verdad. Alguien se empleó a
conciencia. ¿Al?guna vez hiciste negocios con él, Crack?
– Venía aquí de vez en cuando. -Él
prefería su licor de reserva sin mezclar. Echó un trago y chasqueó los labios
satisfecho-. A veces tenía pasta y a veces no. Le gustaba ver el espectáculo,
hablar de cosas. Era bas?tante inofensivo. Supe que le habían desgraciado la
cara.
– En efecto. ¿Quién pudo hacerle eso?
– Supongo que alguien se cabreó con él.
Boomer te?nía las orejas grandes. Y si iba un poco ciego, también tenía la boca
grande.
– ¿Cuándo le viste por última vez?
– Uf, no me acuerdo. Hará unas semanas,
creo. Me parece que entró una noche con el bolsillo lleno de cré?ditos. Compró
una botella, unas cuantas pastillas y un cuarto privado. Lucille entró con él.
No, qué coño, no era Lucille. Fue Hetta. Todas las blancas parecéis iguales -dijo
con un guiño.
– ¿Le contó a alguien cómo se había
llenado los bol?sillos?
– Puede que a Hetta, iba ciego como
para eso y más. Parece que Boomer no quería dejar de ser feliz. Hetta dijo que
él pensaba convertirse en empresario o yo qué sé. Nosotros nos reímos y luego
él salió del cuarto y se subió desnudo al escenario. La que se armó. El tipo
tenía la polla más patética que hayas visto nunca.
– O sea que estaba celebrando un
negocio.
– Eso diría yo. Tuvimos bastante
trabajo. Me tocó partir unas cuantas cabezas y echar a un par de tipos.
Recuerdo que cuando estaba fuera en la calle, él salió co?rriendo del local. Le
sujeté, en plan de broma. Ya no pa?recía contento, sino más bien cagado de
miedo.
– ¿Dijo algo?
– Sólo se zafó y echó a correr. Es la
última vez que le vi, si mal no recuerdo.
– ¿Quién le asustó? ¿Con quién había
hablado?
– Eso no lo sé, monada.
– ¿Viste a alguna de estas personas
aquí esa noche? -Sacó unas fotos de su bolso: Pandora, Jerry, Justin, Redford
y, pues era necesario hacerlo, Mavis y Leo?nardo.
– Eh, a esas dos las conozco. Son
modelos. -Sus gruesos dedos acariciaron a Jerry y Pandora-. La peli?rroja venía
de vez en cuando, a buscar pareja y mierda. Es posible que estuviera aquí esa
noche, no te lo sé decir. Los otros no están en nuestra lista de invitados, por
así decir. Al menosno los reconozco.
– ¿Alguna vez viste a la pelirroja con
Boomer?
– Él no era su tipo. A ella le gustaban
grandes, estúpi?dos y jóvenes. Boomer sólo era estúpido.
– ¿Qué sabes de una nueva mezcla que
corre por ahí, Crack?
Su enorme cara se quedó de pronto sin
expresión:
– No he oído nada.
Ella sabía que había algo más. Sacó unos
créditos y los dejó sobre la barra:
– ¿Te mejora esto el oído?
Crack miró los créditos y luego la miró a
ella. Vien?do que se prestaba a negociar, Eve añadió unos pocos más. Los
créditos desaparecieron.
– Bueno, ha habido ciertos rumores
sobre un nuevo producto. Muy potente, de efectos prolongados y caro. He oído
que lo llaman Immortality. Por aquí, de mo?mento no lo hemos visto. Nuestros
clientes no pueden pagar drogas de diseño. Tendrán que esperar a las reba?jas,
y eso puede llevar meses.
– ¿Habló Boomer de esa sustancia?
– Conque, se trata de eso. -Crack
estaba haciendo conjeturas-. A mí nunca me soltó nada. Como te he di?cho,
solamente he oído algunos rumores de pasada. Se le está dando muchísimo bombo,
pero no conozco a na?die que lo haya probado. El negocio es bueno -añadió con
una sonrisa-. Consigues un producto nuevo, haces que la clientela se ponga
nerviosa, que desee conocer?lo. Y cuando sale a la calle, la gente compra. Y
paga lo que sea.
– Sí, muy buen negocio. -Eve se inclinó
hacia la ba?rra-. Tú ni lo pruebes, Crack. Es letal. -Al ver que él desdeñaba
el consejo, le puso una mano en su brazo de buey-. Lo digo en serio. Es puro
veneno, veneno lento. Si alguien que te importe lo consume, avísale de que lo
deje o muy prontodejarás de verle.
Él la miró detenidamente.
– No me estás tomando el pelo, ¿eh,
rostro pálido? No será una treta de poli…
– Ninguna de las dos cosas. En cinco
años de consu?mo regular puedes cargarte el sistema nervioso y acabar con tu
vida. No es coña, Crack. Y quien lo esté fabrican?do sabe muy bien que es así.
– Vaya manera de hacer dinero.
– Es lo que digo. Bien, ¿dónde puedo
encontrar a Hetta?
Crack lanzó un bufido y meneó la cabeza.
– De todos modos, nadie se lo va a
creer cuando lo cuente. Los que lo están esperando no, desde luego. -Volvió a
mirar a Eve-. ¿Hetta? Jo, no lo sé. No la he visto desde hace semanas. Estas
chicas vienen y van, tra?bajan en un local y luego en otro.
– ¿Su apellido?
– Moppett. Lo último que sé es que
tenía un cuarto en la Novena, sobre el número ciento veinte. Si alguna vez
quieres ocupar su puesto, ricura, no tienes más que decirlo.
Hetta Moppett no pagaba el alquiler desde
hacía tres se?manas, ni había paseado por allí su magro trasero. Todo esto
según él superintendente del edificio, quien tam?bién informó a Eve que la
señorita Moppett disponía de cuarenta y ocho horas para ponerse al día en los
atrasos o se le confiscarían sus pertenencias.
Eve escuchó sus airadas quejas mientras
subía los tres miserables pisos sin ascensor. Llevaba en la mano el código
maestro que el hombre le había dado, y no le cupo duda de que ya lo había
utilizado cuando abrió el cuarto de Hetta Moppett.
Era una habitación individual de cama
estrecha y sucio ventanuco, con tímidos intentos de ambiente ho?gareño a base
de una cortina rosa con volantes y unos cojines baratos del mismo color. Eve
hizo un registro rápido, descubrió una agenda de direcciones, un libro de
crédito con más de tres mil en depósito,unas cuantas fotografías enmarcadas y
un permiso de conducir cadu?cado donde constaba la última dirección de Hetta en
Jersey.
El ropero estaba medio vacío y a juzgar por
la de?rrengada maleta que había en el estante superior, Eve dedujo que Hetta no
tenía nada más. Examinó el enlace, hizo un duplicado de todas las llamadas
registradas en el disco y copió el número de la licencia.
Si había salido de viaje, sólo se había
llevado unos pocos créditos, la ropa puesta y su permiso de acompa?ñante para
trabajar en clubes.
Eve no lo veía claro.
Llamó al depósito desde su coche.
«Listado de muertas anónimas -ordenó-.
Rubia, blanca, veintiocho años, unos cincuenta y ocho kilos, metro sesenta.
Transmitiendo holograma del permiso de conducir.»
Estaba a unas tres manzanas de la Central de
Policía cuando le llegó la respuesta.
– Teniente, tenemos algo. Pero
necesitamos prueba dental, adn o huellas para la verificación. La candidata no
puede ser identificada vía holograma.
– ¿Por qué? -preguntó Eve, aunque ya lo
sabía.
– No le queda cara suficiente.
Las huellas encajaban. El investigador
asignado al caso le entregó a Hetta sin pensárselo dos veces. Ya en su
des?pacho, Eve examinó las tres carpetas.
– Qué desastre -murmuró-. Las huellas
de Moppett estaban archivadas desde que sacó su licencia de acom?pañante.
Carmichael podría haberla identificado hace semanas.
– Yo creo que a Carmichael no le
interesaba dema?siado una muerta anónima -comentó Peabody.
Eve refrenó su ira, lanzó una mirada a
Peabody y dijo:
– Entonces Carmichael se ha equivocado
de profe?sión, ¿no? Aquí están los enlaces. De Hetta a Boomer. De Boomer a
Pandora. ¿Qué porcentaje de probabili?dad obtuvo cuando preguntó si fueron
asesinados por la misma persona?
– Un noventa y seis coma uno.
– Bien. -Eve suspiró de alivio-. Voy a
llevar todo esto a la oficina del fiscal. Puede ser que les convenza para que
retiren los cargos contra Mavis. Al menos has?ta que reunamos más pruebas. Y si
no acceden… -Miró a Peabody-. Entonces lo filtraré para que Nadine Furst lo
emita. Es una violación del código, y se lo digo por?que mientras esté asignada
a mí en este caso, la res?ponsabilidad recae también en usted. Se expone a una
posible reprimenda si se queda conmigo. Puedo ha?cer que le asignen a otra sección
antes de que esto se sepa.
– Lo consideraría una reprimenda,
teniente. E inme?recida.
Eve guardó silencio por un momento.
– Gracias, DeeDee.
Peabody dio un respingo.
– No me llame DeeDee, por favor.
– Bien. Lleve todo lo que tenemos al
departamento electrónico, entrégueselo personalmente y a mano al ca?pitán
Feehey. No quiero que estos datos sean transmiti?dos por los canales
habituales, al menos mientras yo no hable con el fiscal e intente una pequeña
investigación en solitario.
Vio que la luz se encendía en los ojos de
Peabody y sonrió. Sabía qué significaba ser nueva y tener la prime?ra
oportunidad.
– Vaya al Down amp; Dirty, donde
trabajaba Hetta, y cuénteselo a Crack, es el grandullón. No puede equivo?carse.
Dígale que trabaja para mí, que Hetta ya es un ca?dáver. Vea qué le puede
sacar, a él o a quien sea. Con quién salía, qué pudo haber dicho acerca de
Boomer esa noche, qué otras compañías tuvo. Ya sabe.
– Sí, señor.
– Ah, Peabody -Eve metió las carpetas
en su bolso y se levantó-, procure no ir de uniforme. Asustaría a los nativos.
El abogado acusador echó por tierra sus
esperanzas en sólo diez minutos. Ella siguió discutiendo durante otros veinte,
pero fue en vano. Jonathan Heartley le concedió que había una posible conexión
entre los tres homici?dios. Era un hombre agradable. Admiraba el trabajo de
Eve, su poder de deducción y la ordenada presentación de sus conclusiones.
Admiraba a cualquier policía que hiciera su trabajo de un modo ejemplar y le
ayudara a mantener alto el índice de condenas.
Pero niél ni la oficina del fiscal estaban
dispuestos a retirar los cargos contra Mavis Freestone. Las pruebas físicas
eran demasiado consistentes y el caso, en el punto en que se encontraba,
demasiado sólido como para vol?verse atrás.
Sin embargo, Heartley dejaba la puerta
abierta. Cuando Eve tuviera otro sospechoso, si eso llegaba a ocurrir,él
estaría más que dispuesto a escucharla.
– Calzonazos -murmuró ella al entrar en
el Blue Squirrel. Inmediatamente vio a Nadine, que ya estaba sentada estudiando
el menú.
– ¿Por qué diablos tiene que ser
siempre aquí, Da?llas? -inquirió Nadine.
– Soy persona de hábitos. -Pero el club
ya no era el mismo, pensó, no estando Mavis en el escenario largando sus
embrolladas letras ataviada con su último y des?pampanante vestido-. Café, solo
-pidió Eve.
– Para mí lo mismo. ¿Es malo?
– Espere y verá. ¿Todavía fuma?
Nadine miró alrededor, intranquila.
– En esta mesa no se puede fumar.
– Como si en un tugurio así nos fueran
a decir algo. Déme uno, ¿quiere?
– Usted no fuma.
– Me apetece desarrollar hábitos
nocivos.
Sin dejar de vigilar, por si había alguien
conocido en el local, Nadine sacó dos cigarrillos.
– Quizá le vendría bien algo más
fuerte.
– Esto vale. -Se inclinó para que
Nadine Furst lo en?cendiese y diese una calada. Tosió-. Caray. Deje que lo
pruebe otra vez. Tragó humo, notó que se mareaba, que los pulmones empezaban a
quejarse. Enfadada, aplastó el cigarrillo-. Es repugnante. ¿Por qué fuma?
– Una se acostumbra a todo.
– A comer mierda también. Y hablando de
mierda. -Eve cogió su café por la abertura de servicio y sorbió con valentía-.
Bueno, ¿cómo le ha ido?
– Francamente bien. He estado haciendo
cosas para las que no creía tener tiempo. Es curioso cómo una muerte próxima le
hace a una darse cuenta de que no lle?gar a tiempo es perder el tiempo. He
sabido que Morse será sometido a juicio.
– No está loco. Sólo es un asesino.
– Sólo un asesino. -Nadine se pasó el
dedo por la garganta allí donde un cuchillo había hecho manar la sangre-. Usted
no cree que ser lo uno le impida ser lo otro.
– No; hay gente a la que le gusta
matar. No le dé más vueltas, Nadine, eso no ayuda.
– He procurado no hacerlo. Me tomé unas
semanas libres, estuve con mi familia. Eso me fue bien. Y me sir vio para
recordar que me gusta mi trabajo. Y soy buena, a pesar de todo…
– Usted no hizo nada malo -la
interrumpió Eve im?paciente-; la drogaron, le pusieron un cuchillo en la
gar?ganta y se asustó. Olvídese de todo.
– Ya. Está bien. -Nadine exhaló el
humo-. ¿Alguna novedad de su amiga? No tuve ocasión de decirle lo mu?cho que
siento que tenga problemas.
– Saldrá de ésta.
– Me inclino a pensar que usted se
ocupará de ello.
– Exacto, Nadine, y usted me va a
ayudar. Traigo unos datos de una fuente policial no identificada. No, nada de
grabadoras, anótelo -ordenó al ver que ella abría el bolso.
– Lo que usted diga. -Buscó en el
fondo, sacó un bo?lígrafo y una libreta-. Dispare.
– Tenemos tres homicidios, y las
pruebas apuntan a un solo asesino para los tres. Primero, Hetta Moppett,
bailarina a tiempo parcial y acompañante con licencia para trabajar en clubes,
muerta a golpes el 28 de mayo, aproximadamente a las dos de la mañana. La
mayoría de los golpes en la cara yla cabeza, de tal forma que sus facciones
quedaron desdibujadas.
– Ah -dijo Nadine sin añadir más.
– Su cuerpo fue descubierto, sin
identificación, a las seis de la mañana siguiente y archivado como muerta
anónima. En el momento del crimen, Mavis Freestone estaba en ese escenario que
tiene usted detrás, vomitando como una loca delante de unos ciento cincuenta
testigos.
Las cejas de Nadine se enarcaron.
– Caramba, caramba. Siga, teniente.
Y eso hizo Eve.
De momento no podía hacer nada mejor. Cuando
la no?ticia viera la luz, era dudoso que alguien del departa mentó pudiese
adivinar quién había sido la fuente. Pero en cualquier caso, nadie podría
probarlo. Y Eve, tanto por Mavis como por sí misma, mentiría sin inmutarse
cuando le preguntaran al respecto.
Invirtió unas horas más en la Central, tuvo
que pasar el mal trago de contactar con el hermano de Hetta -úni?co pariente
próximo que se pudo localizar- y comuni?carle la muerte de su hermana.
Tras aquel alegre interludio volvió a
repasar a con?ciencia todas las pruebas forenses que los del gabinete de
identificación habían obtenido en el caso Moppett.
La habían matado allí mismo, sin duda. El
asesinato había sido limpio, probablemente rápido. Un codo mal?trecho como
única herida defensiva. Aún no habían en?contrado ningún arma homicida.
Tampoco en el caso de Boomer, reflexionó
Eve. Unos cuantos dedos fracturados, la astucia de un brazo roto, las rodillas
aplastadas: todo eso antes de la muerte. No podía llamarse otra cosa que
tortura. Boomer debió tener algo más que información: una muestra, la fórmu?la,
y el asesino había ido por las dos cosas.
Pero Boomer se había resistido. El asesino,
a saber por qué razón, no había tenido tiempo o ganas de arries?garse a ir a
casa de Boomer y registrarla.
¿Por qué habían arrojado a Boomer al río?
Para ga?nar tiempo, especuló Eve. Pero el truco no había funcio?nado y el
cuerpo había sido hallado e identificado rápi?damente. Ella y Peabody habían
estado en la pensión poco después del hallazgo y habían etiquetado las
prue?bas.
Bueno, ahora Pandora. Ella sabía demasiado,
quería demasiado, resultó ser un socio inestable, amenazó con hablar a personas
poco recomendables. Una de estas co?sas, reflexionó Eve frotándose la cara con
las manos.
En la muerte de Pandora había habido más
saña, más pelea, más destrozos. Claro que ella iba ciega de Immortality. No era
una pobre bailarina de club atrapada en un callejón, ni un patético soplón que
sabía más de la cuen?ta. Pandora era una mujer poderosa, inteligente y
ambi?ciosa. Aparte de tener unos bíceps biendesarrollados.
Tres cadáveres, un asesino y un vínculo
entre ellos. Ese vínculo era el dinero.
Pasó todos los sospechosos por el ordenador
para verificar las transacciones normales. El único que tenía problemas era
Leonardo. Estaba endeudado hasta las cejas, y algo más.
Claro que la codicia carecía de saldo. Era
propiedad de ricos como de pobres. Hurgó un poco más y descu?brió que Redford
había estado escamoteando fondos. Reintegros, depósitos, más reintegros.
Transferencias electrónicas que habían saltado de costa a costa y a los
satélites vecinos.
Muy interesante, pensó Eve, y más cuando descu?brió
una transferencia desde su cuenta en Nueva York a la de Jerry Fitzgerald.
Ciento veinticinco mil dólares.
– Hace tres meses -musitó, volviendo a
comprobar la fecha-. Mucho dinero para ser dos amigos. Ordena?dor, revisar
todas y cada una de las transferencias desde esta cuenta a todas y cada una de
las cuentas a nombre de Jerry Fitzgerald o Justin Young en los últimos doce
meses.
COMPROBANDO. NO SE REGISTRAN TRANSFERENCIAS.
– Comprobar transferencias desde todas
y cada una de las cuentas a nombre de Redford a las cuentas previa?mente
solicitadas.
COMPROBANDO. NO SE REGISTRAN TRANSFERENCIAS.
– Vale, está bien, a ver esto:
comprobar transferen?cias desde todas y cada una de las cuentas a nombre de
Redford a todas y cada una de las cuentas a nombre de Pandora.
COMPROBANDO. SIGUEN TRANSFERENCIAS: DIEZ MIL
DE NEW YORK CENTRAL ACCOUNT A NEW YORK CENTRAL ACCOUNT, PANDORA, 6-2-58. SEIS
MIL DE LOS ANGELES ACCOUNT A NEW LOS ANGELES SECURTTY, PANDORA, 19-3-58. DIEZ
MIL DE NEW YORK CENTRAL ACCOUNT A NEW LOS ANGELES SECURITY, PANDORA, 4-5-58.
DOCE MIL DE STARLIGHT STATION BONDED A STARLIGHT STATION BONDED, PANDORA,
12-6-58. NO SE ENCUENTRAN MAS TRANSFERENCIAS.
– Ha de ser eso. ¿Te estaba chupando la
sangre, ami?go, o traficaba para ti? -Eve deseó tener a mano a Feeney y luego
dio el siguiente paso-. Ordenador, compro?bar año anterior, mismas fechas.
Mientras el ordenador trabajaba, se programó
café y sopesó distintas tramas.
Dos horas después tenía los ojos hinchados y
le do?lía el cuello, pero había conseguido más que suficiente para justificar
otra entrevista con Redford. Hubo de dialogar con el correo electrónico de
Redford, pero al menos tuvo el placer de solicitar su presencia en la Cen?tral
el día siguiente a las diez dela mañana.
Tras dejar sendas notas para Peabody y
Feeney, de?cidió dar por finalizada la jornada.
Su estado deánimo no mejoró al encontrarse
una nota de Roarke en el enlace de su coche.
«No hay forma de dar contigo, teniente. Ha
surgido algo que requiere mi presencia. Supongo que ya estaré en Chicago cuando
te llegue esto. Quizá tenga que que?darme allí a dormir, a no ser que arregle
esto rápido. Po?demos vernos en el River Palace si lo necesitas, de lo
contrario, nos veremosmañana. No te quedes trabajan?do toda la noche. Me
enteraría.»
Molesta, Eve desconectó el aparato.
– ¿Y qué diablos voy a hacer si no?
-inquirió en voz alta-. No puedo dormir si tú no estás.
Cruzó la puerta giratoria y vio con cierta
esperanza que había luces por todas partes. Roarke había cancela?do la reunión,
solucionado el problema o perdido el transporte. Lo que fuera, se dijo, pero
estaba en casa. Entró por la puerta con una sonrisa de bienvenida y si?guió el
sonido de la risa de Mavis.
Había cuatro personas tomando copas y
canapés en el salón, pero Roarke no estaba entre ellas. Agudo poder de
observación, teniente, pensó Eve sombría, y registró con la vista la habitación
antes de que nadie la viera.
Mavis seguía riendo, vestida con lo que sólo
ella consideraría ropa de andar por casa. Su malla integral roja estaba
tachonada de estrellas plateadas y cubierta por un blusón esmeralda, holgado y
abierto. Se colum?piaba sobre tacones de aguja de quince centímetros mientras
le hacía arrumacos a Leonardo, quien la rodea?ba con un brazo mientras la otra
mano sostenía un vaso lleno de algo transparente y efervescente.
Una mujer se atiborraba a canapés con la
precisión y la velocidad de un androide cortando chips en una fábrica. Llevaba
el pelo en prietos tirabuzones, cada extremo adornado con un tono de joya
diferente. Su lóbulo izquierdo estaba incrustado de aretes de plata que
sostenían una cadena retorcida pasando por el puntiagudo mentón hasta la otra
oreja, a la que queda?ba fijada mediante un botón grande como un dedo pul?gar.
Un costado de la fina nariz afilada lucía un tatuaje en forma de capullo de
rosa. Por encima de sus ojos azul eléctrico, sus cejas eran sendas uves de
color púr?pura.
Lo cual hacía juego, vio Eve no sin asombro,
con el minúsculo mono que terminaba en vuelta justo al sur de su entrepierna.
Llevaba unos elásticos estratégicamente colocados sobre los grandes pechos
desnudos a fin de cubrir los pezones.
A su lado, un hombre con lo que parecía un
mapa ta?tuado en la calva observaba la acción desde sus gafas de lentes
rosadas, sorbiendo de lo que Eve dedujo debía ser uno de los vinos blancos de
reserva de la bodega de Roarke. Su atuendo consistía en un holgado pantalón
corto que le llegaba hasta unas rodillas huesudas y un patrióti?co peto rojo,
blanco y azul.
Eve pensó por un momento en subir a
hurtadillas al piso de arriba y encerrarse en su despacho.
– Sus invitados -dijo Summerset a su
espalda en un tono de desdén- la estaban esperando.
– Mire, amigo, ésos no son mis…
– ¡Dallas! -chilló Mavis, aproximándose
peligrosa?mente sobre sus tacones de última moda. Dio a Eve un abrazo de oso
borracho que casi dio con las dos en el suelo-. Llegas muy tarde. Roarke ha
tenido que irse a no sé dónde, dijo que no le importaba si venían Biff y
Tri?na. Se mueren de ganas de conocerte. Leonardo te pre?parará una copa. Oh,
Summerset, los canapés son fabu?losos. Eres un encanto.
– Me alegro de que los estén
disfrutando -dijo Sum?merset, gozoso. No de otra manera podía expresarse la
luminosa mirada soñadora que lanzó su rostro sepulcral antes de que se perdiera
por el pasillo.
– Vamos, Dallas, únete a la fiesta.
– Tengo mucho trabajo, en serio. -Pero
Eve ya esta?ba casi en el salón, arrastrada por Mavis.
– ¿Le sirvo una copa, Dallas? -ofreció
Leonardo con una sonrisa de perro apaleado. Eve se desmoronó.
– Claro. Estupendo. Un poco de vino.
– Un vino absolutamente extraordinario.
Me llamo Biff. -El hombre del mapa tatuado en la cabeza le ofre?ció una mano
enjuta y delicada-. Es un honor conocer a la defensora de Mavis, teniente
Dallas. Tenías toda la razón, Leonardo -añadió con mirada intensa tras las
gafas rosadas-. La seda color bronce le va perfecta.
– Biff es un experto en telas -explicó
Mavis con voz que seguía espumeando-. Trabaja con Leonardo de toda la vida. Han
estado preparando juntos tu ajuar.
– Mi…
– Y ésta es Trina. Se encargará del
peinado.
– No me digas. -Eve sintió que la
sangre se le iba a los pies-. Vaya, yo no… -Hasta la mujer menos vanido?sa
puede sentir pánico cuando se enfrenta a una estilista con un arco iris de
tirabuzones-. No creo que…
– Gratis -anunció Trina con el
equivalente vocal del hierro oxidado-. Si demuestras la inocencia de Mavis,
tienes la puerta abierta de mi salón para el resto de tu vida. -Cogió un mechón
de pelo de Eve y apretó-. Bue?na textura, buen peso, mal corte.
– El vino, Dallas.
– Gracias. -Lo necesitaba-. Me alegro
de conocerles, pero tengo un trabajo pendiente que no puede esperar.
– Oh, no seas mala. -Mavis se colgó de
su brazo como una sanguijuela-. Han venido para hacer lo tuyo.
Ahora la sangre se le escapó a Eve por los
dedos de los pies:
– ¿Lo mío?
– Lo tenemos todo organizado arriba. El
taller de Leonardo, el de Biff, el de Trina. El resto de abejas tra?bajadoras
empezará a zumbar mañana por la mañana.
– ¿Abejas? -balbuceó Eve-. ¿Zumbar…?
– Para el show. -Totalmente sobrio y
menos dis?puesto a creer que era bienvenido, Leonardo tocó a Ma?vis en el brazo
para contener su entusiasmo-. Palomita, es posible que Dallas no quiera que se
le llene la casa de gente. Quiero decir… -Escurrió el bulto-. Estando tan cerca
la boda.
– Es la única forma de trabajar juntos y
terminar los diseños para el desfile. -Con mirada suplicante, Mavis se volvió a
Eve-. A ti no te importa, ¿verdad? No estorba?remos nada. Leonardo tiene mucho
que hacer. Habrá que modificar algunos modelos porque… porque Jerry Fitzgerald
será cabeza de cartel.
– Otro tono -terció Biff-. Otro tipo de
piel. Diferen?te del de Pandora -terminó, pronunciando el nombre que todos
habían eludido.
– Sí. -Mavis tenía la sonrisa a punto-.
Total, que hay un montón de trabajo extra. Roarke dijo que no había problema.
Como la casa es tan grande… Ni siquiera te enterarás de que están aquí.
Gente entrando y saliendo, pensó Eve. Una
pesadi?lla para el sistema de seguridad.
– No te preocupes -dijo. Ya se
preocuparía ella.
– Te dije que todo iría bien -Mavis
besó a Leonardo en la barbilla-. Dallas, le prometí a Roarke que esta no?che no
dejaría que te encerraras en tu cuarto. Tendrás que dejar que te mime. Tenemos
pizza.
– Qué bien. Oye, Mavis…
– Todo va sobre ruedas -prosiguió ella,
apretando con dedos desesperados el brazo de Eve-. En Canal 75 han hablado de
esa nueva pista, de los otros asesinatos, de una conexión con las drogas. Yo ni
siquiera conocía a los otros muertos, Dallas, de modo que nadie dudará de que lo
hizo otro. Y terminará la pesadilla.
– Creo que aún falta un poco para eso.
-Eve calló, sintiéndose mal al ver un atisbo de pánico en sus ojos. Sonrió
forzadamente-. Sí, pronto terminará todo. Con?que pizza, ¿eh? Tomaré un poco.
– Magnífico. Bien. Voy a buscar a
Summerset y de?cirle que estamos listos. Llévala arriba y enséñaselo, ¿vale?
-Salió disparada.
– Le ha venido muy bien -dijo Leonardo
en voz baja- ese telediario. Mavis necesitaba ánimos. El Blue Squirrel la ha
despedido.
– ¿Cómo?
– Cabrones -masculló Trina con la boca
llena.
– La dirección decidió que no le
convenía tener una acusada de asesinato como cabeza de cartel. Le ha senta?do
fatal. La idea de todo esto fue mía, para distraerla. Debería haberlo
consultado antes con usted, lo siento.
– No pasa nada. -Eve bebió un poco más
de vino y se decidió-. Bueno, vamos por lo mío.
Capitulo Doce
No había para tanto, se dijo Eve. Al menos
compa?rado con los disturbios de las Guerras Urbanas, las cá?maras de tortura
de la santa Inquisición o un viaje de prueba en el reactor lunar XR-85. Y ella
era una policía veterana, diez años ya en el cuerpo, y sabía lo que era el
peligro.
Estaba segura de que los ojos le rodaron
como los de un caballo asustado cuando Trina probó sus tijeras de cortar.
– Oye, tal vez podríamos…
– Confía en los expertos -dijo Trina.
Eve casi gimió de alivio cuando ella dejó las tijeras otra vez-. Vamos a ver.
Se acercó a Eve, pero ésta no bajó la
guardia.
– Tengo un programa de peluquería.
-Leonardo le?vantó la vista desde la larga mesa cubierta de telas donde él y
Biff refunfuñaban al unísono-. Capacidad morfoló?gica total.
– Yo no necesito programas. -Para
demostrarlo, Tri?na cogió la cara de Eve entre sus firmes y anchas manos.
Achicando los ojos, empezó a palparle la cabeza, la mandíbula, los pómulos-.
Buena estructura ósea -con?cluyó-. Me gusta tu poli, Mavis.
– Es la mejor -dijo ésta, subida a un
taburete y estudiándose en el espejo triple-. Oye, por qué no me arre?glas a mí
también. Los abogados sugirieron que buscara un look más sosegado. En plan
morena o algo así.
– Ni pensarlo. -Trina levantó la
mandíbula de Eve-. Tengo una cosa que hará saltar a cualquier juez de su toga,
encanto. Rosa burdel con las puntas plateadas. Acaba de salir al mercado.
– Qué maravilla. -Mavis echó hacia
atrás sus rizos color zafiro y trató de imaginárselo.
– Lo que yo podría hacer con un poco de
reflejos.
Eve se quedó helada.
– Sólo el corte, ¿de acuerdo? -dijo-.
Sólo cortaremos un poco.
– Vale, vale. -Trina le inclinó la
cabeza hacia ade?lante-. Este color es regalo de Dios, ¿no? -Rió entre dientes,
tiró otra vez de la cabeza hacia atrás y le apar?tó el pelo de la cara-. Los
ojos no están mal. Las cejas se podrían trabajar un poco, pero eso ya lo
arregla?remos.
– Dame un poco más de vino, Mavis. -Eve
cerró los ojos y se dijo que, pasara lo que pasase, ya le volvería a crecer.
– Muy bien. A remojar. -Trina hizo
girar la butaca y a su reacio ocupante hasta un lavabo portátil, inclinán?dolo
hasta que el cuello de Eve quedó apoyado en el es?pacio acolchado-. Cierra los
ojos y disfruta, encanto. Yo ofrezco el mejor champú y masaje capilar de toda
la profesión.
En eso había algo de verdad. El vino o los
inteligen?tes dedos de Trina consiguieron dulcificar el humor de Eve hasta
proporcionarle un crepúsculo de relajación. Confusamente oía a Leonardo y a
Biff discutiendo sobre sus preferencias en materia de pijamas: raso carmesí o
seda escarlata. La música programada por Leonardo era algo clásico con
lloriqueantes arpegios de piano. El aire estaba impregnado de aroma a flores
prensadas.
¿Por qué le había hablado Paul Redford de la
caja china y las ilegales? Si él mismo había ido a buscarlas después, si
obraban en su poder, ¿por qué había querido informarle de su existencia?
¿Doble farol? ¿Estratagema? A lo mejor ni
existía tal caja. O quizá él sabía que ya había desaparecido y…
Eve no se movió hasta que algo frío y
pegajoso le abofeteó la cara.
– Qué demonios…
– Mascarilla Saturnia. -Trina la
embadurnó todavía más-. Limpia los poros como una aspiradora. Es fatal
descuidar la piel. Mavis, saca el Sheena, ¿quieres?
– ¿Qué es el Sheena…? Da igual. -Con un
escalofrío, Eve cerró los ojos otra vez y se rindió-. No lo quiero ni saber.
– Podríamos hacerle el tratamiento
completo.-Trina aplicó más arcilla bajo la mandíbula de Eve, sin dejar de
trabajar con los dedos-. Estás tensa, cielo. ¿Quieres que ponga un bonito
programa de vídeo?
– No, no. Con esto ya he llegado al
tope de lo fantás?tico, muchas gracias.
– Vale. ¿Por qué no hablas de tu
hombre? -Rápida?mente, Trina abrió de un tirón la túnica que le había he?cho
poner a Eve y plantó sus manos cubiertas de arcilla en sus pechos. Cuando ésta
abrió los ojos, furiosa, Trina rió-. Tranquila, no me van las tías. A tu hombre
le en?cantarántus tetas cuando acabe con ellas.
– Ya le gustan como son ahora.
– Sí, pero el suavizante Saturnia para
senos es de lo me?jor. Parecerán pétalos de rosa, ya lo verás. ¿Le gusta
mor?der o chupar?
Eve volvió a cerrar los ojos, resignada.
– Yo, como si no estuviera.
– Allá vamos.
Eve oyó correr agua y luego Trina volvió y
le frotó algo en el pelo que olía mucho a vainilla. Y la gente pagaba por esto,
recordó Eve. Grandes sumas que abrían enormes boquetes en la cuenta de crédito.
La gente estaba loca, sin duda alguna.
Mantuvo los ojos tozudamente cerrados mientras una cosa tibia y mojada le era
colocada sobre los pechos y la cara, man?chados ya de lodo. Oía conversaciones
animadas alrede?dor. Mavis y Trina hablaban de productos de belleza, Leonardo y
Biff consultaban líneas y colores.
Muyloca, pensó Eve, y luego soltó un gemido
al no?tar que le masajeaban los pies. Se los sumergían en algo caliente y
extrañamente agradable. Oyó un chisporro?teo, sintió que le levantaban los
pies, se los cubrían. Las manos recibieron idéntico tratamiento.
Toleró esto e incluso el zumbido de algo en
torno a sus cejas. Y se sintió una heroína cuando oyó reír a Ma?vis coqueteando
con Leonardo.
Tenía que procurar que Mavis estuviera
animada. Era tan vital como cada paso que daba en su investiga?ción. No bastaba
con hacerse la muerta.
Apretó los ojos aún más cuando oyó el ruido
de las tijeras, notó los ligeros tirones, el peine. Se dijo que el pelo sólo
era pelo. Que las apariencias no impor?taban.
Dios mío, no dejes que me pele al cero.
Hizo un esfuerzo por concentrarse en su
trabajo, re?pasó mentalmente las preguntas que pensaba hacer a Redford,
consideró las posibles respuestas. Era proba?ble que el comandante Whitney la
llamara para hablar de la filtración a la prensa. Eso podía manejarlo.
Tendría que reunirse con Peabody y Feeney.
Había que ver si algún dato de los que habían conseguido en?tre los tres
encajaba de alguna manera. Volvería al club y haría que Crack le presentara a
alguno de los habitua?les. Alguien podía haber visto a quien habló con Boomer
aquella noche. Y si esa persona había hablado con Hetta…
Dio un respingo cuando Trina ajustó la
butaca en postura reclinada y empezó a quitarle el lodo.
– La tendrás lista en cinco minutos -le
dijo a un im?paciente Leonardo-. Un genio no puede ir con prisas. -Sonrió a
Eve-. Tienes una piel bastante decente. Te de?jaré unas muestras para que la
mantengas así.
Mavis echó un vistazo y Eve empezó a
sentirse como un paciente en la mesa de operaciones.
– Has hecho un magnífico trabajo en las
cejas, Trina. Se ven muy naturales. Lo único que ha de hacer es teñirse las
pestañas. No hará falta que se las alargue. ¿No crees que ese hoyuelo le queda
de fábula?
– Mavis -dijo Eve-. No me obligues a
pegarte.
Mavis se limitó a sonreír.
– Aquí está la pizza. Toma un poco. -Le
metió un trozo en la boca-. Espera a verte la piel, Dallas. Es in?creíble.
Eve gruñó. El queso caliente le había
escaldado el velo del paladar. Se arriesgó a toser y cogió el resto de la
tajada mientras Trina le recogía el pelo en un turbante plateado.
– Es un producto termal -le dijo Trina
mientras en?derezaba la butaca-. Le he puesto un revitalizador de raíces.
Su piel tenía un tacto finísimo y al
palparse cautelo?samente con los dedos le pareció realmente tersa. Pero no pudo
ver ni un mechón de pelo.
– Aquí debajo hay cabellos, ¿no?
– Oh, pues claro. Bueno, Leonardo. Te
la dejo veinte minutos.
– Por fin -exclamó él-. Quítese la
ropa.
– Eh, oiga…
– Somos profesionales, Dallas. Tiene
que probarse la combinación para el traje de boda. Habrá que hacer unos cuantos
ajustes.
Ya la había manoseado una estilista, pensó.
¿Por qué no la desnudaban en un cuarto lleno de gente? Se despo?jó de la
túnica.
Leonardo se le acercó con una cosa blanca y
muy elegante. Antes de que pudiera gritar siquiera, él le en?volvió el torso y
anudó la prenda a la espalda. Sus gran?des manos buscaron bajo el material, le
ajustaron los pechos. Inclinándose, procedió a meterle entre las pier?nas un
trozo de tela, lo ajustó y luego retrocedió unos pasos.
– Ah.
– Por Dios, Dallas. Roarke se pondrá a
babear cuan?do te vea.
– ¿Qué diablos es?
– Una variante de la vieja Viuda
Alegre. -Con rápi?dos ademanes, Leonardo completó el equipo-. Lo llamo
Curvilíneo. He añadido un poco de relleno bajo los pe?chos. Los tiene bastante
bonitos, pero eso le añade más contorno. Bastará un toque de encaje, unas
cuantas per?las. No muchos adornos. -Le dio la vuelta para que se mirara al
espejo.
Tenía un aspecto sexy. En su punto, pensó
Eve no sin sorpresa. El material tenía un cierto brillo, como si estuviera
húmedo. Le pellizcaba el talle, moldeaba sus caderas y, hubo de admitirlo,
elevaba sus senos a nuevas y fascinantes alturas.
– Bueno… supongo que… sí, para la noche
de bodas.
– Para cualquier noche -dijo Mavis
extasiada-. Oh, Leonardo. ¿Me harás uno para mí?
– Ya lo he hecho, en raso de color
rojo. Bien, Dallas, ¿le aprieta en algún sitio?
– No. -No sabía cómo acabar. Habría
sido una tor?tura, pero se sentía tan cómoda como en un vestido de primavera.
Se inclinó a modo de ensayo-. Creo que está bien así.
– Excelente. Biff encontró el material
en una peque?ña tienda de Richer Five. Y ahora el vestido. Sólo está hilvanado,
así que vayamos con ojo. Levante los brazos, por favor.
Se lo puso por la cabeza y lo dejó caer. El
material era sorprendente. Eve se daba cuenta, aun cuando tuvie?ra las marcas
del modisto. Parecía perfecto para ella; la elegante columna, las mangas
ceñidas, la línea sencilla. Pero Leonardo arrugó la frente y dio unos tirones
aquí, unos apretones allá.
– El escote funciona, sí. ¿Dónde está
el collar?
– ¿Qué?
– El collar de cobre y piedra. ¿No le
dije que lo pi?diera?
– No puedo decirle a Roarke que quiero
uno, así como así.
Leonardo hizo girar a Eve con un suspiro e
inter?cambió miradas con Mavis. Asintió con la cabeza y comprobó la línea de las
caderas.
– Se ha adelgazado -acusó.
– No.
– Sí, más o menos un kilo. -Leonardo
chasqueó la lengua-. Bien, esperaré a que lo recupere antes de hacer nada más.
Biff se acercó con un rollo de material que
sostuvo a la altura de la cara de Eve. Luego, aparentemente satisfe?cho, se
alejó otra vez murmurando unas palabras a su grabadora.
– Biff, ¿quieres enseñarle los otros
diseños mientras yo anoto los ajustes que hay que hacer al vestido?
Con un floreo, Biff conectó una pantalla
mural.
– Como puede ver, Leonardo ha tenido en
cuenta tanto su estilo de vida como la línea de su cuerpo para los diseños.
Este sencillo traje de día es perfecto para un almuerzo de empresa, una rueda
de prensa, libre perotrès, très,chic. El material empleado es básicamente lino
con un leve toque de seda. El color es amarillo verdoso con adornos granate.
– Aja. -A Eve le pareció un traje
bonito y sencillo, pero fue una sorpresa ver cómo la imagen de sí misma
generada por ordenador lo iba modelando-. ¿Biff?
– ¿Sí, teniente?
– ¿Por qué lleva un mapa tatuado en la
cabeza?
Biff sonrió.
– Tengo un pobre sentido de la
orientación. Bien, el siguiente modelo continúa el tema.
Eve vio una docena de diseños. Tenía la
cabeza he?cha un lío: rayspan en amarillo limón, encaje bretón con terciopelo
negro. Cada vez que Mavis lanzaba una ex?clamación, Eve encargaba
temerariamente. ¿Qué era en?deudarse de por vida comparado con el bienestar de
su mejor amiga?
En cuanto Leonardo le hubo quitado el
vestido, Tri?na envolvió a Eve en la túnica.
– Echemos un vistazo a la gloria de la
coronación. -Tras quitarle el turbante, sacó un gran peine en forma de horca de
entre sus tirabuzones y empezó a moldear.
La sensación inicial de alivio al ver que
seguía te?niendo pelo se desvaneció rápidamente al contemplar una serpenteante
fuente de color rosa.
– Ya puedes mirar -dijo Trina.
Preparada para lo peor, Eve se dio la
vuelta. La mu?jer del espejo no era otra que ella misma. Al principio pensó que
había sido una broma, que no le habían toca?do ni un cabello. Luego se fijó
bien, acercándose al espe?jo. Habían desaparecido los mechones y las puntas. Su
pelo seguía cortado de manera informal, sin estructurar, pero tenía cierta
forma. Y, desde luego, antes no tenía ese bonito brillo. Se acomodaba
perfectamente a las lí?neas de su cara, el contorno de la frente, la curva de
las mejillas. Y cuando sacudió la cabeza, el pelo volvió obe?dientemente a su
sitio. Entornados los ojos, se mesó el cabello y vio cómo recuperaba su forma.
– ¿Le has puesto algo de rubio?
– No. Son reflejos naturales. Todo
gracias a Sheena. Tienes un pelo de ciervo.
– ¿Qué?
– ¿Nunca has visto una piel de ciervo?
Tiene esos to?nos bermejos, castaños, dorados, incluso toques de ne?gro. Eso es
lo que hay ahora. Dios ha sido bueno con?tigo. Lo que pasa es que tu antiguo
peluquero debe de haber usado unas tijeras de podar, aparte de no saber lo que
son los reflejos, claro.
– Se ve bonito.
– Claro. Soy genial.
– Estás guapísima. -De repente, Mavis
se llevó las manos a la cara y rompió a llorar-. Y te vas a casar.
– Por Dios, Mavis. Vamos. -Eve le dio
unas palmaditas en la espalda.
– Estoy tan borracha, tan contenta… Y
tengo tanto miedo, Dallas. Me he quedado sin empleo.
– Lo sé, pequeña. Lo siento mucho. Ya
encontrarás otro. Uno mejor.
– Me da igual, no quiero preocuparme.
Tendremos una boda magnífica, ¿verdad, Dallas?
– Te lo aseguro.
– Leonardo me está haciendo un vestido
con mucho vuelo. Vamos a enseñárselo, Leonardo.
– Mañana. -Él se acerco para
abrazarla-. Dallas está cansada.
– Desde luego. Necesita reposar. -Mavis
apoyó la cabeza en el hombro de Leonardo-. Trabaja demasia?do. Está preocupada
por mí. Yo no quiero qué lo esté, Leonardo. Todo saldrá bien, ¿verdad que sí?
Todo irá bien.
– Por supuesto -dijo él lanzando a Eve
una mirada inquieta antes de llevarse a Mavis.
Eve los vio partir y suspiró.
– Joder.
– Como si esa pobre pudiera hacer daño
a nadie.-Trina frunció el entrecejo mientras recogía sus utensi?lios-. Espero
que Pandora esté ardiendo en el infierno.
– ¿La conocía?
– En esta profesión todos la
conocíamos. Y la odiá?bamos a muerte. ¿Verdad, Biff?
– Nació mala puta y murió como tal.
– ¿Sólo consumía o también traficaba?
Biff miró de soslayo a Trina y encogió los
hom?bros.
– Nunca traficaba abiertamente, pero
corrían rumo?res de que siempre estaba bien pertrechada. Dicen que era adicta a
Erótica. Le gustaba el sexo, y puede que tra?ficara con su pareja del momento.
– ¿Lo fue usted alguna vez?
Biff sonrió.
– En lo romántico, prefiero los
hombres: Son menos complicados.
– ¿Y tú?
– Yo también prefiero a los hombres;
por la misma razón. Igual que ella. -Trina cogió su maletín-. La últi?ma
pasarela que hice, oí que Pandora mezclaba los nego?cios y el placer. Siempre
lucía piedras de relumbrón. Le gustaba decorar su cuerpo con piedras
auténticas, pero no le gustabapagarlas. La gente opinaba que había he?cho algún
negocio sucio.
– ¿Sabes el nombre del proveedor?
– No, pero ella siempre andaba con el
minienlace arriba y abajo. De eso hará unos tres meses. No sé con quién estaba
hablando, pero al menos una de las llama?das fue intergaláctica, porque se
cabreó mucho con la demora.
– ¿Llevaba siempre encima un
minienlace?
– En este oficio todo el mundo tiene
uno. Somos como los médicos.
Era cerca de medianoche cuando Eve se sentó
a su mesa. Como no se atrevía a usar el dormitorio, prefirió la suite que
utilizaba para trabajar. Programó café y luego olvi?dó tomárselo. Sin Feeney,
no le quedaba más alternativa que buscar una ruta indirecta para seguir la
pista de una llamada intergaláctica de hacía tres meses hecha desde un
minienlace que no tenía.
Al cabo de una hora lo dejó estar y se tumbó
en la butaca de dormir. Echaría un sueñecito, se dijo. Pondría su despertador
mental a las cinco.
Ilegales, asesinato y dinero, pensó. Todo
iba junto. Encontrar al proveedor, pensó medio dormida. Identifi?car la
sustancia ilegal.
¿De quién te escondías, Boomer? ¿Cómo
llegaste a conseguir una muestra, y la fórmula? ¿Quién te partió los huesos
para recuperarlas?
La imagen del cuerpo destrozado iluminó su
mente y fue cruelmente apagada. No quería dormirse con eso en la cabeza.
Habría sido mejor elección que lo que acabó
soñando.
La obscena luz roja parpadeaba una y otra
vez a través de la ventana: ¡sexo! ¡en VIVO! ¡sexo! ¡en VIVO!
Ella sólo tenía ocho años pero era muy
avispada. Se preguntó si la gente pagaría por ver sexo en muerto. Tendida en la
cama, vio cómo la luz se encendía y apaga?ba. Ella sabía qué era el sexo. Algo
feo, doloroso, aterra?dor. Algo ineludible.
Quizá no vendría a casa esta noche. Ella
había dejado de rezar para que se cayera en la primera zanja. Pero él siempre
venía.
A veces, con mucha suerte, estaba demasiado
borra?cho y aturdido para hacer otra cosa que tumbarse en la cama y ponerse a
roncar. Esas noches, ella tiritaba de ali?vio y se acurrucaba en el rincón a
dormir.
Aún pensaba en escapar, en encontrar el modo
de abrir la puerta o de bajar los cinco pisos. Si la noche era de las malas, se
imaginaba simplemente saltando desde la ven?tana. La caída sería rápida y luego
todo habría acabado.
Él ya no podría hacerle ningún daño. Pero
era dema?siado cobarde para saltar.
Al fin y al cabo era sólo una niña, y esta
noche tenía hambre. Y tenía frío porque en uno de sus arrebatos él había roto
el control de temperatura.
Fue hacia el rincón del cuarto, la excusa
para una pe?queña cocina. Aporreó el cajón para ahuyentar a las po?sibles
cucarachas. Dentro encontró una chocolatina. La última. Él seguramente le
pegaría por comerse la última. Claro que de todos modos le pegaría, conque lo
mejor era disfrutar de la chocolatina.
La devoró como un animal y se limpióhboca
con el dorso de la mano. Seguía teniendo hambre. Un registro a fondo dio como
fruto un pedazo de queso enmoheci?do. No quería ni pensar en lo que podría
haber estado mordisqueándolo. Cogió un cuchillo y empezó a reba?nar los bordes
estropeados.
Entonces le oyó llegar. El pánico le hizo
soltar el cu?chillo, que cayó con estrépito al suelo cuando él entraba.
– ¿Qué estás haciendo, pequeña?
– Nada. Me he despertado. Iba por un
poco de agua.
– Claro. -Tenía los ojos vidriosos pero
no del todo, vio ella con esperanza-. Echabas de menos a papá. Ven a darme un
beso.
Ella apenas podía respirar. Ya no podía
respirar, y el sitio entre las piernas donde él le haría daño empezó a
palpitarle de dolor.
– Me duele la tripa.
– Pobre. Te la curaré a besos. -Le
sonreía mientras se acercaba. Pero entonces se puso serio-. Has estado
co?miendo otra vez sin pedir permiso, ¿verdad?
– No, yo… -Pero la mentira, y la
esperanza de salvarse, murieron cuando su mano la abofeteó con fuerza. El labio
se abrió, los ojos se poblaron de lágrimas, pero ella apenas gimió-. Iba a
preparar un poco de queso para cuando tú…
Él le pegó otra vez, haciendo explotar
estrellas en su cabeza. Esta vez cayó al suelo y antes de que pudiera po?nerse
en pie, él se le echó encima.
Ella gritó, porque sus puños eran
implacables. Un dolor la cegó y entumeció, pero no era nada al lado del miedo.
Por más horribles que fueran los golpes, había cosas mucho peores.
– Papá, por favor. Por favor…
– Tendré que castigarte. Nunca haces
caso, joder. Después te daré gusto, ya verás, y serás una buena chica.
Notó el aliento cálido en su cara, aliento
que olía a caramelo. Las manos le desgarraron el ya harapiento vestido,
pellizcando, apretando, sobando. Su respira?ción cambió, algo que ella conocía
y temía. Se volvió más honda, más codiciosa.
– ¡No, no; me haces daño!
Su cuerpo joven se resistía. Forcejeaba sin
dejar de gritar, e incluso se atrevió a clavarle las uñas. El grito de él fue
un bramido de ira. Luego la inmovilizó. Ella pudo oír el seco y espantoso ruido
del brazo al partirse detrás de la espalda.
– Teniente, teniente Dallas.
El grito salió del fondo su garganta y Eve
volvió en sí. Se incorporó presa del pánico y sus piernas, hechas un lío, la
dejaron como un guiñapo en el suelo.
– Teniente…
Se apartó de la mano que le tocaba el hombro
y se acurrucó de nuevo mientras los sollozos se le atascaban en la garganta.
– Estaba soñando. -Summerset habló con
tiento, inexpresiva la cara-. Estaba soñando -repitió, acercán?dose a ella como
quien se acerca a un lobo atrapado-. Ha tenido una pesadilla.
– No se me acerque. ¡Largo! ¡Váyase de
aquí!
– Teniente, ¿sabe dónde está usted?
– Lo sé. -Consiguió extraer las
palabras entre jadeos. No podía parar los temblores-. Váyase. -Logró ponerse de
rodillas, se cubrió la boca y se meció de un lado al otro-. Que se vaya de
aquí, joder.
– Deje que la ayude a sentarse. -Sus
manos fueron solícitas pero lo bastante firmes para no soltarla cuando ella
trató de apartarlo.
– No necesito ayuda.
– La ayudaré a sentarse en la silla. -A
su modo de ver, Eve era como una niña que necesitaba ayuda. Como lo ha?bía sido
su Marlene. Intentó no especular sobre si su hija habría implorado como Eve.
Después de dejarla en la silla, se acercó a una cómoda y sacó una manta. A ella
le castañe?teaban los dientes, tenía los ojos desorbitados de miedo.
– Estése quieta. -La orden fue tajante
mientras ella empezaba a forcejear-. Quédese donde está y no se mueva.
Summerset dio media vuelta para ir a la
cocina y al AutoChef. Se secó la frente sudorosa con un pañuelo mientras pedía
un sedante. La mano le temblaba. Eso no le sorprendió. Los gritos de ella le
habían dejado helado mientras corría hacia su suite.
Eran los gritos de una niña.
Procurando calmarse, le llevó el vaso a Eve.
– Tome esto.
– No quiero…
– Tómeselo o se lo hago beber a la
fuerza. Será un placer.
Ella pensó en tirar el vaso, pero al final
se acurrucó y empezó a lloriquear. Summerset se rindió y dejó el vaso, la
arropó mejor en la manta y salió a fin de ponerse en contacto con el médico
personal de Roarke.
Pero fue a Roarke en persona a quien vio en
el re?llano.
– ¿Es que nunca duerme, Summerset?
– Es la teniente Dallas…
Roarke dejó su maletín y agarró a Summerset
de las solapas.
– ¿Qué le pasa? ¿Dónde está?
– Una pesadilla. Estaba gritando.
-Summerset per?dió su compostura habitual y se mesó el pelo-. No quie?re
cooperar. Ahora iba a llamar al médico. La he dejado en su suite privada.
Cuando Roarke le hizo a un lado, Summerset
le aga?rró del brazo.
– Roarke, debería haberme dicho lo que
le hicieron de pequeña.
Él meneó la cabeza y siguió adelante.
– Yo me ocuparé de ella.
La encontró encogida y temblando. Roarke
sintió rabia, alivio, pena y culpa a la vez. Desechó sus emocio?nes y la
levantó suavemente.
– Bueno, bueno, ya está, Eve.
– Roarke… -Se estremeció una vez y
luego se abrazó a él y se sentó en su regazo-. Los sueños.
– Ya lo sé. -Le dio un beso en la
sien-. Lo siento.
– Ahora los tengo constantemente. Nada
puede pa?rarlos.
– ¿Por qué no me lo dijiste? -Le
inclinó la cara para mirarla a los ojos-. No tienes por qué sufrir tú sola.
– Es imposible pararlos -repitió ella-.
No podía de?jar de recordar por más tiempo. Y ahora lo recuerdo todo. -Se frotó
la cara-. Yo le maté, Roarke. Yo maté a mi padre.
Capitulo Trece
Mientras la miraba, Roarke notó los
temblores que la seguían sacudiendo.
– Has tenido una pesadilla, cariño.
– Ha sido como revivir el pasado.
Tenía que calmarse, de lo contrario no
podría sa?carlo todo. Tenía que pensar con lógica, como un po?licía, no como
una mujer. No como una niña aterro?rizada.
– Todo era tan claro, Roarke, que aún
lo estoy sin?tiendo. Le noto a él encima de mí. La habitación donde me tenía
encerrada, en Dallas. Siempre.me encerraba para poseerme. Una vez intenté huir,
escaparme, y él me pilló. Después de eso, siempre buscaba habitaciones al?tas y
cerraba la puerta por fuera. Para que yo no pudiera salir. No creo que nadie
supiera que yo estaba dentro. -Trató de aclararse la garganta en carne viva-.
Necesito un poco de agua.
– Toma. Bebe esto. -Roarke cogió el
vaso que Summerset había dejado junto a la silla.
– No; es un tranquilizante. No quiero
tomar eso. -Hizo un esfuerzo por respirar-. No quiero tranquili?zantes.
– Está bien. Iré por agua. -Se levantó
y vio que ella le miraba con recelo-. Sólo agua. Te lo prometo.
Aceptando su palabra, ella cogió el vaso que
le trajo y bebió agradecida. Cuando él se sentó en el brazo de la butaca, ella
miró al frente y continuó.
– Recuerdo la habitación. He tenido
partes de este sueño durante las últimas dos semanas. Los detalles em?pezaban a
encajar. Incluso fui a ver a la doctora Mira. Sí, ya sé que no te lo dije. No
podía.
– Está bien. Pero me lo vas a contar
ahora.
– He de hacerlo, Roarke. -Respiró hondo
y trató de recordar como si fuera la escena de un crimen-. Yo estaba despierta,
deseando que él regresara demasiado bo?rracho para tocarme. Era tarde.
No tuvo que cerrar los ojos para verlo: la
sucia habi?tación, el parpadeo de la luz roja entrando por la mu?grienta
ventana.
– Frío -murmuró-. Mi padre había roto
el control térmico y nacía mucho frío. Podía verme el aliento. -Tiri?tó al
recordarlo-. Pero además estaba hambrienta. Bus?qué algo que comer. Él nunca
dejaba gran cosa en el cuar?to. Siempre tenía hambre. Estaba quitando el moho a
un pedazo de queso cuando él entró.
La puerta al abrirse, el miedo, el ruido del
cuchillo al caer. Quería levantarse, calmar sus nervios, pero no es?taba segura
de que las piernas pudieran aguantarla.
– Enseguida vi que no estaba lo
bastante ebrio. Re?cuerdo su aspecto. Su pelo era castaño oscuro y su cara se
había ablandado por la bebida. Quizá había sido gua?po en tiempos, pero ya no.
Tenía capilares rotos en la cara y en los ojos. Sus manos eran grandes. Quizá
es que yo era pequeña,pero me parecían espantosamente grandes.
Roarke empezó a masajearle los hombros para
cal?mar la tensión.
– Ya no pueden hacerte daño. Ahora no
pueden to?carte.
– No. -Salvo en sueños, pensó ella. Los
sueños eran dolorosos-. Se puso como una fiera porque había comi?do. Yo no
podía tocar nada sin pedirle permiso.
– Santo Dios. -La arropó en la manta
porque no dejaba de tiritar. Y sintió que quería darle algo, cual?quier cosa,
para que ella no pensara nunca más en pasar hambre.
– Entonces empezó a pegarme. -Hizo
un-esfuerzo para proseguir. Ahora es como un informe, se dijo. Nada más-. Me
tumbó y me siguió pegando. En la cara, en el cuerpo. Yo no paraba de llorar y
de gritar, de im?plorarle. Me arrancó la ropa y me metió los dedos. Me hacía un
daño horrible, porque me había violado la no?che anterior y aún me dolía. Luego
me violó otra vez. Jadeando encima mío, diciéndome que fuera buena. Fue como si
me rasgara las entrañas. El dolor era tan intenso que no pude soportarlo más.
Le clavé las uñas. Supongo que le hice sangre. Entonces fue cuando me rompió el
brazo.
Roarke se levantó bruscamente y pulsó el
mecanis?mo para abrir las ventanas. Necesitaba aire.
– No sé si perdí el conocimiento, quizá
un par de mi?nutos. Pero no pude superar el dolor. A veces se puede.
– Sí -dijo él-. Lo sé.
– El dolor me llegaba en negras e
inmensas oleadas. Y él no paraba nunca. Yo tenía el cuchillo en la mano. Lo
tenía allí, a punto. Y entonces se lo clavé. -Tuvo un estremecimiento mientras
Roarke se volvía-. Le apuñalé varias veces seguidas. Todo estaba lleno de
sangre. Aquel olor acre yfuerte. Me escurrí de debajo de él. Tal vez ya estaba
muerto, pero seguí apuñalándole. Es como si fuera ahora, Roarke. Me veo allí de
rodillas empuñan?do el cuchillo, la sangre chorreándome por las muñecas,
salpicándome la cara. Y el dolor, la rabia que latía dentro de mí. No pude
parar.
¿Quién habría parado?, se preguntó él.
¿Quién?
– Entonces me fui al rincón para estar
lejos de él, porque cuando se levantara me mataría. Me desmayé, creo, porque no
recuerdo nada más hasta que ya había salido el sol. Me dolía todo, todo. Sentí
náuseas, vomité. Y cuando terminé, lo vi. Lo vi todo.
Él le cogió la mano: un carámbano,
quebradizo.
– Ya es suficiente, cariño.
– No, deja que termine. -Se forzó a
hablar como si las palabras fueran rocas que salían de su corazón-. Supe que le
había matado y que vendrían por mí para me?terme en la cárcel. En una celda
oscura. Es lo que siem?pre me decía él que les pasaba a los que no eran buenos.
Fui al baño y me limpié toda la sangre. El brazo me dolía horrores, pero yo no
quería ir a la cárcel. Me puse lo pri?mero que encontré y guardé el resto de
mis cosas en una bolsa. Yo seguía pensando que se levantaría y vendría por mí,
pero no ocurrió nada. Le dejé allí muerto. Eché a andar. Era muy temprano.
Apenas había gente en la calle. Arrojé la bolsa, o la perdí. Ya no me acuerdo.
Ca?miné un largo trecho y luego me acurruqué en un calle?jón hasta la noche.
Se pasó una mano por la boca. También se
acordaba de eso: la oscuridad, el hedor, el miedo que superaba el dolor físico.
– Seguí andando y andando hasta que ya
no pude más. Busqué otro callejón. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero ahí
fue donde me encontraron. Para entonces ya no recordaba nada; qué había pasado,
dónde me en?contraba. Ni quién era yo. Todavía no recuerdo mi nombre. Él nunca
me llamaba por mi nombre.
– Tú te llamas Eve Dallas. -Ahuecó las
manos sobre la cara de ella-. Y esa parte de tu vida ha quedado atrás. Tú
sobreviviste, superaste ese momento. Ahora que lo has recordado, olvídate de
ello.
– Roarke. -Al mirarle, ella supo que
nunca había querido a nadie más-. No puedo olvidarlo. He de en?frentarme a lo
que hice. A las consecuencias. No puedo casarme contigo ahora. Mañana devolveré
mi placa.
– ¿Qué locuras estás diciendo?
– Yo maté a mi padre, ¿es que no lo
entiendes? Es preciso investigar. Aunque yo salga inocente, eso no niega el
hecho de que mi solicitud para ingresar en la academia, mi expediente, son
fraudulentos. Mientras la investigación esté en marcha, no puedo ser policía y
no puedo casarme contigo.-Más calmada, se puso en pie-. He de hacer las
maletas.
– Inténtalo.
Su voz sonó grave, peligrosa, y eso la
detuvo.
– Roarke, he de seguir el
procedimiento.
– No, lo que has de hacer es sosegarte.
-Fue hasta la puerta y la cerró-. ¿Crees que vas a alejarte de mi vida sólo
porque te defendiste de un monstruo?
– Maté a mi padre, Roarke.
– Mataste a un monstruo, joder. Eras
una niña. ¿Vas a quedarte ahí, mirarme a la cara y decirme que se puede culpar
a una niña?
– No se trata de lo que yo piense. La
justicia…
– ¡Debería haberte protegido! -le
espetó él, la mente poblada de visiones. Casi podía oír cómo se rompía el tenso
cable del control-. Al cuerno la justicia. ¿De qué nos sirvió a ti o a mí
cuando más la necesitábamos? Si quieres tirar tu placa porque la ley es
demasiado endeble paracuidar de los inocentes, de los niños, adelante. Echa a
perder tu carrera. Pero de mí no te vas a librar.
Hizo ademán de agarrarla de los hombros pero
dejó caer las manos.
– No puedo tocarte. -Sacudido por la
violencia inte?rior que sentía, Roarke retrocedió-. Tengo miedo de ponerte las
manos encima. No podría soportar que estar conmigo te recordara lo que él te
hizo.
– No. -Abrumada, fue ella quien alargó
la mano-. No. Tú eres distinto. Cuando me tocas sólo estamos tú y yo. Pero
tengo que solucionar esto.
– ¿Tú sola? -Fueron las palabras más
amargas-. ¿Igual que querías enfrentarte sola a tus pesadillas? Yo no puedo
volver al pasado y matarlo, Eve. Daría cual?quier cosa por poder hacerlo. Pero
no puedo. No dejaré que sufras tú sola. Ninguno de los dos puede tomar esa
opción. Siéntate.
– Roarke.
– Por favor, Eve. -Vio que ella no le
escucharía si le dominaba la cólera. Tampoco iba a escucharle con bue?nas
razones-. ¿Confías en la doctora Mira?
– Sí, bueno yo…
– Como en cualquier otra persona -acabó
él-. Con eso basta. -Fue hacia el escritorio.
– ¿Qué vas a hacer?
– Telefonearla.
– Pero si es de noche.
– Ya lo sé. -Conectó el enlace-. Estoy
dispuesto a aceptar su consejo.
Ella empezó a protestar pero no encontró
cómo. Fa?tigada, dejó caer la cabeza en sus manos.
– Está bien.
Se quedó allí, escuchando apenas la voz de
Roarke, las respuestas murmuradas. Cuando hubo terminado de hablar, él le
tendió la mano. Ella la miró.
– Ahora viene. ¿Quieres bajar?
– No quiero hacerte daño ni que te
enfades.
– Has conseguido ambas cosas, pero eso
no es lo que más importa ahora. -Le tomó la mano y la hizo levan?tar-. No te
dejaré marchar, Eve. Si no me quisieras o no me necesitaras, lo haría. Pero tú
me quieres. Y aunque tengas problemas para aceptarlo, también me necesitas.
No quiero abusar de ti, pensó ella mientras
bajaban la escalera.
Mira no tardó mucho. Como era su costumbre,
lle?gó puntual y perfectamente arreglada. Saludó a Roarke con serenidad, miró a
Eve y se sentó.
– Me gustaría tomar un brandy, si no te
importa. Y creo que la teniente debería hacer igual. -Mientras él se ocupaba de
las copas, Mira echó un vistazo a la habi?tación-. Qué casa más acogedora.
-Sonrió y ladeó la ca?beza-. Vaya, Eve, se ha cambiado el peinado. Le favore?ce
muchísimo.
Perplejo, Roarke se detuvo y miró.
– ¿Qué te has hecho en el pelo?
Ella levantó un hombro.
– Oh, nada, bueno, sólo…
– Hombres. -Mira hizo girar el brandy
dentro de su copa-. ¿Por qué nos molestamos? Cuando mi marido no nota algún
cambio, siempre dice que me adora por lo que soy, no por mi peinado. Yo, por lo
general, dejo que se lo crea. En fin. -Se apoyó en el respaldo-. ¿Me lo va a
contar?
– Sí. -Eve repitió todo cuanto había
dicho a Roarke, pero ahora con la voz del policía: serena, fría y distante.
– Ha sido una noche difícil. -Mira
desvió la mirada hacia Roarke-. Para ustedes dos. Tal vez no sea fácil creer
que a partir de ahora todo vaya a mejorar. ¿Puede acep?tar que su mente estaba
lista para afrontarlo?
– Imagino que sí. Los recuerdos
empezaron a fluir más claros después de eso… -Eve cerró los ojos-. Hace unos
meses me llamaron por un problema doméstico. Llegué demasiado tarde. El padre
iba de Zeus. Había acuchillado a la muchacha antes de mi llegada. Yo acabé con
él.
– Sí, lo recuerdo. La niña podría haber
sido usted. Pero usted sobrevivió.
– Mi padre no.
– ¿Y qué le hace sentir eso?
– Alegría. E inquietud, sabiendo que
puedo engen?drar tanto odio.
– Él le pegó. La violó. Era su padre, y
usted debería haberse sentido a salvo con él. ¿Cómo cree que debe?ría enjuiciar
todo eso?
– Fue hace muchos años.
– No; fue ayer -le corrigió Mira-. Hace
una hora.
– Sí. -Eve miró su brandy y contuvo las
lágrimas.
– ¿Estuvo mal defenderse?
– No, defenderse no. Pero yo le maté.
Incluso cuan?do ya estaba muerto, seguí matándolo. El odio me cega?ba, la ira
era incontrolable. Fui como un animal.
– Él la había tratado como un animal.
La convirtió en animal. Sí -dijo al ver que ella se estremecía-, aparte de
robarle la niñez y la inocencia, la despojó de su humani?dad. Existen palabras
técnicas para designar una perso?nalidad capaz de hacer lo que él hizo, pero en
lenguaje llano -añadió con su frialdad habitual- su padre era un monstruo.
Mira vio cómo Eve miraba a Roarke y luego
bajaba la vista.
– Le privó de su libertad -continuó-,
la marcó, la deshonró. Para él usted no era humana, y si la situación no
hubiese cambiado, usted tal vez no habría sido más que un animal si es que
sobrevivía. Y pese a todo, des?pués de la huida, usted se abrió camino. ¿Qué es
ahora, Eve?
– Un policía.
Mira sonrió. Había esperado justamente esa
res?puesta.
– ¿Y qué más?
– Una persona.
– ¿Una persona responsable?
– Claro.
– Capaz de amistad, lealtad, compasión,
humor. ¿Amor?
Eve miró otra vez a Roarke.
– Sí, pero…
– ¿Esa niña era capaz?
– No, ella… yo tenía demasiado miedo.
De acuerdo, he cambiado. -Eve se apretó la sien, sorprendida y aliviada de que
el dolor de cabeza estuviera remitiendo-. Me convertí en algo decente, pero eso
no quita que ma?tara. Es preciso que haya una investigación.
Mira arqueó una ceja.
– Nadie le pondrá reparos si el hecho
de descubrir la identidad de su padre es importante para usted. ¿Lo es?
– No. Eso me importa un comino. Pero…
– Disculpe. -Mira levantó una mano-.
¿Quiere pro?mover una investigación por la muerte de este hombre a manos de la
niña de ocho años que era usted entonces?
– Es el procedimiento habitual -dijo
Eve, testaruda-. Y eso exige mi inmediata suspensión hasta que el equipo investigador
se dé por satisfecho. También será conve?niente que mis planes personales
queden aplazados has?ta que todo se aclare.
Percibiendo la ira de Roarke, Mira le lanzó
una mi?rada de advertencia y vio que él lograba dominarse.
– Se aclare, ¿cómo? -preguntó
razonablemente-. No pretendo decirle cuál es su trabajo, teniente, pero
esta?mos hablando de algo que sucedió hace unos veintidós años.
– Fue ayer. -Eve encontró cierto gusto
en devolverle sus palabras a Mira-. Fue hace una hora.
– Emocionalmente sí -concedió Mira
impertérrita-. Pero en la práctica, y en términos legales, fue hace más de dos
décadas. No habrá cadáver ni pruebas físicas que examinar. Están, eso sí, las
fichas donde consta el estado en que la encontraron, los abusos, la malnutrición,
el trauma. Lo que hay ahora es su memoria: ¿cree que su historia cambiaría a lo
largo de un interrogatorio?
– No, claro que no, pero… Es el
procedimiento.
– Es usted una excelente policía -dijo
Mira-. Si este asunto cayera sobre su mesa, tal como está, ¿cuál sería su
opinión profesional y objetiva? Antes de que me respon?da, sea honesta. No
tiene por qué castigarse a sí misma ni a esa niña inocente. ¿Qué haría usted
como policía?
– Yo… -Vencida, dejó la copita sobre la
mesa y cerró los ojos-. Yo lo cerraría.
– Pues hágalo.
– No depende de mí.
– Será un placer llevar este asunto
ante su comandan?te, en privado, exponerle los hechos y mi recomenda?ción
personal. Creo que usted ya sabe cuál será su deci?sión. Necesitamos gente como
usted para que nos protejan, Eve. Y aquí hay un hombre que necesita que confíe
en él.
– Confío en él. -Eve cobró arrestos
para mirar a Roarke-. Pero tengo miedo de estar utilizándolo. No impor?ta lo
que otras personas piensen del dinero, del poder. No quiero darle el menor
motivo para pensar que alguna vez podría abusar de él.
– ¿Acaso él lo piensa?
Eve cerró la mano en torno al diamante que
colgaba entre sus pechos.
– Está demasiado enamorado de mí para
pensar.
– Vaya, yo diría que eso es estupendo.
Y creo que no tardará usted en ver la diferencia entre depender de al?guien a
quien ama y explotar sus recursos. -Mira se puso en pie-. Le recomendaría que
se tome un sedante y el día libre, pero sé que no hará lo uno ni lo otro.
– Así es. Siento haberla sacado de casa
en plena no?che, doctora.
– Policías y médicos: estamos
acostumbrados. ¿Vol?veremos a hablar?
Eve quiso negarse, tal como se había negado
durante años y años. Pero ahora era distinto, eso lo veía claro.
– Sí, está bien.
Impulsivamente, Mira le acarició la mejilla
y la besó.
– Saldrá adelante, Eve. -Luego miró a
Roarke y le tendió la mano-. Me alegro de que me llamara. Tengo un interés
personal en la teniente.
– Yo también. Gracias.
– Espero que me inviten a la boda. No
me acompa?ñen. Conozco el camino.
Roarke fue a sentarse al lado de Eve.
– ¿No sería mejor para ti que me
desprendiera del di?nero, de las propiedades, que pasara de mis empresas y
empezara de cero?
Si ella esperaba algo, no fue esto. Le miró
boquia?bierta.
– ¿Serías capaz?
Él se inclinó y le dio un beso somero.
– No.
Ella se sorprendió a sí misma riendo.
– Me siento como una tonta.
– Haces bien. -Entrelazó sus dedos con
los de ella-. Deja que te ayude a olvidar el dolor.
– Has estado haciéndolo desde que
entraste por la puerta. -Suspiró-. Trata de aguantarme, Roarke. Soy un buen
policía. Sé lo que me hago cuando llevo la pla?ca. Es cuando me la quito que no
estoy segura de mí misma.
– Soy tolerante. Puedo aceptar tus
puntos flacos como tú aceptas los míos. Ven, vamos a la cama. Tienes que
dormir. -La ayudó a ponerse en pie-. Y si tienes pe?sadillas, no me las
escondas.
– Nunca más. ¿Qué pasa?
Roarke le pasó los dedos por el pelo.
– Te lo has cambiado. De forma sutil
pero encanta?dora. Y hay algo más… -Le frotó la mandíbula con el pulgar.
Ella meneó las cejas esperando que él notara
su nue?va forma, pero Roarke continuó mirándola.
– ¿Qué?
– Estás muy guapa. De verdad, mucho.
– Estás cansado.
– No es verdad. -Se inclinó y le dio un
beso largo y pausado en la boca-. En absoluto.
Peabody la miraba, pero Eve hizo como que no
se daba cuenta. Estaba tomando café y, anticipándose a la llega?da de Feeney,
había subido incluso un paquete de muffins. Las persianas abiertas le permitían
saborear una es?pléndida vista de Nueva York con su dentada línea del cielo
tras el exuberante verde del parque.
Decidió que no podía culpar a Peabody por
quedar?se boquiabierta.
– Le agradezco mucho que haya venido
aquí en vez de a la Central -empezó Eve. Sabía que aún no estaba en plena
forma, como sabía que Mavis no podía permitirse el lujo de que ella le
fallara-. Quiero solucionar unas cuantas cosas antes de fichar. En cuanto lo
haya hecho, imagino que Whitneyme llamará. Necesito municiones.
– Descuide. -Peabody sabía que algunas
personas vi?vían así. Lo sabía de oídas, de leerlo o de verlo en la pan?talla.
Y los aposentos de la teniente no tenían nada de fa?buloso. Eran bonitos, eso
sí, llenos de espacio, buen mobiliario, excelente equipamiento.
Pero la casa, Dios, qué casa. Eso ya no era una
man?sión sino una fortaleza, quizá un castillo. El césped ver?de y extenso, los
árboles floridos, las fuentes. Todas aquellas torres, el centelleo de la
piedra. Eso era antes de que un conserje te hiciera entrar y te quedaras
pasmado al ver todo el mármol, el cristaly la madera. Y el espacio. Inmenso.
– Peabody.
– ¿Qué? Perdón.
– Tranquila. Este sitio intimida a
cualquiera.
– Es increíble. -Volvió a mirarla-.
Usted se ve distin?ta aquí -decidió achicando los ojos-. Yo la veo distinta, al
menos. Ah, se ha cortado el pelo. Y las cejas. -Intriga?da, se acercó un poco-.
Tratamiento epidérmico.
– Sólo facial. -Eve se contuvo a
tiempo-. ¿Nos pone?mos a trabajar ahora o quiere el nombre de mi estilista?
– No podría pagarla -dijo alegremente
Peabody-.
Pero le sienta bien. Quiere ponerse a tono
porque se casa dentro de un par de semanas.
– No serán dos semanas, sino el mes que
viene.
– Creo que no sabe que ya es el mes que
viene. La veo nerviosa. -Peabody dejó ver una sonrisa divertida-. Usted nunca
se pone nerviosa.
– Cállese, Peabody. Tenemos un
homicidio.
– Sí, señor. -Ligeramente avergonzada,
Peabody se tragó el mohín-. Pensaba que estábamos matando el tiempo hasta que
llegara el capitán Feeney.
– Tengo una entrevista a las diez con
Redford. No me queda tiempo que matar. Déme un resumen de lo que averiguó en el
club.
– He traído mi informe. -Peabody sacó
un disco de su bolso-. Llegué a las diecisiete treinta y cinco, me acerqué al
individuo que llaman Crack y me identifiqué como ayudante suya.
– ¿Qué le pareció?
– Un personaje -dijo secamente
Peabody-. Me dijo que yo serviría para hacer mesas, puesto que parecía te?ner
las piernas fuertes. Yo le dije que bailar no estaba en mi agenda.
– Muy buena.
– Se mostró cooperador. A mi juicio, no
le gustó cuando le comuniqué la muerte de Hetta. La chica no llevaba mucho
tiempo trabajando allí, pero él dijo que tenía buen carácter, que era eficiente
y gustaba a los hombres.
– Con estas palabras…
– En lenguaje vulgar. Ensulenguaje
vulgar, Dallas, tal como consta en mi informe. No se fijó con quién habla?ba
Hetta después del incidente con Boomer pues en ese momento el club estaba a
tope y él tenía mucho trabajo.
– Partiendo cabezas.
– Eso mismo. Sin embargo, sí me indicó
algunos em?pleados y clientes que podían haberla visto en compañía de alguien.
Tengo los nombres y las declaraciones. Na?die notó nada fuera de lo normal. Un
solo cliente creyó haberla visto entrar en una de las cabinas privadas con otro
hombre, perono recordaba la hora y la descripción es vaga: «Un tipo alto.»
– Sensacional.
– Hetta salió a las dos y cuarto, es
decir, una hora más temprano de lo habitual. Le dijo a otra acompañan?te que ya
había llenado el cupo y que daba por termina?da la noche. Enseñó un puñado de
créditos y dinero en metálico. Se jactó de tener un nuevo cliente que sabía
apreciar la calidad. Fue la última vez que alguien la vio en el club.
– Encontraron su cadáver tres días
después. -Frus?trada, Eve se apartó de la mesa-. Si me hubieran encar?gado el
caso antes, o si Carmichael se hubiera tomado la molestia de investigar… En
fin, ya es tarde.
– Hetta tenía muchos amigos.
– ¿Pareja?
– Nada serio ni permanente. Esos clubs
procuran que sus empleadas no se citen con los clientes fuera del local, y
parece ser que Hetta era una auténtica profesio?nal. Visitaba también otros
locales, pero hasta ahora no he podido descubrir nada. Si trabajó en algún
sitio la no?che de su asesinato, no hay constancia de ello.
– ¿Consumía?
– En reuniones, de vez en cuando. Nada
fuerte, se?gún las personas con las que hablé. Comprobé su expe?diente, y
aparte de un par de acusaciones antiguas por posesión, estaba limpia.
– ¿Cómo de antiguas?
– Cinco años.
– Bien, siga con ello. Hetta es toda
suya. -Levantó la vista al ver entrar a Feeney-. Me alegro de tenerle aquí.
– Uf, la circulación es un infierno.
¡Muffins! -Feeney se lanzó sobre ellos-. ¿Qué tal, Peabody?
– Buenos días, capitán.
– ¿Blusa nueva, Dallas?
– No.
– La veo diferente. -Se sirvió café
mientras ella ponía los ojos en blanco-. He dado con nuestro tatuado. Mavis
entró en Ground Zero a eso de las dos, pidió un Screamer y un bailarín de mesa.
Yo mismo hablé con él ano?che. Se acuerda de ella. Dice que la chica estaba en
órbita y que intentaba tomar tierra. El tipo le ofreció una lista de servicios
aceptados, pero Mavis se fue tambaleándose.
Feeney suspiró y tomó asiento.
– Si fue a algún otro club nocturno, no
utilizó crédi?tos. No he sabido más de ella desde que salió del Ground Zero a
las tres menos cuarto.
– ¿Dónde está ese club?
– A unas seis manzanas de la escena del
crimen. Ma?vis había ido bajando hacia el centro desde el momento en que dejó a
Pandora y entró en el ZigZag. Entre me?dias estuvo en otros cinco locales,
tomando Screamers todo el tiempo, casi siempre triples. No sé cómo pudo
sostenerse en pie.
– Seis manzanas -murmuró Dallas-.
Treinta minutos antes del asesinato.
– Lo siento. Parece que eso no mejora
las cosas. Bue?no, pasemos a los discos de seguridad. El escáner de Leo?nardo
fue reventado a las diez de la noche de marras. Hay muchas quejas en la zona
sobre gamberros juveni?les que se cargan las cámaras exteriores, así que ésa
po?dría ser la causa.El sistema de seguridad de Pandora fue desconectado
utilizando el código. No hubo sabotaje. Quienquiera que entrase sabía cómo
hacerlo sin dejar rastro.
– La conocía a ella, conocía la situación.
– Por fuerza -dijo-Feeney-. No hay
irregularidades en los discos de seguridad del edificio donde vive Justin
Young. Entraron sobre la una y media, y ella se marchó otra vez a las diez o
las doce del día siguiente. Entreme?dias nada, pero… -Hizo una pausa teatral-.
Hay una puerta de servicio.
– ¿Qué?
– Se entra por la cocina hasta un
montacargas. Que no tiene sistema de seguridad. Va a otros seis pisos y al
garaje. El garaje sí tiene seguridad, y los pisos también. Pero… -Otra pausa-.
También se puede ir hasta la plan?ta baja, al área de mantenimiento. Allí el
sistema de se?guridad eschapucero.
– ¿Cree que pudieron salir sin ser
vistos?
– Tal vez. -Feeney sorbió un poco de
café-. Cono?ciendo bien el edificio, el sistema de seguridad y procu?rando
calcular el momento de la salida.
– Eso podría arrojar una nueva luz a su
coartada. Le felicito, Feeney.
– Sí, bueno. Mándeme el dinero. O
regáleme los muffins.
– Son suyos. Creo que habrá que ir a
hablar otra vez con la parejita. Tenemos a dos buenos actores. Justin Young se
acostaba con Pandora y ahora mantiene una rela?ción íntima con Jerry Fitzgerald
que es la principal adver?saria de Pandora como reina de la pasarela. Tanto
Fitzge?rald como Pandora quieren triunfar en la pantalla. Entra Redford,
productor. Le interesa trabajar con Fitzgerald, ha trabajado con Young y se
acuesta con Pandora. Los cua?tro participan en la fiesta que se celebra en casa
de Pandora, invitados por ésta la noche de su asesinato. ¿Para qué que?ría
tenerlos allí; a su rival, a su ex amante y al productor?
– Le gustaba el melodrama -terció
Peabody-. Dis?frutaba con la controversia.
– Sí, es verdad. Y también le gustaba
causar proble?mas. Me pregunto si tenía algo que echarles en cara. En la
entrevista todos estuvieron muy calmados -recordó Eve-. Muy serenos, muy a
gusto. A ver si podemos sa?cudirlos un poco.
Eve vio por el rabillo del ojo que el panel
entre su despacho y el de Roarke se abría lateralmente.
– No estaba cerrado -dijo él al
detenerse en el um?bral-. Interrumpo, ¿no?
– Ya casi hemos acabado.
– Eh, Roarke. -Feeney brindó con un
muffin-. ¿Pre?parado para mondar la media naranja? Bueno, era una broma
-murmuró al ver que Eve le fulminaba con la mi?rada.
– Creo que será mejor que vuelva a la
calle. -Feeney miró a Peabody y levantó una ceja.
– Perdón. Agente Peabody, le presento a
Roarke.
Echa la presentación, Roarke sonrió y se
acercó a ellos.
– La eficiente agente Peabody. Es un
placer.
Haciendo esfuerzos por no atragantarse, ella
aceptó la mano que le tendía.
– Me alegro de conocerle.
– Si me permiten que les robe a la
teniente un mo?mento, los dejaré a solas enseguida. -Puso una mano so?bre el
hombro de Eve, se lo apretó. Al levantarse ella, Feeney soltó un bufido.
– Se va a tragar la lengua, Peabody.
¿Por qué será que cuando un hombre tiene cara de diablo y cuerpo de dios las
mujeres se emboban de esta manera?
– Son las hormonas -murmuró Peabody,
sin dejar de mirar a Roarke y Eve. Últimamente se interesaba por las relaciones
humanas.
– ¿Cómo estás? -dijo Roarke.
– Bien.
Acarició la barbilla de Eve, hundiendo
ligeramente el pulgar en su hoyuelo.
– Ya veo que estás trabajando. Tengo
algunas reu?niones esta mañana, pero pensé que querrías esto. -Le entregó una
tarjeta de las suyas con un nombre y una di?rección garabateados al dorso-. Es
el experto extraplanetario que me pedías. Estará encantada de ayudarte en lo
que necesites. Yatiene la muestra que tú me diste, pero le gustaría tener otra.
Para una comprobación adi?cional, creo que me dijo.
– Gracias. -Se guardó la tarjeta-. De
veras.
– Los informes de Starlight Station…
– ¿Starlight Station? -Eve tardó un
poco en reaccio?nar-. Dios, olvidaba que te lo había pedido. No tengo la mente
clara.
– Tienes demasiadas cosas en la cabeza.
En todo caso, mis fuentes me dicen que Pandora hizo muchas re?laciones públicas
en su último viaje, lo cual es normal. No parece que estuviera interesada en
nadie en concre?to. Al menos por más de una noche.
– Mierda, ¿es que sólo pensaba en eso?
– En ella era una prioridad. -Sonrió al
ver qué Eve achicaba los ojos y hacía conjeturas-. Como te dije, nuestra breve
relación ocurrió hace mucho tiempo. Bien, lo que sí hizo fue bastantes
llamadas, todas con su propio minienlace.
– No hay registro de las llamadas.
– Yo diría que no. Hizo el trabajo con
su talento ha?bitual. Se habla del modo en que se jactó de un nuevo producto
que pensaba patrocinar, y de un vídeo.
Eve gruñó:
– Te agradezco las molestias.
– Es un placer colaborar con la policía
local. Tene?mos una cita con el florista a las tres. ¿Podrás ir?
Eve barajó mentalmente sus compromisos.
– Si tú has buscado un hueco, yo
también.
Como no quería arriesgarse, Roarke le cogió
la agenda de trabajo y programó él mismo la cita.
– Nos veremos allí. -Bajó la cabeza y
vio que ella mi?raba hacia la mesa del otro lado de la habitación-. Dudo que
esto disminuya tu autoridad -dijo, y luego posó sus labios en los de ella-. Te
quiero.
– Sí, bueno. -Carraspeó-. De acuerdo.
– Muy poético. -Divertido, él le pasó
una mano por el pelo y la besó otra vez-. Agente Peabody, Feeney. -Con una
inclinación de cabeza, volvió a su despacho. El panel se cerró a sus espaldas.
– Borre esa sonrisa estúpida de su
cara, Feeney. Ten?go un trabajo para usted. -Eve sacó la tarjeta que se ha?bía
metido en el bolsillo-. Necesito que lleve una mues?tra del polvo que le
encontramos a Boomer a esta experta en flora. Roarke ya le ha puesto al
corriente. No es policía ni estávinculada a seguridad, así que sea dis?creto.
– Lo intentaré.
– Procuraré hablar con ella más tarde
para ver qué ha averiguado. Peabody, usted viene conmigo.
– Sí, señor.
Peabody esperó a estar en el coche para
hablar.
– Imagino que para un policía es
difícil hacer malabarismos con las relaciones personales.
– Dígamelo a mí. -Interrogar sin piedad
a un sospe?choso, mentir al comandante en jefe, acosar al técnico del
laboratorio. Encargar el ramo de novia. ¡Dios!
– Pero si va con cuidado, eso no tiene
por qué echar por tierra su carrera.
– Qué quiere que le diga, ser.policía
es una mala apuesta. -Eve tamborileó sobre el volante-. Feeney lleva casado
desde la noche de los tiempos. El comandante tiene un hogar feliz. Otros lo
consiguen. -Exhaló con fuerza-. Yo estoy en ello. -Se le ocurrió cuando salían
por la puerta-: ¿Es que tiene algo en marcha, Peabody?
– Puede. Lo estoy pensando. -Peabody se
frotó las manos en el pantalón, las juntó, las separó.
– ¿Alguien que yo conozco?
– Pues sí. -Cambió los pies de sitio-.
Es Casto.
– ¿Casto? -Eve enfiló la Novena,
esquivando un au?tobús-. No me diga. ¿Y cuándo ha sido?
– Bien, es que ayer noche me topé con
él. Es decir, le pillé espiándome y…
– ¿La estaba espiando? -Eve puso el
piloto automá?tico. El coche gimió y resopló-. ¿De qué diantres está hablando,
Peabody?
– Casto tiene buen olfato. Se olió que
estábamos si?guiendo una pista. Me puse como una fiera cuando le descubrí, pero
luego hube de admitirlo, yo habría hecho lo mismo.
Eve siguió tamborileando el volante,
mientras pen?saba en ello.
– Sí, y yo también. ¿Intentó algo?
Peabody se ruborizó.
– Por Dios, Peabody, no quería decir…
-balbuceó.
– Ya, ya lo sé. Es que no estoy
acostumbrada, Dallas. Bueno, los hombres me gustan, claro. -Se frotó el
fle?quillo y comprobó el cuello de la camisa de reglamen?to-. He conocido a
algunos, pero hombres como Casto, ya sabe, como Roarke…
– Achicharran los circuitos, ya.
– Sí. -Fue un alivio poder decírselo a
alguien que lo entendiera-. Casto intentó sacarme algunos datos con añagazas,
pero se lo tomó muy bien cuando me negué. Conoce la ruta. El jefe ordena
cooperación interdepar?tamental y nosotros hacemos casó omiso.
– ¿Cree que él tiene algo?
– Podría ser. Fue al club igual que yo.
Fue allí donde le pesqué. Luego, al salir yo, él me siguió. Dejé que se
di?virtiera un rato, para ver qué hacía. -Su sonrisa se ensan?chó-. Y luego le
seguí yo a él. Debería haber visto su cara cuando le fui por detrás y se dio
cuenta de que le ha?bía descubierto.
– Buen trabajo, Peabody.
– Discutimos un poco. Por el territorio
y esas cosas. Después, bueno, tomamos una copa y acordamos dejar de lado la
rutina policial. Estuvo bien. Aparte de la profesión, tenemos bastantes cosas
en común. Música, cine, en fin. Qué coño. Me acosté con él.
– Oh.
– Sé que fue una estupidez. Pero lo
hicimos.
Eve esperó un momento.
– Bien. ¿Y qué tal?
– ¡Uau!
– Conque sí, ¿eh?
– Y esta mañana me ha dicho si podíamos
ir a cenar o algo.
– Bueno, a mí me parece normal.
Peabody meneó la cabeza.
– Yo no suelo atraer a esta clase de
hombres. Sé que busca algo de usted…
Eve la hizo callar.
– Eh, un momento.
– Vamos, Dallas, usted sabe que sí. Se
siente atraído por usted. La admira por su inteligencia… y por sus piernas.
– No me diga que usted y Casto han
hablado de mis piernas.
– No, pero de su inteligencia sí. De
todos modos, no sé si debo seguir adelante con esto. He de concentrarme en mi
trabajo, y él está concentrado en el suyo. Cuando este caso se resuelva,
dejaremos de vernos.
¿No había pensado Eve lo mismo cuando Roarke
se había fijado en ella? Normalmente ocurría así.
– Usted le gusta, Peabody, no hay duda,
y usted le encuentra interesante.
– Claro.
– Y la cama funcionó.
– De qué manera.
– Entonces, como superior suya que soy,
le aconsejo que se lance.
Peabody sonrió y luego miró por la
ventanilla.
– Lo pensaré.
Capitulo Catorce
Eve había calculado bien. Fichó en la
Central a las 9.55 y fue directamente a Interrogatorios. Evitó ir a su
despacho, evitó cualquier posible mensaje del coman?dante requiriendo su
presencia. Esperaba que para cuan?do tuviera que enfrentarse a él, tendría ya
nueva infor?mación que darle.
Redford llegó puntual, eso tenía que
admitirlo. Y tan elegante y planchado como la primera vez que Eve le ha?bía
visto.
– Teniente, confío en que no tardemos
mucho. Es una hora muy inoportuna.
– Entonces empecemos cuanto antes.
Siéntese. -Eve cerró la puerta con llave.
En Interrogatorios no había en absoluto una
atmós?fera muy agradable. Ni falta que hacía. La mesa era de?masiado pequeña,
las sillas muy duras, las paredes sin adornos de ningún tipo. El espejo era,
por supuesto, de dos caras y estaba pensado para intimidar todo lo posi?ble al
entrevistado. Eve conectó la grabadora yrecitó los datos necesarios.
– Señor Redford, tiene usted derecho a
un asesor o un representante legal.
– ¿Me está leyendo los derechos,
teniente?
– Si me lo pide, lo haré encantada. No
se le acusa de nada, pero tiene derecho a un asesor si se le somete a una
entrevista formal. ¿Desea un asesor?
– De momento no. -Se quitó una mota de
polvo de la manga. Su muñeca brilló en forma de pulsera de oro-. Estoy
dispuesto a cooperar en lo que haga falta, como he demostrado viniendo hoy
aquí.
– Me gustaría pasarle su declaración
previa para que tenga la oportunidad de añadir, suprimir o cambiar cualquier
fragmento de la misma. -Introdujo el disco en cuestión. Con mucha impaciencia,
Redford escuchó su voz.
– ¿Desea reafirmarse en su declaración?
– Sí, es tan exacta como puedo
recordar.
– Muy bien. -Eve recuperó el disco y
cruzó las ma?nos-. Usted y la víctima mantenían relaciones sexuales.
– En efecto.
– No era con exclusividad, sin embargo.
– En absoluto. Ninguno de los dos lo
deseaba.
– ¿Consumió usted drogas ilegales con
la víctima la noche del crimen?
– No.
– ¿En algún otro momento compartió con
la víctima el consumo de ilegales?
Redford sonrió y ladeó la cabeza. Eve vio
más oro infiltrado en la coleta que le llegaba a los omóplatos.
– No, yo no compartía el gusto de
Pandora por los estupefacientes.
– ¿Tenía usted el código de seguridad
que abría la casa de la víctima en Nueva York?
– El código de seguridad. -Frunció el
entrecejo-. Su?pongo que sí. -Por primera vez pareció intranquilo. Eve casi
pudo ver cómo su mente sopesaba la respuesta y las posibles consecuencias-.
Supongo que Pandora me lo dio algún día para simplificar las cosas cuando iba a
visi?tarla. -Serenootra vez, sacó su portátil y tecleó unos da?tos-. Sí, aquí
lo tengo.
– ¿Utilizó el código para acceder a su
casa la noche en que fue asesinada?
– Un sirviente me dejó entrar. No hizo
falta usar el código.
– No, claro. Antes del asesinato. ¿Es
usted conscien?te de que el sistema de seguridad también conecta y des?conecta
el sistema de vídeo?
La cautela volvió a aparecer en los ojos de
Redford.
– No sé si la entiendo, teniente.
– Con el código, que según declara obra
en su poder, la cámara exterior de seguridad puede ser desactivada. Esa cámara
estuvo desactivada durante un período aproximado de una hora después de
cometido el asesi?nato. En ese rato, señor Redford, usted declara que estu?vo
en su club. A solas.En ese rato, alguien que conocía a la víctima, que estaba
en posesión de su código y que co?nocía el funcionamiento del sistema de
seguridad de su casa, desactivó el sistema, entró en la casa y al parecer se llevó
algo de allí.
– Yo no tenía ningún motivo para hacer
ninguna de esas cosas. Estaba en mi club, teniente. Entré y salí con mi llave
de código.
– Cualquier socio puede hacer ver que
entró y salió sin haberlo hecho. -Eve notó que él se ponía serio-. Us?ted vio
una caja, posiblemente china, de anticuario, de la cual ha declarado que la
víctima sacó una sustancia y la ingirió. También declara que luego cerró la
caja en el to?cador de su dormitorio. La caja no ha sido encontrada. ¿Está
seguro de que existe tal caja?
Ahora había hielo en su mirada, pero debajo
del mismo, asomando, Eve creyó ver algo más. Pánico no, todavía. Pero sí
cautela y preocupación.
– ¿Está seguro de que la caja que
describió existe, se?ñor Redford?
– Yo la vi.
– ¿Y la llave?
– ¿La llave? -Cogió un vaso de agua. La
mano seguía firme, pero Eve pudo haber jurado que la mente pensaba a toda
velocidad-. La llevaba colgada al cuello, de una cadena de oro.
– Ni en el cadáver ni en la escena del
crimen se en?contró ninguna llave. Tampoco una cadena.
– Entonces supongo que se la llevó el
asesino, ¿ver?dad, teniente?
– ¿Llevaba la llave a la vista?
– No. Pandora… -Su mandíbula estaba
tensa-. Muy buena, teniente. Que yo sepa, la llevaba bajo la ropa. Pero como ya
he declarado, no soy el único que veía a Pandora sin ropa.
– ¿Por qué le pagaba usted?
– ¿Cómo dice?
– En los últimos dieciocho meses usted
hizo transfe?rencias por valor de más de trescientos mil dólares a las cuentas
de crédito de la víctima. ¿Por qué?
Redford la miró sin expresión, pero ella vio
en sus ojos, por primera vez, el miedo.
– Lo que yo haga con mi dinero es
asunto mío.
– Se equivoca. Cuando hay un asesinato
la cosa cam?bia. ¿Pandora le estaba chantajeando?
– Eso es ridículo.
– No crea. Ella le amenazó con algo
peligroso, emba?razoso para usted, algo con lo que ella disfrutaba. Pan?dora le
iba exigiendo pequeños pagos de vez en cuando, y algunos no tan pequeños.
Imagino que era el tipo de persona que alardeaba de tener ese poder. Un hombre
podría cansarse de esa situación. Un hombre podía ha?ber empezado a ver que
sólo quedaba una solución. No era el dinero lo más importante, ¿verdad señor
Redford? Era el poder, el dominio, y esa satisfacción personal que ella no
dejaba de pasarle por la cara.
Redford empezó a respirar irregularmente,
pero sin alterar las facciones.
– Pandora podía llegar a esos extremos,
supongo. Pero no tenía nada contra mí, teniente, y yo no hubiera tolerado
amenazas.
– ¿Qué habría hecho usted?
– Un hombre en mi posición puede
permitirse el lujo de hacer caso omiso. En mi profesión, el éxito importa mucho
más que el cotilleo.
– Entonces ¿por qué le pagaba? ¿Por el
sexo?
– Eso es un insulto.
– No, imagino que un hombre de su
posición no habría pagado por acostarse. Pero eso podía hacerlo to?davía más
excitante. ¿Frecuenta usted el Down amp; Dirty, en el East End?
– No frecuento el East End, ni tampoco
un club de segunda como ése.
– Pero sabe lo que es. ¿Estuvo alguna
vez allí con Pandora?
– No.
– ¿Y solo?
– He dicho que no.
– ¿Dónde estuvo el diez de junio,
aproximadamente a las dos de la madrugada?
– ¿Por qué?
– ¿Puede verificar su paradero en esa
fecha y hora?
– No sé dónde estuve. No tengo
respuesta.
– ¿Sus pagos a Pandora eran pagos de
negocios, rega?los tal vez?
– Sí y no. -Golpeó la mesa-. Creo que
ahora sí qui?siera consultar a un abogado.
– De acuerdo. Usted manda.
Interrumpimos la en?trevista para dejar que un individuo ejerza su derecho a
asesoría jurídica. Desconectar. -Eve sonrió-. Es mejor que se lo cuente todo.
Que se lo cuente a alguien. Y si no está solo en este asunto, le aconsejo que
empiece a pen?sar seriamente en hacer algo. -Se apañó de la mesa-. Afuera hay
un teleenlace público.
– Tengo el mío -dijo él muy tieso-. Si
es tan amable de decirme dónde puedo hablar en privado. -Cómo no. Venga
conmigo.
Eve consiguió eludir a Whitney transmitiendo
un infor?me de puesta al día y no apareciendo por su despacho. Luego cogió a
Peabody y se dirigió a la salida.
– Ha desconcertado a Redford. De veras
que sí.
– Ésa era la idea.
– Fue por la manera de atacarle desde
diferentes ángu?los. Primero todo muy correcto y luego, zas, le pone la
zancadilla.
– Sabrá levantarse. Aún me queda el
pago que le hizo a Fitzgerald para pincharle, pero ahora estará sobre aviso.
– Sí, y ya no le va a subestimar. ¿Cree
que lo hizo él?
– Pudo hacerlo. Odiaba a Pandora. Si
podemos rela?cionarlo con la droga… ya veremos. -Tantas cosas que explorar,
pensó ella, y el tiempo se estaba agotando, ca?mino de la audiencia previa al
proceso contra Mavis. Debía descubrir algo decisivo antes de un par de días-.
Quiero identificar eseelemento X. Necesito saber quién es la fuente. Es la
clave de todo.
– ¿Ahí es donde piensa hacer intervenir
a Casto? Es una pregunta profesional.
– Puede que él tenga mejores contactos.
En cuanto hayamos aclarado lo de la sustancia desconocida, habla?ré con él. -Su
enlace pitó. Eve dio un respingo-. Mierda, mierda y mierda. Es Whitney, seguro.
-Se puso seria y respondió-. Aquí Dallas.
– ¿Qué diablos está haciendo?
– Verificando una pista, señor. Voy
camino del labo?ratorio.
– Dejé orden de que estuviera en mi
despacho a las nueve en punto.
– Lo siento, comandante. No he recibido
esa transmisión. No he pasado por mi despacho. Si tiene mi in?forme, verá que
esta mañana he estado liada en Interro?gatorios. El hombre está ahora mismo
consultando a sus abogados. Creo que…
– Pare el carro, teniente. He hablado
con la doctora Mira hace unos minutos.
Eve notó que la piel se le ponía tiesa, fría
como el hielo.
– Señor.
– Me decepciona usted, teniente. -Habló
despacio, con dureza-. Es una lástima que haya hecho perder tiempo al
departamento por este asunto. No tenemos la menor intención de investigar
formalmente ni de hacer ningún tipo de pesquisa sobre el incidente. El asunto
está cerrado, y así se va a quedar. ¿Lo ha comprendido, teniente?
Alivio, culpa, gratitud: todo revuelto.
– Señor, yo… Sí. Comprendido.
– Muy bien. La filtración a Canal 75 ha
originado bastantes problemas en la Central.
– Sí, señor. -Devuelve el golpe, pensó.
Piensa en Mavis-. No me cabe duda.
– Usted conoce de sobra la política del
departamento sobre filtraciones no autorizadas.
– Perfectamente.
– ¿Cómo está la señorita Furst?
– En pantalla se la veía bastante bien,
comandante.
Whitney frunció el entrecejo, pero en su
mirada apareció un brillo inequívoco.
– Ándese con ojo, Dallas. Y preséntese
en mi despa?cho a las seis en punto. Tenemos una condenada rueda de prensa.
– Buen regate -la felicitó Peabody-. Y
todo es ver?dad menos lo de que íbamos camino del laboratorio.
– Pero no he dicho de cuál.
– ¿Y el otro asunto? El comandante
parecía mosqueado. ¿Tiene alguna cosa más entre manos? ¿Algo relacio?nado con
este caso?
– No; es agua pasada. -Contenta de
haber superado el mal trago, Eve fue hacia la puerta de Futures Labora?tories
amp; Research, subsidiaria de Industrias Roarke-. Teniente Dallas, policía de
Nueva York -anunció por el escáner.
– La están esperando, teniente.
Diríjase a la zona de aparcamiento azul. Deje allí su vehículo y tome el
trans?porte C hasta el complejo este, sector seis, nivel uno.
Allí los recibió una androide del
laboratorio, una morena atractiva de piel blanca como la leche, ojos azul claro
y una placa que la identificaba como Anna-6. Su voz era tan melodiosa como unas
campanas de iglesia.
– Buenas tardes, teniente. Espero que
no haya tenido problema para encontrarnos.
– No, ninguno.
– Muy bien. La doctora Engrave les
recibirá en el solárium. Es un sitio muy agradable. Si quieren se?guirme…
– Es un androide -murmuró Peabody por
lo bajo, y Anna-6 se volvió sonriendo con toda simpatía.
– Soy un modelo nuevo, experimental.
Sólo hay otros nueve como yo, y todos trabajamos aquí, en este complejo.
Esperamos estar en el mercado dentro de seis meses. Se ha investigado mucho
para fabricarnos y, por desgracia, el precio aún es prohibitivo. Confiamos en
que las grandes industrias juzgarán útil ese gasto has?ta que podamos ser
producidos en masa a un precio com?petitivo.
Eve ladeó la cabeza.
– ¿ Le ha visto Roarke?
– Por supuesto. Él da el visto bueno a
todos los pro?ductos. Participó activamente en este diseño.
– No hace falta que lo jure.
– Por aquí, por favor. -Anna-6 enfiló
un largo pasillo abovedado, blanco como un hospital. La docto?ra Engrave opina
que su espécimen es muy interesante. Estoy segura de que les será de gran
ayuda. -Se detuvo ante una mini pantalla y marcó una secuencia-. Anna-6
-anunció-. Acompañada del teniente Dallas y su ayu?dante.
La pared se abrió a una sala grande llena de
plantas y una bonita luz solar artificial. Se oía correr agua y el zumbido
perezoso de unas abejas satisfechas.
– Aquí les dejo. Volveré cuando tengan
que salir. Pi?dan lo que les apetezca. La doctora Engrave suele olvi?darse de
ofrecer nada.
– Vete a sonreír a otro sitio, Anna.
-La malhumorada voz pareció salir de una mata de helechos. Anna-6 se li?mitó a
sonreír, retrocedió, y la pared volvió a cerrarse-. Ya sé que los androides
tienen sus derechos, pero es que me pone frenética. Por aquí, en las espireas.
Eve fue hacia los helechos y se metió
cautelosamen?te entre ellos. Arrodillada sobre tierra negra abonada, había una
mujer. Su pelo canoso estaba recogido en un moño apresurado, y tenía las manos
enrojecidas y sucias de tierra. El mono que quizá fue blanco alguna vez esta?ba
tan manchado que era imposible de identificar. La doctora alzó la vista y su
cara angosta y vulgar resultó estar tan asquerosa como su ropa.
– Estoy mirando mis gusanos. Es una
nueva raza. -Levantó un trozo de tierra con cosas que se movían.
– Muy bonito -dijo Eve, sintiendo
cierto alivio cuan?do Engrave sepultó el ajetreado terrón.
– Conque usted es la policía de Roarke.
Yo me figu?raba que habría escogido a una de esas pura sangre con el cogote
pelado y las tetas gordas. -Frunció los labios y miró de arriba abajo a Eve-.
Veo que no, y me alegro. El problema con las pura sangre es que siempre están
pi?diendo mimos. A mí que me den un híbrido.
Engrave se limpió las manos en su sucia
ropa. Una vez en pie, Eve vio que medía cerca de un metro cin?cuenta.
– Esto de los gusanos es una magnífica
terapia. Yo se la recomendaría a mucha gente, así no necesitarían dro?gas para
ir tirando.
– Hablando de drogas…
– Sí, sí, por aquí. -Echó a andar a
paso de marcha pero luego fue reduciendo la velocidad-. Hay que podar un poco.
Hace falta más nitrógeno. Y riego subterráneo, para las raíces. -Se detuvo
entre hojas de un insultante verde, larguísimas enredaderas, capullos
explosivos-. La cosa ha llegado al punto de que me pagan por cuidar el jardín.
Bonito trabajo para el que lo pilla. ¿Sabe qué es esto?
Eve miró una flor de color púrpura y forma
de trompeta. Estaba casi segura pero temía una trampa.
– Una flor -dijo.
– Petunia. Bah, la gente ha olvidado el
encanto de lo tradicional. -Se detuvo junto a un lavabo, se quitó parte de la
tierra que llevaba en las manos, dejando restos entre sus uñas estropeadas-.
Hoy en día todos quieren lo exóti?co. Lo grande, lo diferente. Un buen arriate
de petunias proporciona mucho placer a cambio de pocos cuidados. Se plantan,
sin esperar que sean lo que no son, y a disfru?tarlas. Son sencillas, y no se
te marchitan por una nadería. Unas petunias sanas significan algo. En fin.
Se subió a un taburete delante de un banco
de traba?jo atiborrado de herramientas, tiestos, papeles, un Auto-Chef con la
luz devacíoencendida, y un sofisticado sis?tema informático.
– Lo que me envió usted con ese
irlandés ha sido una auténtica bolsa de los truenos. A propósito, él sí conocía
las petunias.
– Feeney es un hombre de talentos
sorprendentes.
– Le di unos pensamientos para su
mujer. -Engrave conectó el ordenador-. Ya he hecho algunos análisis de la
muestra que me trajo Roarke. Me dijo muy amable que le corría prisa. Otro
irlandés. Dios los conserve. La nueva muestra de polvo me ha dado más trabajo.
– Entonces tiene los resultados…
– No me meta prisa, mujer. Eso sólo
vale si me lo dice un irlandés guapo. Y no me gusta trabajar para la poli.
-Engrave sonrió a placer-. No aprecian la ciencia. Apuesto a que ni siquiera se
sabe la tabla periódica.
– Oiga, doctora… -Para consuelo de Eve,
la fórmula apareció en el monitor-. ¿Está controlada esta unidad?
– No se preocupe, tiene contraseña.
Roarke me dijo que esto era super secreto. Tranquila, estoy en el ajo desde
hace mucho más que usted. -Con una mano de?sechó a Eve y con la otra señaló a
la pantalla-. Bien, no entraré en los elementos básicos. Hasta un niño po?dría
verlos, conque imagino que ya los habrá identifi?cado.
– Es el desconocido lo que…
– Ya, teniente, ya. El problema está
aquí. -Señaló una serie de factores-. La fórmula no ha servido para
identi?ficarlo, porque está codificado. Vea. -Alargó el brazo para coger una
pequeña platina cubierta de polvo-. Has?ta los mejores laboratorios se las
verían y se las desearían para analizar esto. Parece una cosa, huele a otra. Y
cuan?do está todo mezclado, como en esta fórmula, es la reac?ción lo que altera
la mezcla. ¿Sabe algo de química?
– ¿Es necesario?
– Si más gente supiera de química…
– Doctora Engrave, necesito aclarar un
asesinato. Dígame qué es y yo trabajaré a partir de ahí.
– Otro problema de la gente es la
impaciencia -le es?petó Engrave, sacando un plato pequeño. Dentó del mismo
había unas gotas de un líquido lechoso-. Como a usted no le importa una higa,
no le diré lo que he hecho. Dejémoslo en que he realizado unas pruebas, unos
cuantos trucos de química básica y que he conseguido aislar su elemento
desconocido.
– ¿Es eso de ahí?
– Sí, en su estado líquido. Seguro que
su laboratorio le dijo que era una forma de valeriana; una especie oriunda del
sudoeste.
Eve la miró.
– ¿Y?
– Se acerca, pero no del todo. Es una
planta, por su?puesto, y utilizaron valeriana para cortar el espécimen. Esto es
néctar, la sustancia que seduce a aves y abejas y que hace girar el mundo. Un
néctar que no procede de ninguna especie nativa.
– Nativa de Estados Unidos, quiere
decir.
– No, nativa de ninguna parte. -Engrave
alcanzó una maceta y la dejó en la mesa de mala gana-. Aquí tiene a su bebé.
– Qué bonito -dijo Peabody,
inclinándose hacia las exuberantes flores que iban de un blanco cremoso a un
granate subido. Olisqueó, cerró los ojos y repitió la ope?ración-. Es
maravilloso. Es… -La cabeza le daba vuel?tas-. Qué fuerte.
– Y que lo diga. Basta, o no sabrá lo
que hace durante una hora. -Engrave apartó la planta.
– ¿Peabody? -Eve la sacudió por el
brazo-. Despierte.
– Es como tomarse una copa de champán
de un solo trago. -Se llevó una mano a la sien-. Increíble.
– Un híbrido experimental -explicó
Engrave-. Nom?bre en clave: Capullo Inmortal. Éste tiene catorce me?ses, y no
ha dejado de echar flores. Procede de la colo?nia Edén.
– Siéntese, Peabody. ¿El néctar de esta
cosa es lo que estamos buscando?
– De por sí, el néctar es fuerte y
provoca en las abejas una reacción semejante a la ebriedad. Les ocurre lo
mis?mo con la fruta demasiado madura, como los melocotones caídos, por ejemplo,
cuyo zumo está muy concen?trado. A no ser que la ingestión sea mesurada, se ha
des?cubierto que las abejas mueren de sobredosis de néctar. Nunca tienen
bastante.
– ¿Abejas adictas?
– Como les quiera llamar. De hecho, no
se follan a las otras flores porque ésta las tiene seducidas. Su laborato?rio
no descubrió nada porque este híbrido está en la lis?ta restringida de las
colonias horticulturas y queda bajo jurisdicción de la Aduana Galáctica. La
colonia está trabajando para mitigar el problema con el néctar, ya que ocasiona
un montón de prejuicios a la hora de su expor?tación.
– Así que Capullo Inmortal es un
espécimen contro?lado.
– Por el momento sí. Tiene cierta
utilidad en medici?na y especialmente en cosmética. La ingestión del néctar
puede producir una luminescencia del cutis, una nueva elasticidad y una
apariencia de juventud.
– Pero es un veneno. Su consumo a largo
plazo daña el sistema nervioso. Nuestro laboratorio lo ha confirmado.
– El arsénico también, pero las señoras
finas lo toma?ban en pequeñas dosis para tener la piel más blanca y más clara.
Para algunos, la belleza y la juventud son pro?blemas desesperantes. -Engrave
se encogió de hombros en señal de rechazo-. En combinación con los otros
ele?mentos de la fórmula, este néctar actúa como activador. El resultado es una
sustancia altamente adictiva que au?menta la energía y la fuerza física,
potencia el deseo se?xual y la sensación de renovada juventud. Y como, al no
estar controlados, estos híbridos pueden propagarse como conejos, nuestro
Capullo Inmortal puede seguir produciéndose a bajo precio y gran escala.
– ¿Se propagarían igual en las
condiciones en la Tierra?
– Desde luego. La colonia Edén produce
plantas y flora en general para las condiciones planetarias.
– Bien, usted tiene unas plantas
-reflexionó Eve-. Y un laboratorio, las otras sustancias químicas.
– Y usted tiene una ilegal muy
atractiva para las ma?sas. Pague -dijo Engrave con una sonrisa amarga-, sea
fuerte, sea guapo, sea joven y sexy. El que consiguió esta fórmula sabía de
química y se conocía a sí mismo; y ade?más comprende la belleza del lucro.
– Belleza letal.
– Sí, por supuesto. De cuatro a seis
años de consumo regular pueden acabar con cualquiera. El sistema ner?vioso
diría basta. Pero cuatro o seis años es muchísimo tiempo y alguien va a
obtener, como suele decirse, pin?gües beneficios.
– ¿Cómo sabe usted tanto de esta cosa,
como se lla?me, si su cultivo está limitado a Edén?
– Porque soy la mejor en mi campo,
porque hago mis deberes y porque resulta que mi hija es apicultora jefe en
Edén. Un laboratorio autorizado como éste, o un exper?to en horticultura
pueden, con ciertas restricciones, im?portar un espécimen.
– ¿Significa eso que usted ya tenía
algunas plantas de esas?
– Casi todo réplicas, simulaciones
inofensivas, pero algunas genuinas. Reguladas para consumo controlado, de
puertas adentro. Bueno, tengo trabajo con unas ro?sas. Lleve el informe y las
dos muestras a sus chicos lis?tos de la Central. A ver si son capaces de sacar
algo en claro.
– ¿Se encuentra bien, Peabody? -Eve
cogió el brazo de su ayudante con mano firme al abrir la puerta del coche.
– Sí, sólo que muy relajada.
– Demasiado para conducir -dijo Eve-.
Pensaba de?cirle que me dejara en la floristería. Plan B: pasamos de largo y
come usted alguna cosa para contrarrestar el efecto de la esnifada floral y
luego lleva usted las mues?tras y el informe de Engrave al laboratorio.
– Dallas. -Peabody apoyó la cabeza en
el respaldo-. De verdad que me siento de maravilla.
Eve la miró con cautela.
– ¿No irá usted a besarme o algo así?
Peabody la miró de reojo.
– No es mi tipo. Además, no es que esté
cachonda. Sólo bien. Si tomar eso es parecido a oler esa flor, la gen?te se
volverá loca por probarlo.
– Sí. Creo que alguien se ha vuelto ya
lo bastante loco para matar a tres personas.
Eve entró a toda prisa en la floristería. Le
quedaban veinte minutos si pensaba seguir a los otros sospecho?sos, acosarlos,
volver a la Central para archivar su infor?me y asistir a la rueda de prensa.
Divisó a Roarke cerca de unos árboles
pequeños y floridos.
– Nuestra asesora floral nos está
esperando.
– Lo siento. -Se preguntó para qué
querría nadie unos árboles enanos. La hacían sentir como un mons?truo de
feria-. Me he retrasado.
– Yo acabo de llegar. ¿Te ha servido de
ayuda la doc?tora Engrave?
– Desde luego. Menudo carácter tiene.
-Le siguió bajo un fragante emparrado-. He conocido a Anna-6.
– Ah, ya. Creo que esos androides serán
un éxito.
– Sobre todo con los adolescentes.
Roarke se rió y le metió prisa.
– Mark, te presento a mi novia, Eve
Dallas.
– Ah, sí. -Tenía cara de simpático, y
su apretón de manos fue como el de un luchador-. A ver qué podemos hacer. Las
bodas son un tema complicado, y no me han dejado mucho tiempo.
– Él tampoco me ha dejado mucho tiempo
a mí.
Mark rió y se tocó el pelo plateado.
– Siéntense y relájense. Tomen un poco
de té. Tengo muchas cosas que enseñarles.
A ella no le importaba. Le gustaban las
flores. Sólo que no sabía que pudiera haber tantas. Pasados cinco minutos, su
cabeza empezó a dar vueltas de tanta orquí?dea y lirio y rosa y gardenia.
– Sencillo -decidió Roarke-.
Tradicional. Nada de imitaciones.
– Por supuesto. Tengo unos hologramas
que quizá les den alguna idea. Como la boda será al aire libre, les sugiero una
pérgola, glicinas. Es muy tradicional, y tie?nen una fragancia encantadora, muy
al viejo estilo.
Eve estudió los hologramas y trató de
imaginarse bajo una pérgola con Roarke, intercambiando prome?sas. El estómago
le dio una sacudida.
– ¿Y petunias?
Mark parpadeó:
– ¿Petunias?
– Me gustan las petunias. Son sencillas
y no preten?den ser más que lo que son.
– Sí, claro. Quedaría bien. Quizá
habría que añadir unas azucenas. En cuanto al color…
– ¿Tiene Capullo Inmortal? -preguntó a
bocajarro.
– Inmortal… -Mark abrió los ojos de par
en par-. Eso sí que es una especialidad. Difíciles de importar, cla?ro, pero
quedan muy espectaculares. Tengo varias imi?taciones.
– No queremos imitaciones -le recordó
Eve.
– Me temo que sólo se importan en
pequeñas canti?dades, y sólo a floristas y horticultores con autorización. Y
para interior. Pero como la ceremonia es al aire libre…
– ¿Vende muchos?
– No, y sólo a otros expertos con
licencia. Pero ten?go algo que le gustará aún más…
– ¿Guarda un registro de esas ventas?
¿Puede darme una lista de nombres? Supongo que está conectado a la red de
distribución mundial.
– Naturalmente, pero…
– Necesito saber quién encargó esa
planta durante los dos últimos años.
Mark miró a Roarke con cara de
perplejidad,yéste se pasó la lengua por los dientes.
– Mi novia es una jardinera insaciable.
– Ya veo. Tardaré un poco en
conectarme. Dice que quiere todos los nombres.
– De quienes encargaron Capullo
Inmortal a la colo?nia Edén en los últimos dos años. Puede empezar por Estados
Unidos.
– Si tienen la bondad de esperar, veré
lo que puedo hacer.
– Me gusta la idea de la pérgola
-proclamó Eve, le?vantándose de pronto cuando Mark se hubo ido-. ¿A ti no?
Roarke se puso en pie y la cogió de los
hombros.
– ¿Por qué no dejas que me encargue yo
de las flores? Quiero sorprenderte.
– Te deberé una.
– Claro que sí. Puedes empezar a
pagarme recordan?do que hemos de asistir al desfile de Leonardo este vier?nes.
– Ya lo sabía.
– Y recordando también que has de pedir
tres sema?nas de permiso para la luna de miel.
– Creí que habíamos dicho dos.
– Sí. Ahora me debes una. ¿Quieres
decirme por qué de repente te fascina tanto una flor de la colonia Edén? ¿O
debo suponer que has encontrado al desconocido?
– Es el néctar. Eso podría relacionar
los tres homici?dios. Si consigo un momento de respiro.
– Espero que sea esto lo que está
buscando. -Mark volvió con una hoja de papel-. No ha sido tan difícil como yo
me temía. No ha habido muchos pedidos de Inmortal. La mayoría de importadores
se contenta con imitaciones. Hay ciertos problemas con el espécimen.
– Gracias. -Eve cogió el papel y revisó
la lista-. Ya está -murmuró, y luego se volvió a Roarke-. He de irme. Compra
muchas flores, carretadas de flores. Y no olvides las petunias. -Salió de
estampida mientras sacaba su comunicador-. Peabody.
– Pero… el ramo. El ramo de novia.
-Mark miró a Roarke, desconcertado-. No ha escogido nada.
Roarke vio cómo se marchaba.
– Yo sé lo que le gusta -dijo-. Más que
ella misma.
Capitulo Quince
– Me alegro de tenerle otra vez por
aquí, señor Red?ford.
– Esto empieza a ser una costumbre
desafortuna?da, teniente. -Redford tomó asiento ante la mesa de
in?terrogatorio-. Me esperan en Los Ángeles dentro de unas horas. Espero que no
me retenga usted mucho tiempo.
– Soy de las que gustan de tener las
cosas bien atadas para que nada ni nadie se cuele por las grietas.
Miró hacia el rincón donde estaba Peabody de
pie, con el uniforme al completo. Al otro lado del espejo, Eve sabía que
Whitney y el fiscal observaban atentos. O atrapaba a Redford ahora o lo más
probable era que fuese ella la atrapada.
Se sentó y señaló con la cabeza al holograma
del ase?sor escogido por Redford. Evidentemente, ni Redford ni su abogado
creían ni por un momento que la situa?ción fuese lo bastante grave para
justificar una represen?tación en persona.
– Asesor, ¿tiene la trascripción de las
declaraciones de su cliente?
– Así es. -La imagen (traje a rayas,
mirada dura) cru?zó sus pulcras y cuidadas manos-. Mi cliente ha coope?rado
mucho con usted y su departamento, teniente. Si accedemos a esta entrevista es
sólo para poner punto fi?nal al asunto.
Acceden porque no les queda otra alternativa,
pensó Eve.
– Me consta que ha cooperado, señor
Redford. De?claró usted que conocía a Pandora y que mantenía con ella una
relación casual e íntima.
– Correcto.
– ¿Participó también en algún negocio
con ella?
– Produje dos vídeos directo-a-casa en
los que Pan?dora tenía un papel. Estábamos discutiendo otro.
– ¿Tuvieron éxito esos proyectos?
– Sólo moderado.
– Y aparte de esos proyectos, ¿tuvo
usted alguna otra relación de negocios con la difunta?
– Ninguna. -Redford esbozó una sonrisa-.
Sin con?tar una pequeña inversión a título especulativo.
– Explíquese, por favor.
– Ella afirmaba haber sentado las bases
para su propia línea de cosméticos y moda. Naturalmente, necesitaba
pa?trocinadores y a mí me intrigó lo suficiente para invertir.
– ¿Le dio usted dinero?
– Sí, durante el último año y medio
invertí algo más de trescientos mil dólares.
Has buscado el modo de escurrir el bulto,
pensó Eve, y se retrepó en su butaca.
– ¿Cuál es la categoría de esta línea
de moda y cos?méticos que según dice la víctima estaba llevando a cabo?
– No tiene ninguna categoría, teniente.
-Redford le?vantó las manos, las bajó otra vez-. Me embaucó. Hasta después de
su muerte no descubrí que no existía tal lí?nea, ni otros patrocinadores, ni
producto alguno.
– Ya. Usted es un hombre adinerado, un
productor de éxito. Debió pedirle cifras, gastos, ingresos previstos. Quizá
hasta una muestra de los productos.
– No. -Su boca se tensó al mirarse las
manos-. No se lo pedí.
– ¿Espera que crea que le entregó el
dinero para una línea de productos de la que no disponía de informa?ción?
– Esto es engorroso. -Levantó los ojos
de nuevo-. Tengo buena reputación, y si esta información sale a la luz, me
vería seriamente perjudicado.
– Teniente -interrumpió el abogado-. La
reputación de mi cliente es un activo muy valioso. Si estos datos esca?pan a
los parámetros de la investigación, este activo que?dará dañado. Puedo y voy a
conseguir una orden para que esta parte de la declaración quede anulada a fin
de prote?ger los intereses de mi cliente.
– Hágalo. Menuda historia, señor
Redford. ¿Quiere decirme por qué un hombre con su reputación en los negocios,
con todos susactivos,dedicaría trescientos mil dólares a una inversión inexistente?
– Pandora era muy persuasiva, y muy
guapa. Ade?más era inteligente. Eludió mi solicitud de planes y ci?fras. Yo
justificaba los pagos continuados porque me parecía que ella era una experta en
su campo.
– Y no se enteró del engaño hasta que
ella estuvo muerta.
– Hice algunas averiguaciones, contacté
con su re?presentante. -Hinchó los carrillos y casi logró parecer inocente-.
Nadie sabía nada del proyecto.
– ¿Cuándo hizo usted esas
averiguaciones?
Redford dudó apenas un segundo.
– Esta tarde.
– ¿Después de nuestra entrevista?, ¿de
que yo le pre?guntara sobre los pagos?
– En efecto. Quería asegurarme de que
no hubiera ningún enredo antes de contestar a sus preguntas. Por consejo de mis
abogados, me puse en contacto con la gente de Pandora y descubrí que me había
timado.
– Es usted un artista de la
oportunidad. ¿Tiene algún hobby, señor Redford?
– ¿Hobby?
– Un hombre con un trabajo estresante
como el suyo, con sus… activos, debe necesitar alguna distrac?ción. Coleccionar
sellos, jugar con el ordenador, horti?cultura…
– Teniente -dijo el abogado con
cansancio-. ¿A qué viene eso?
– Me interesan los ratos de ocio de su
cliente. Ya sa?bemos a qué dedica su tiempo profesional. Quizá espe?cula usted
con inversiones a modo de válvula de escape.
– No, Pandora fue mi primer error y
será el último. No tengo tiempo para hobbies, ni ganas.
– Le comprendo. Alguien me ha dicho hoy
que la gente debería plantar petunias. Yo no podría perder el tiempo
ensuciándome de tierra y plantando flores. Y no porque no me gusten. ¿A usted
le gustan las flores?
– Cada cosa a su tiempo. Por eso tengo
personal de?dicado a ello.
– Pero usted tiene licencia de
horticultor.
– Yo…
– Solicitó una licencia que le fue
concedida hace unos meses. Más o menos cuando efectuó un pago a Jerry
Fitzgerald por la suma de ciento veinticinco mil. Y dos días antes, hizo usted
un pedido de Capullo Inmortal a la colonia Edén.
– El interés de mi cliente por la flora
no tiene la me?nor relevancia en este asunto.
– Se equivoca -dijo Eve al punto- y
esto es una en?trevista no un proceso judicial. No necesito que sea rele?vante.
¿Para qué quería ese Inmortal?
– Pues… era un regalo. Para Pandora.
– Empleó usted tiempo, desvelos y
gastos para con?seguir una licencia, y luego compró una especie contro?lada
como regalo para una persona con la que se acostaba de vez en cuando. Una mujer
que en el último año y medio consiguió sacarle más de trescientos mil dólares.
– Eso fue una inversión. Lo otro un
regalo.
– Bobadas. Ahórrese la protesta,
abogado, queda de?bidamente anotada. ¿Dónde está ahora la flor?
– En New Los Angeles.
– Agente Peabody, disponga que la
confisquen.
– Eh, oiga, espere un momento. -Redford
arrastró su silla-. Es propiedad mía. Yo pagué por ella.
– Ha falsificado datos para obtener esa
licencia. Ha comprado ilegalmente una especie controlada. Será confiscada y
usted será debidamente acusado. ¿Pea?body?
– Sí, señor. -Sofocando una risa,
Peabody sacó su comunicador y estableció contacto.
– Esto es acoso. -El abogado estaba
hecho una fiera-. Y los cargos son ridículos.
– Vaya… Usted conocía esa planta, sabía
que era un elemento necesario para elaborar la droga. Pandora iba a sacar mucho
dinero de esa sustancia. ¿Acaso intentaba ella excluirle?
– No sé de qué me está hablando.
– ¿Acaso intentó enrollarle, le dio a
probar lo suficien?te como para hacerle adicto? Quizá le escondió la droga hasta
que usted le imploró. Hasta que quiso matarla.
– Yo jamás toqué esa droga -explotó
Redford.
– Pero sabía de su existencia. Sabía
que ella la tenía. Y había manera de conseguir más. ¿Acaso fue usted quien
trató de excluirle del negocio y hacérselo con Jerry? Usted compró la planta.
Averiguaremos si hizo analizar la sustancia. Teniendo la planta, usted podía
fa?bricar la droga.Ya no necesitaba a Pandora. Pero tam?poco podía controlarla.
Ella quería más dinero, más droga. Usted descubrió que era letal, pero ¿para
qué es?perar cinco años? Quitando a Pandora de en medio, hubiera tenido todo el
campo libre.
– Yo no la maté. Había terminado con
ella, no tenía motivos para matarla.
– Usted fue a su casa esa noche. Se
acostó con ella. Ella tenía la droga. ¿La utilizó para tentarle a usted? Us?ted
ya había matado dos veces para proteger su inver?sión, pero ella seguía
obstruyéndole el paso.
– Yo no he matado a nadie.
Eve le dejó gritar, dejó que el abogado
exclamara sus objeciones y sus amenazas.
– ¿La siguió a casa de Leonardo o la
llevó allí usted mismo?
– Yo no estuve allí. Jamás la toqué. Si
hubiera queri?do matarla, lo habría hecho en su propia casa, cuando me amenazó.
– Paul…
– Cállese la boca -le espetó Redford a
su abogado-. Está tratando de cargarme un asesinato, maldita sea. Discutí con
Pandora. Ella quería más dinero, mucho di?nero. Se aseguró de que yo viera sus
provisiones de dro?ga, lo mucho que tenía a su disposición. Era una fortuna.
Pero yo ya la había hecho analizar. No necesitaba a Pan?dora, y así se lo dije
a ella. Tenía a Jerry para respaldar el proyecto cuando estuviera listo.
Pandora se puso furio?sa, me amenazó con arruinarme, con matarme. Para mí fue
un placer dejarla plantada.
– ¿Planeaba usted fabricar y distribuir
la droga?
– Como tópico -dijo, secándose la boca
con el dor?so de la mano-. Y cuando estuviera preparada. El dinero era
irresistible. Sus amenazas no significaban nada para mí, ¿entiende? No podía
arruinarme sin arruinarse a sí misma. Y eso no lo habría hecho nunca. Yo había
termi?nado con ella. Ycuando supe que había muerto, abrí una botella de champán
y brindé por su asesino.
– Muy bonito. Bien, empecemos otra vez.
Después de dejar a Redford para que lo
ficharan, Eve entró en el despacho del comandante.
– Excelente trabajo, teniente.
– Gracias, señor. Aunque preferiría
ficharlo por ase?sinato que por drogas.
– Todo llegará.
– Cuento con ello. Hola fiscal.
– Teniente. -El fiscal se había
levantado al verla en?trar, y seguía en pie. Sus modales eran bien conocidos
dentro y fuera de los juzgados. Su actuación estaba siempre llena de brío,
fueran cuales fuesen las circuns?tancias-. Admiro sus técnicas. Me encantaría
tenerla como testigo en esteasunto, pero no creo que esto lle?gue a juicio. El
abogado del señor Redford ya se ha puesto en contacto con mi oficina. Vamos a
negociar.
– ¿Y el asesinato?
– No tenemos suficientes pruebas
físicas. -Y añadió antes de que ella pudiera protestar-: Y el móvil… usted ha
demostrado que tuvo manera de conseguir sus fines antes de la muerte de
Pandora. Es muy probable que sea culpable, pero tendremos mucho trabajo para
justificar los cargos.
– No lo tuvo para acusar a Mavis
Freestone.
– Por pruebas abrumadoras -le recordó
él.
– Usted sabe que ella no lo hizo,
fiscal. Sabe que las tres víctimas de este asunto están relacionadas. -Miró
hacia Casto, que estaba arrellanado en una silla-. Ilega?les lo sabe.
– En esto, estoy con la teniente -dijo
Casto-. Hemos investigado la posible implicación de Freestone con la sustancia
conocida como Immortality sin encontrar co?nexión alguna entre ella y la droga
o ninguna de las otras víctimas. Tenía ciertas manchas en su expediente, pero
cosas antiguas y sin importancia. En mi opinión, la chica estaba en el sitio
equivocado a la hora equivocada. -Son?rió a Eve-. Debo apoyar a Dallas y
recomendar que le sean retirados los cargos a Mavis Freestone pendiente del
resultado de la investigación.
– Anoto su recomendación, teniente
-dijo el fiscal-. La oficina del fiscal lo tendrá en cuenta cuando revise?mos
todos los datos. Ahora mismo, la creencia de que estos tres homicidios están
relacionados sigue estando necesitada de pruebas sólidas. Sin embargo, nuestra
ofi?cina está dispuesta a acceder a la reciente solicitud del re?presentante de
Mavis Freestone en el sentido de unas pruebas de detección de mentiras,
autohipnosis y recrea?ción por vídeo. Los resultados pesarán mucho en nues?tra
decisión.
Eve soltó un suspiro. Era una concesión
importante.
– Gracias -dijo.
– Estamos del mismo lado, teniente. Y
creo que to?dos deberíamos tenerlo presente y coordinar nuestra postura antes
de la rueda de prensa.
Mientras hacían los preparativos, Eve se
acercó a Casto.
– Le agradezco lo que ha hecho.
Él le quitó importancia.
– Era una opinión profesional. Espero
que eso ayude a su amiga. Yo creo que Redford es culpable. Tanto si se los
cargó él como si pagó para que lo hiciera otro.
Eve quería sumarse a esa opinión pero, en
cambio, meneó la cabeza.
– Demasiado chapucero para tratarse de
profesiona?les, demasiado personal. De todos modos, gracias por arrimar el
hombro.
– Considérelo, si quiere, como pago por
proporcio?narme uno de los mejores casos de ilegales de toda la dé?cada. En
cuanto lo hayamos aclarado y salga a la luz el asunto de esa nueva droga, voy a
comprarme unos galo?nes de capitán.
– Bien, enhorabuena anticipada.
– Yo creo que eso va por los dos. Usted
resolverá esos homicidios, Dallas, y luego los dos podremos des?cansar un poco.
– Es verdad, los voy a resolver. -Eve
levantó una ceja cuando él le pasó la mano por el pelo.
– Me gusta. -Con una sonrisa, Casto se
metió las ma?nos en los bolsillos-. ¿Está segura de que quiere casarse?
Inclinando la cabeza, ella le devolvió la
sonrisa.
– Me han dicho que sale a cenar con
Peabody.
– Oh, es una joya. Tengo debilidad por
las mujeres fuertes, Eve, y tendrá que perdonarme si estoy un poco decepcionado
por mi falta de oportunidad.
– ¿No podría sentirme halagada? -Vio la
señal de Whitney y suspiró-. Está bien, ya vamos.
– Se siente uno como un hueso
suculento, ¿verdad? -murmuró Casto mientras la puerta se abría a una horda de
periodistas.
Salieron airosos, y Eve habría considerado
que el día ha?bía ido muy bien si Nadine no la hubiera esperado en el
aparcamiento subterráneo.
– Esta zona está restringida a personal
autorizado.
– Espere un poco, Dallas. -Sentada en
el capó del co?che de Eve, sonrió-. ¿Me acompaña?
– Canal 75 queda lejos de mi camino.
-Como Nadi?ne continuaba sonriendo, ella maldijo y abrió la puerta-. Suba.
– Está guapa -dijo Nadine-. ¿Quién es
su estilista?
– La amiga de una amiga. Estoy harta de
hablar de mi pelo, Nadine.
– Vale, entonces hablemos de
asesinatos, drogas y di?nero.
– Acabo de estar cuarenta y cinco
minutos hablando de eso. -Eve mostró la placa a la cámara de seguridad y salió
disparada a la calle-. Usted estaba allí, ¿no?
– Lo que he visto es mucho regate. ¿Qué
es ese ruido?
– Mi coche.
– Ya. Otra vez con recortes de
presupuesto, ¿ver?dad? Es una vergüenza. En fin, ¿qué es todo eso de unas
nuevas pesquisas?
– No puedo hablar de ese aspecto de la
investigación.
– Aja. ¿Y los rumores sobre Paul
Redford?
– Como se ha dicho en la conferencia de
prensa, Redford ha sido acusado de fraude, posesión de espéci?men controlado e
intento de fabricación y distribución de sustancia ilegal.
– ¿Y cómo se relaciona esto con el
asesinato de Pan?dora?
– No estoy en libertad de…
– Bueno, bueno. -Nadine se apoyó en el
respaldo y miró ceñuda el tráfico que atestaba la calzada-. ¿Y si ha?cemos un
canje?
– Veamos. Usted primera.
– Quiero una entrevista en exclusiva
con Mavis Freestone.
Eve no se molestó en responder. Sólo bufó.
– Vamos, Dallas, deje que la gente sepa
lo que ella piensa.
– A la mierda la gente.
– ¿Puedo citar eso? Usted y Roarke la
tienen asedia?da. Nadie puede acceder a ella. Usted sabe que seré justa.
– Sí, la tenemos asediada. No, nadie
puede acceder a ella. Y usted seguramente será justa, pero Mavis no ha?blará
con los media.
– ¿De quién es la decisión?
– Ojo, Nadine, o la mando al transporte
público.
– Transmítale mi petición. Es lo único
que le pido, Dallas. Dígale solamente que me interesa hacer pública su versión
de los hechos.
– Vale, ahora cambie de onda.
– De acuerdo. Esta tarde me ha llegado
una noticia de la emisora de cotilleos.
– Y usted sabe que a mí me pirra
conocer detalles de las vidas de los ricos y ridículos.
– Dallas, admita que pronto se
convertirá en uno de ellos. -Al ver la furiosa mirada de Eve, Nadine rió-. Oh,
me encanta pincharla. Es tan fácil. En fin, se rumorea que la pareja más
despampanante de los últimos dos me?ses ha partido de la ciudad.
– Estoy intrigadísima.
– Lo estará cuando le diga que la
pareja está formada por Jerry Fitzgerald y Justin Young.
El interés de Eve subió lo suficiente para
hacerle re?considerar la idea de aparcar junto a una parada de auto?bús y
soltar a su pasajero.
– Hable.
– Esta mañana se produjo una verdadera
escena en el ensayo para el show de Leonardo. Parece ser que nues?tros
enamorados llegaron a las manos. Hubo reparto de golpes.
– ¿Se pegaron el uno al otro?
– Más que palmaditas cariñosas, según
mi fuente. Jerry se retiró a su vestidor. Ahora tiene el de la estrella, por
cierto, y Justin se marchó malhumorado y con un ojo hinchado. Unas horas
después estaba ya en Maui, festejándolo con otra rubia. También modelo. Una
mo?delo más joven.
– ¿De qué discutían?
– Nadie lo sabe. Se cree que el sexo
está detrás de todo. Ella le acusó de engañarla y él hizo otro tanto. Ella no
pensaba tolerarlo. Él tampoco. Ella ya no le necesita?ba, pues él tampoco a
ella.
– Muy interesante, Nadine, pero no
significa nada. -No, pero qué oportuno, pensó, qué oportuno.
– Tal vez sí, tal vez no. Pero es
curioso que dos cele?bridades se dediquen a tirarse los trastos a la cabeza en
público. Yo diría que o estaban muy colocados o esta?ban haciendo un magnífico
número.
– Ya le digo que es interesante. -Eve
paró frente a la verja de seguridad de Canal 75-. Hemos llegado.
– Podría llevarme hasta la puerta.
– Coja el tranvía, Nadine.
– Escuche, sabe muy bien que va a
investigar lo que acabo de decirle. Por qué no comparamos algunos da?tos,
Dallas, usted y yo tenemos aquí una buena historia.
Eso era bastante cierto.
– Mire, Nadine, las cosas están ahora
mismo pen?dientes de un hilo. No quisiera arriesgarme a cortarlo.
– No diré nada en antena hasta que
usted me dé el visto bueno.
Eve dudó, meneó la cabeza.
– No puedo. Mavis me importa demasiado.
Hasta que no haya demostrado su inocencia, no puedo arries?garme.
– Vamos, Dallas. ¿Va Mavis camino de
ello?
– Extraoficialmente: la oficina del
fiscal está reconsi?derando los cargos. Pero todavía no los van a retirar.
– ¿Tiene usted otro sospechoso? ¿Es Redford?
– No me presione, Nadine. Casi somos
amigas.
– Joder. Hagamos una cosa. Si algo de
lo que le he di?cho o puedo decirle más adelante influye en el caso, us?ted me
debe una.
– Le informaré tan pronto haya aclarado
el asunto, Nadine.
– Quiero untête-à-têtecon usted, diez
minutos an?tes de que cualquier noticia salga a la luz.
Eve se inclinó para abrirle la puerta.
– Hasta pronto.
– Cinco minutos. Maldita sea, Dallas.
Cinco asque?rosos minutos.
Lo que significaba centenares de puntos en
el nivel de audiencia. Y millares de dólares.
– Que sean cinco, si es que ha lugar.
No puedo pro?meterle más.
– De acuerdo. -Satisfecha, Nadine se
apeó del coche y luego se inclinó hacia Eve-. Sabe una cosa, Dallas, us?ted
nunca falla. Seguro que lo consigue. Tiene un talento especial para los muertos
y los inocentes.
Muertos e inocentes, pensó Eve con un escalofrío
mientras se alejaba. Sabía que muchos de los muertos eran los culpables.
Lloviznaba por la ventana cenital cuando
Roarke se se?paró de Eve en la cama. Era una nueva experiencia para él el hecho
de tener nervios antes, durante y después de hacer el amor. Había docenas de
razones, o así se lo dijo a sí mismo mientras ella se acurrucaba contra él como
era su costumbre. La casa estaba llena de gente. El vario?pinto equipo de
Leonardo había tomado posesión de un ala entera. Roarke tenía varios proyectos
en diversas fa?ses de desarrollo, negocios que estaba resuelto a cerrar antes
de la boda.
Luego estaba la boda en sí. Suponía que
cualquier hombre estaba un poco distraído en semejantes ocasio?nes.
Pero Roarke era, al menos consigo mismo, un
hom?bre brutalmente sincero. Los nervios sólo podían venir de una cosa. De la
imagen que continuamente le asalta?ba, la imagen de Eve apaleada, ensangrentada
y deshe?cha. Y del terror de que al tocarla pudiera hacerla revivir todo
aquello, convertir algo hermoso en algo brutal.
Eve se movió un poco y se incorporó para
mirarle. Tenía la cara encendida, los ojos apagados.
– No sé qué he de decirte.
Él le pasó un dedo por la mandíbula.
– Sobre qué.
– Yo no soy frágil. No hay razón para
que me trates como si estuviera herida.
Él juntó las cejas, enojado consigo mismo.
No se había dado cuenta de que era tan transparente, incluso con ella. Y la
sensación no le gustó.
– No sé a qué te refieres.
Empezó a levantarse para servirse una copa
que no quería, pero ella le cogió firmemente del brazo.
– Roarke, tú no sueles escurrir el
bulto. -Estaba preo?cupada-. Si tus sentimientos han cambiado por lo que hice,
por lo que recordé…
– Esto es insultante -le espetó él, y
el mal humor que brilló en sus ojos fue para ella un alivio.
– ¿Qué quieres que piense, si no? Es la
primera vez que me tocas desde aquella noche. Parecías más una ni?ñera que otra
cosa…
– ¿Es que tienes algo contra la
ternura?
Qué inteligente es, pensó Eve. Sereno o
enardecido, sabía cómo barrer hacia dentro. Eve no apartó la mano, siguió
mirándole a los ojos.
– ¿Crees que no veo que te contienes?
No quiero que te contengas, Roarke. Me encuentro bien.
– Pues yo no. -Se apartó de ella-.
Algunas personas somos más humanas, necesitamos más tiempo. No ha?blemos más de
ello.
Sus palabras fueron como un bofetón en la
mejilla. Eve asintió, volvió a acostarse y se dio la vuelta.
– Está bien. Pero lo que me pasó de
niña no fue irse a la cama. Fue una obscenidad.
Cerró fuertemente los ojos con la intención
de dormir.
Capitulo Dieciséis
Cuando su enlace sonó, el día apenas
despuntaba. Cerrados todavía los ojos, Eve alargó la mano.
– Bloquear imagen. Aquí Dallas.
– Dallas, teniente Eve. Comunicado.
Probable homicidio, varón, detrás del 19 de la calle Ciento Ocho. Pro?ceda
inmediatamente.
Notó nervios en el estómago. Eve no estaba
en lista de rotación, no tenían por qué llamarla.
– ¿Causa de la muerte?
– Aparentemente una paliza. La víctima
no ha podi?do ser identificada debido a las heridas faciales.
– Enterado. Maldita sea. -Sacó las
piernas de la cama y parpadeó al ver que Roarke ya se había levantado y es?taba
vistiéndose-. ¿Qué estás haciendo?
– Te llevo a la escena del crimen.
– Eres un civil. No se te ha perdido
nada en un cri?men.
Él la miró mientras Eve se ponía los
téjanos.
– Tienes el coche en el taller,
teniente. -Roarke se sintió satisfecho al oírla proferir juramentos-. Te llevo,
te dejo allí y luego me marcho a la oficina.
– Como quieras. -Se ajustó la correa
del arma.
Era un barrio miserable. Varios edificios
exhibían depra?vadosgraffiti,cristales rotos y esos rótulos desvencija?dos que
la ciudad empleaba para condenarlos. Allí vivía gente, por supuesto, apiñada en
cuartos nauseabundos, rehuyendo las patrullas, colocándose con la sustancia que
ofreciera el máximo subidón.
Había barrios así en todas partes del mundo,
pensó Roarke de pie a la débil luz del sol tras la barricada poli?cial. Se
había criado en uno parecido, aunque a cinco mil kilómetros, al otro lado del
Atlántico.
Comprendía esta clase de vida, la
desesperación, el tráfico, igual que comprendía la violencia que había
conducido a los resultados que Eve estaba examinando ahora.
Mientras la observaba a ella, a la gente
tirada, las pu?tas de la calle y los curiosos, se dio cuenta de que tam?bién
comprendía a Eve.
Sus movimientos eran tan veloces como
impertur?bable su rostro. Pero su mirada traslucía piedad mien?tras examinaba
lo que había sido un hombre. Roarke pensó que Eve era capaz, fuerte y flexible.
Pese a las he?ridas, sabría salir adelante. No necesitaba que él la cura?ra,
sino que la aceptara.
– Es raro verle aquí, Roarke.
Bajó los ojos para ver a Feeney a su lado.
– He estado en sitios peores.
– Quién no -suspiró Feeney, sacando un
donut del bolsillo-. ¿Le apetece?
– Paso. Coma usted.
Feeney deglutió la pasta de tres ávidos
mordiscos.
– Será mejor que vaya a ver qué ocurre.
-Cruzó la barricada, señalándose el pecho allí donde tenía la placa para
apaciguar a los nerviosos agentes de uniforme que vigilaban la escena del
crimen.
– Qué suerte que no hayan llegado los
media -co?mentó.
Eve levantó los ojos.
– No les interesa este barrio, mientras
no se sepa cómo se han cargado al muerto. -Sus manos enguantadas esta?ban ya
manchadas de sangre-. ¿Tiene las fotos? -A una señal del técnico de vídeo, Eve
pasó las manos por debajo del cuerpo-. Ayúdeme a darle la vuelta, Feeney.
Había caído, o lo habían dejado, boca abajo
y había perdido gran cantidad de sangre y sesos por el agujero grande como un
puño que tenía en la nuca. El otro lado estaba igual o peor.
– No lleva identificación -informó
Eve-. Peabody está en el edificio preguntando puerta por puerta, a ver si
alguien le conocía o vio alguna cosa.
Feeney desvió la mirada hacia la parte de
atrás del edificio. Había un par de ventanas, cristales mugrientos y rejas
gruesas. Escrutó el patio de cemento donde esta?ban acuclillados: un reciclador
-roto-, un surtido de ba?sura, cacharros, metal oxidado.
– Qué panorama -comentó-. ¿Lo
etiquetamos ya?
– He tomado huellas. Un agente las está
verificando. El arma ya está en su bolsa. Tubo de hierro, escondido debajo del
reciclador. -Eve estudió el cadáver-. El asesino no dejó arma en el caso de
Boomer ni en el de Hetta. Es obvio por qué la dejó en casa de Leonardo. Está
ju?gando con nosotros, Feeney, la deja donde hasta un sapo ciego podría
encontrarla. ¿Usted qué opina del muerto? -Metió un dedo bajo un tirante ancho,
color fucsia.
Feeney gruñó. El cadáver iba vestido a la
última moda: pantalón corto por la rodilla a franjas arco iris, camiseta con
estampado lunar, zapatillas caras con ador?aos de cuentas.
– Tenía dinero para gastar en ropa de
mal gusto. -Feeney volvió a mirar al edificio-. Si vivía aquí, es que no
in?vertía en inmobiliarias.
– Un camello -decidió Eve-. De mediano
nivel. Vi?vía aquí porque aquí tenía el negocio. -Se limpió las manos de sangre
en los téjanos mientras se acercaba un agente.
– Las huellas encajan, teniente. La
víctima consta como Lamont Ro, alias Cucaracha. Tiene un largo his?torial,
sobre todo en Ilegales. Posesión, fabricación, y un par de atracos.
– ¿Le controlaba alguien? ¿Era soplón?
– Ese dato no sale.
Eve miró a Feeney, quien aceptó la petición
de silen?cio con un gruñido. Tendría que averiguarlo él.
– Muy bien. Vamos a embarcarlo. Quiero
un infor?me toxicológico. Que entren los del gabinete.
Repasó una vez más la escena del crimen y
sus ojos se posaron en Roarke.
– Necesito que me lleve, Feeney.
– De acuerdo.
– Será sólo un minuto. -Fue hacia la
barricada-. Creía que ibas a la oficina -le dijo a Roarke.
– Y así es. ¿Has terminado aquí?
– Todavía no. Feeney puede llevarme.
– Estás buscando al mismo asesino,
¿verdad?
Eve iba a decirle que eso era cosa de la
policía, pero luego se encogió de hombros. Los media hincarían el diente a la
noticia en cuestión de una hora.
– En vista de cómo le han destrozado la
cara, creo que es lo más probable. He de…
Los gritos le hicieron volverse. Largos
alaridos que podrían haber agujereado un panel de acero. Vio a la mujer,
corpulenta, desnuda a excepción de unas bragas rojas, saliendo del edificio. Se
lanzó sobre dos policías de uniforme que estaban tomando café, los derribó como
si fueran bolos de madera y corrió hacia los restos de Cucaracha.
– Vaya, cojonudo -rezongó Eve,
corriendo para in?terceptarla.
A menos de un metro del cadáver, arremetió
contra la mujer y la tumbó haciéndole un placaje que acabó con las dos cayendo
dolorosamente al piso de cemento.
– ¡Ése es mi hombre! -La mujer agitó
los brazos como un pez de noventa kilos, sacudiendo a Eve con sus manos
regordetas-. Es mi hombre, poli de mierda.
En interés del orden, de la custodia de la
escena del crimen y del instinto de conservación, Eve descargó su puño contra
la papada de la mujer.
– ¡Teniente! ¿Se encuentra bien,
teniente? -Los agentes uniformados se aprestaron a levantar a Eve. La mujer
estaba sin sentido-. Nos ha pillado despreveni?dos. Lo sentimos mucho…
– ¿Que lo sienten? -Eve se desembarazó
de ellos y los miró con ceño-. Pero ¿cómo se puede ser tan gilipollas, por el
amor de Dios? Un par de segundos más y esa tía habría contaminado la escena. La
próxima vez que les encarguen algo más importante que un atasco de tráfico,
sáquense la mano de la polla. Bueno, a ver si son capaces de llamar a un médico
y que echen un vistazo a esa loca. Luego le buscan algo de ropa y se la llevan
a comisaría. ¿Cree que podrán?
No se molestó en esperar respuesta. Echó a
andar renqueando con los téjanos rotos y su sangre mezclada con la del muerto.
Sus ojos echaban chispas todavía cuando encontraron los de Roarke.
– ¿De qué diablos te estás riendo?
– Siempre es un placer verte trabajar,
teniente. -De pronto, le cogió la cara entre las manos y plantó su boca sobre
la de ella con un beso que la hizo trastabillar-. Ya ves, no me contengo -le
dijo al ver que ella bizqueaba-. Que el médico te eche un vistazo a ti también.
Habían transcurrido varias horas desde el
incidente cuando Eve recibió aviso de ir al despacho de Whitney. Flanqueada por
Peabody, tomó el paseo aéreo.
– Lo siento, Dallas. Debí haberle
cortado el paso.
– Por Dios, Peabody, déjelo ya. Usted
estaba en otra parte del edificio cuando ella echó a correr.
– Debí comprender que algún inquilino
se lo expli?caría.
– Sí, a todos nos hace falta engrasar
el cerebro. Mire, en resumidas cuentas, esa mujer no me hizo más que un par de
abolladuras. ¿Sabe algo de Casto?
– Aún está tanteando.
– ¿A usted también?
Peabody notó una crispación en la boca.
– Anoche estuvimos juntos. Pensábamos
ir sólo a ce?nar, pero una cosa llevó a la otra. Le juro que no dormía así
desde que era una cría. No sabía que el sexo fuese tan buen tranquilizante.
– Yo podía habérselo dicho.
– En fin, Casto recibió una llamada
justo después de que me avisaran a mí. Yo creo que como él sabrá quién es la
víctima, quizá pueda ayudarnos.
Eve gruñó. No hubieron de esperar en la
oficina ex?terior del comandante, sino que las hicieron pasar ense?guida.
Whitney les señaló las sillas.
– Teniente, supongo que su informe
sobre este últi?mo homicidio está en camino, pero prefiero que me haga un
resumen oral.
– Sí, señor. -Eve empezó dando las
señas y descrip?ción de la escena del crimen, el nombre y la descripción de la
víctima, y detalles sobre el arma encontrada, las he?ridas y la hora de la
muerte fijada por el forense-. Las pesquisas de Peabody no han dado"
fruto, pero haremos una segundaronda puerta por puerta. La mujer que vi?vía con
la víctima pudo ayudarnos un poco.
Whitney levantó las cejas. Eve todavía
llevaba la ca?misa manchada y los téjanos rotos.
– Me han dicho que tuvo usted algún
problema.
– Nada importante. -Eve se había dado
por satisfecha con la zurra verbal. No había ninguna necesidad de ampliar el
castigo a reprimendas oficiales-. La mujer trabajaba de acompañante, pero no
tenía créditos para renovar la licencia. Además, es adicta. Tras presionar un
poco en ese sentido,pudimos hacer que nos contara algo sobre los movimientos de
la víctima la noche anterior. Según su declaración, estuvieron juntos en el
aparta?mento hasta más o menos las doce. Habían tomado vino y un poco de
Exótica. Él dijo que se marchaba porque tenía que cerrar un negocio. Ella se
tomóun Download, y se quedó frita. Como el forense fija la hora de la muer?te
sobre las dos de la madrugada, la cosa encaja. Las pruebas indican que la víctima
murió donde fue encon?trada a primera hora de la mañana. Y también que fue
asesinada por la misma persona que mató a Moppett, Boomer y Pandora.
Tomó aire y prosiguió en tono oficial:
– El primer investigador podrá
verificar los movi?mientos de la señorita Freestone en el momento de
pro?ducirse ese asesinato.
Whitney calló un momento, pero no dejó de
mirar a Eve.
– Aquí nadie cree que Mavis Freestone
esté en modo alguno relacionada con este asesinato, y tampoco la ofi?cina del
fiscal. Tengo aquí el análisis preliminar de la doctora Mira sobre las pruebas
de la señorita Freestone.
– ¿Pruebas? -Olvidada la formalidad,
Eve se puso en pie de un brinco-, ¿Qué quiere decir con pruebas? Eso no era
hasta el lunes.
– Cambiaron el día, teniente -dijo
tranquilamen?te Whitney-. Las pruebas concluyeron a las trece en punto.
– ¿Por qué no se me informó? -el
estómago protesta?ba ante los recuerdos desagradables de su propia expe?riencia
en Pruebas-. Yo debería haber estado presente.
– Que no lo estuviese obraba en
beneficio de todas las partes implicadas. -Whitney levantó una mano-. Antes de
que pierda los nervios y se arriesgue a una in?subordinación, déjeme decirle
que la doctora deja claro en su informe que la señorita Freestone superó todas
las pruebas. El detectorde mentiras indica la veracidad de sus declaraciones.
En cuanto a lo demás, la doctora Mira opina que el sujeto muy difícilmente
podría exhibir la extremada violencia con que fue asesinada Pandora. La doctora
Mira recomienda que le sean retirados los car?gos a la señorita Freestone.
– Retirados… -A Eve le ardían los ojos
cuando se sentó otra vez-. ¿Cuándo?
– La oficina del fiscal está sometiendo
a deliberación el informe de Mira. De manera no oficial, puedo decirle que si
no surgen nuevos datos que anulen ese análisis, los cargos serán retirados el
lunes. -Vio cómo Eve repri?mía un escalofrío, y aprobó su autodominio-. Las
prue?bas físicas son contundentes, pero el informe de Mira y las pruebas
acumuladas en la investigación de los casos supuestamente conectados pesan
todavía más.
– Gracias.
– Yo no he probado su inocencia,
Dallas, ni usted tampoco, pero casi lo consigue. Atrape a ese hijoputa, y
pronto.
– Ésa es mi intención. -Su comunicador
zumbó. Es?peró el consentimiento de Whitney antes de responder-. Aquí Dallas.
– He recibido tu maldito encargo -dijo
Dickie con cara de pocos amigos-. Como si no tuviera nada más que hacer.
– Las protestas después. ¿Qué es lo que
tienes?
– Tu último cadáver se había metido una
buena dosis de Immortality, justo antes de palmar, según mi opi?nión. Creo que
no tuvo tiempo de disfrutarlo.
– Transmite el informe a mi oficina
-dijo ella y cortó antes de que pudiera quejarse. Esta vez sonrió al
levantarse-. Tengo un asunto pendiente esta noche. Creo que podré atar unos
cuantos cabos.
El caos, el pánico y los nervios desechos
parecían formar parte de un desfile de alta costura tanto como las mode?los
delgadísimas y las telas ostentosas. Era intrigante y divertido a la vez ver
cómo cada cual asumía su papel en el espectáculo. El maniquí de labios
enfurruñados que encontraba defectos acualquier accesorio, la ayudante de
ajetreados andares que llevaba agujas e imperdibles en el moño, la estilista
que se abalanzaba sobre las mo?delos como un soldado impulsado a la batalla, y
el des?venturado diseñador de todo aquello que iba y venía retorciéndose las
enormes manos.
– Se nos hace tarde. Se nos hace tarde.
Necesito a Lissa aquí antes de dos minutos. La música está bien, pero se nos
hace tarde.
– Ya vendrá, Leonardo. Cálmate, por
Dios.
Eve tardó un momento en reconocer a la
estilista. El pelo de Trina era un cúmulo de puntas de color ébano capaces de
sacarle el ojo a quien se le acercara a menos de tres pasos. Pero la voz la
delataba, y Eve se la quedó mirando mientras otro frenético ayudante la
apartaba a co?dazos.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -Un hombre
con ojos de búho y una capa por las rodillas se acercó a Eve con cara de perro
mordedor-. Quítate esa ropa, por el amor de Dios. ¿No sabes que Hugo está ahí
enfrente?
– ¿Quién es Hugo?
El hombre produjo un ruido como de escape de
gas yalargó la mano para tirar de la camiseta de Eve.
– Oiga, amigo, ¿quiere conservar los
dedos? -Se zafó y le fulminó con la mirada.
– Desnúdate, vamos. Se nos acaba el
tiempo.
La amenaza no surtió efecto y el hombre la
agarró de los téjanos. Ella pensó en noquearle, pero optó por sacar su placa.
– Quíteme las manos de encima o le meto
en la trena por agredir a un policía.
– ¿Usted qué pinta aquí? Tenemos los
papeles en re?gla. Pagamos los impuestos. Leonardo, aquí hay una po?licía. No
pretenderás que encima hable con la poli.
– Dallas. -Mavis llegó a toda prisa,
cargada de telas multicolores-. Aquí sobras. ¿Por qué no estás donde el
público? Dios, ¿aún vas vestida así?
– No he tenido tiempo de cambiarme.
-Eve le mos?tró la camisa manchada-. ¿Te encuentras bien? No sabía que habían
cambiado el día de tus pruebas, hubiera ido a verte.
– No te apures. La doctora Mira se
portó de maravi?lla, sabes, pero te diré que me alegro de que todo haya pasado.
Prefiero no hablar de ello -dijo rápidamente, echando un vistazo al desorden
que la rodeaba-. Al me?nos ahora.
– Está bien. Quiero ver a Jerry
Fitzgerald.
– ¿Ahora? El show ya ha empezado. Lo
tenemos todo calculado al microsegundo. -Con la destreza de un experto, Mavis
se apartó del camino de dos modelos piernilargas-. Tiene que concentrarse,
Dallas. -Ladean?do la cabeza, tarareó al unísono con la música-. Su pró?ximo
pase es dentro de cuatro minutos escasos.
– Entonces no la entretendré. ¿Dónde
está?
– Dallas, Leonardo te…
– ¿Dónde, Mavis?
– Ahí detrás. -Señalando con la mano,
le pasó un ro?llo de tela a un ayudante-. En el camerino de la estrella.
Eve consiguió esquivar a la gente y colarse
hasta una puerta con el nombre de Jerry en letras de relum?brón. No se molestó
en llamar sino que empujó la puer?ta y vio cómo la modelo era embutida en un
tubo de lame dorado.
– No voy a poder respirar con esto.
Aquí dentro no respira ni un esqueleto.
– Si no hubieras comido tanto paté,
querida -le dijo implacable el ayudante-. Vamos, aguanta la respiración.
– Bonito espectáculo -comentó Eve desde
el um?bral-. Parece una varita mágica.
– Es uno de los diseños retro. Típico
glamour del si?glo pasado. Cono, no puedo ni moverme.
Eve se le acercó y entrecerró los ojos.
– El cosmetólogo ha hecho un buen
trabajo. No se ve ningún morado. -Y preguntaría a Trina si realmente ha?bía
algún morado que disimular-. He oído que Justin le dio un par de bofetones.
– El muy cerdo. Mira que pegarme en la
cara antes de un desfile.
– Yo diría que no se empleó a fondo.
¿Por qué pelea?ron, Jerry?
– Pensó que podía engañarme con una
corista. Eso será sobre mi cadáver.
– Una observación interesante, ¿no?
¿Cuándo empe?zó todo?
– Escuche, teniente. Ahora tengo un
poco de prisa, y salir a la pasarela con la cara ceñuda podría arruinar mi
presentación. Hable usted con Justin.
Jerry cruzó la puerta con pasmosa agilidad,
pese a las quejas anteriores. Eve se quedó donde estaba, escu?chando la ovación
que señalaba la entrada de Jerry. Seis minutos después, la modelo era sacada de
su coraza de lame.
– ¿Cómo se enteró usted?
– Trina. ¡El pelo, por Dios! Caray, es
usted insisten?te. Me llegó el rumor, eso es todo. Y cuando se lo co?menté a
Justin, lo negó. Pero yo me di cuenta de que mentía.
– Aja. -Eve pensó en los embusteros
mientras Jerry permanecía con los brazos extendidos. Trina transformó su mata
de pelo negro en un revoltijo de rizos va?liéndose de un secador manual. Jerry
se ajustó un ves?tido de seda blanca con ribetes arco iris-. No se ha que?dado
mucho tiempo en Maui.
– Me importa una mierda donde esté.
– Regresó anoche a Nueva York. He
verificado el puente aéreo. Sabe, Jerry, esto es curioso. Otra vez todo tan
oportuno. La última vez que los vi a los dos, pare?cían hermanos siameses.
Usted fue con Justin a casa de Pandora y luego a casa de él esa noche. Y seguía
allí por la mañana. Tengo entendido que él la acompañaba a sus ensayos para el
desfile. No parece que le quedara mucho tiempo para tirarse a una corista.
– Los hay que son muy rápidos. -Jerry
ofreció una mano para que el ayudante pudiera ponerle media doce?na de pulseras
tintineantes.
– Una pelea en público con muchos
testigos y hasta una puntual cobertura informativa. Sabe, a la vista de cómo
han ido las cosas, diría que su mutua coartada hace aguas. Si yo fuera la clase
de policía que cree en las apariencias.
Jerry comprobó en el espejo la caída de su
vestido.
– ¿Qué busca, Dallas? Estoy trabajando.
– Yo también. Déjeme decirle cómo lo
veo, Jerry. Usted y su amigo tenían un pequeño negocio con Pan?dora. Pero ella
era codiciosa. Daba la impresión de que quería joderlos a los dos. Entonces
ocurre algo inespera?do. Aparece Mavis, hay una pelea. A una mujer lista como
usted pudo ocurrírsele una idea luminosa.
Ella cogió un vaso y apuró su brillante
contenido.
– Ya tiene dos sospechosos, Dallas. ¿No
hablaba us?ted de codicia?
– ¿Lo hablaron entre los tres? ¿Usted,
Justin y Redford? Usted y Justin se largaron y acordaron una coarta?da. Redford
no. Él quizá no es tan listo. Quizá se suponía que usted iba a respaldarle,
pero no lo hizo.
Entonces la lleva a casa dé Leonardo.
Ustedes están es?perando. ¿Se desmandaron las cosas? ¿Cuál de ustedes cogió el
bastón?
– Esto es ridículo. Justin y yo fuimos
a casa de él. El sistema de seguridad puede verificarlo. Si quiere acusar?me de
algo, traiga una orden. Y ahora, déjeme en paz.
– ¿Fueron usted y Justin lo bastante
listos como para no mantener contacto desde la pelea? Yo no creo que él tenga
tanto autodominio con usted. De hecho, me juego algo. Mañana tendremos los
registros de transmisión.
– ¿Y qué si me llamó? ¿Y qué? -Jerry
corrió hacia la puerta mientras Eve empezaba a salir-. Eso no prueba nada.
Usted no tiene nada.
– Sí, otro cadáver. -Hizo una pausa y
miró hacia atrás-. Supongo que ninguno de ustedes dos tendrá una coartada para
el otro en este caso, ¿me equivoco?
– Zorra. -Encendida, Jerry lanzó el
vaso, dando a uno de los ayudantes en el hombro-. No puede culpar?me de nada.
No puede probar nada.
Mientras el ruido y la confusión crecían en
la parte de atrás del escenario, Mavis cerró los ojos.
– Oh, Dallas, ¿cómo has podido?
Leonardo la nece?sita para otros diez pases.
– Jerry hará su trabajo. Le gustan
demasiado los fo?cos para no hacerlo. Voy a buscar a Roarke.
– Está ahí enfrente -dijo Mavis
mientras Leonardo corría a calmar a su estrella-. No salgas con esa pinta.
Ponte este vestido. Ya lo han pasado. Sin los adornos y los pañuelos, nadie lo
reconocerá.
– Si sólo voy a…
– Por favor. Significará mucho para él
si sales con uno de sus diseños, Dallas. La línea es sencilla. Te busca?ré unos
zapatos que te vayan bien.
Quince minutos después, con su ropa metida
en una bolsa, Eve divisó a Roarke en la primera fila. Aplaudía ade?cuadamente
mientras un terceto de modelos pechugonas se meneaba ostensiblemente en sus
monos transparentes.
– Fantástico. Es lo que nos gusta ver
llevar a las mu?jeres cuando pasean por la Quinta Avenida.
Roarke levantó un hombro.
– En realidad muchos diseños son
atractivos. Y a mí no me importaría verte como esa de la derecha.
– Ni lo sueñes. -Eve cruzó las piernas
y el vuelo del raso negro susurró en respuesta-. ¿Cuánto rato hemos de
quedarnos?
– Hasta que termine. ¿Cuándo te has
comprado esto? -Pasó un dedo por las estrechas correas que le ceñían los
bíceps.
– Mavis me ha obligado a ponérmelo. Es
de Leonar?do, pero sin adornos.
– Quédatelo. Te sienta bien.
Ella se limitó a gruñir algo. Prefería de
largo sus té?janos.
– Oh, ahí viene la diva.
Jerry salió contoneándose, y la pasarela era
una ex?plosión de color a cada paso de sus zapatos de cristal. Eve prestó poca
atención a la falda ondulante y el corpi?ño transparente que estaban provocando
un furor gene?ral de aprobación. Observaba única y exclusivamente la cara de
Jerry, mientras los críticos de moda hablaban a sus grabadoras y docenas de
compradores hacían frené?ticos pedidos con sus enlaces portátiles.
A Jerry se la veía serena mientras apartaba
docenas de jóvenes musculosos postrados delante de ella. Vendió el conjunto
entre elegantes giros y una buena coreogra?fía que la hizo subir ágilmente a
una pirámide de duros cuerpos varoniles.
La multitud aplaudió. Jerry hizo una pose y
miró a Eve con gélidos ojos azules.
– Uff -murmuró Roarke-. Eso ha sido un
directo. ¿Hay algo que yo deba saber?
– Que le gustaría arañarme la cara
-dijo mansamente Eve-. Mi misión ha sido un éxito. -Satisfecha, se prepa?ró
para disfrutar el resto del desfile.
– ¿Has visto, Dallas? ¿Lo has visto?
-Tras una rápida pi?rueta, Mavis la abrazó-. Al final se han levantado todos.
Incluso Hugo.
– ¿Quién diablos es Hugo?
– El hombre más importante de este
negocio. Fue uno de los primeros patrocinadores del show, pero eso en vida de
Pandora. Si Hugo se hubiera retirado… Bue?no, pero no lo hizo, gracias a que
estaba Jerry. Leonardo ha triunfado. Ahora podrá pagar sus deudas. No paran de
llegar pedidos. Pronto tendrá su propio showroom, y dentro de unos meses, habrá
diseños Leonardo por to?das partes.
– Qué gran noticia.
– Todo ha salido bien. -Mavis se
arregló la cara en el espejo del salón de señoras-. He de buscarme otro
trabajo, para poder vestir sus diseños en exclusiva. Las cosas vol?verán a ser
como tenían que ser. ¿Verdad que sí, Dallas?
– Eso parece. Mavis, ¿fue Leonardo el
que acudió a Jerry, o al revés?
– ¿Para el show? En principio fue
Leonardo. Pando?ra se lo sugirió.
Un momento, pensó Eve, ¿cómo he pasado esto
por alto?
– ¿Pandora quiso que le pidiera a Jerry
que actuase en el show?
– Así era ella. -Obedeciendo a un
impulso, Mavis sacó un tubo y se quitó la pintura de labios. Estudió su boca
desnuda un momento y luego escogió un Berry Crush-. Pandora sabía que Jerry no
iba a querer ser la segunda, pese a que se hablaba muy bien de los diseños. Así
que por su parte fue como darle un codazo. Ella po?día decir que sí, y ser la
segundona, o decir que no y perder la oportunidad de estar en uno de los
desfiles más apasionantes de la temporada.
– Y dijo que no.
– Simuló que tenía compromisos previos.
Salvó las apariencias. Pero en cuanto Pandora quedó fuera de jue?go, llamó a
Leonardo y se ofreció para cubrir la vacante.
– ¿Cuánto sacará?
– ¿Del show? Un millón, más o menos,
pero eso no es nada. La cabeza de cartel puede escoger sus modelos con mucho
descuento. Y aparte está la cláusula referente a los media.
– ¿Que es…?
– Verás, las grandes modelos salen en
los canales de moda, los programas de entrevistas y todo eso. Y enci?ma cobran
por cada aparición en público. Un montón de pasta durante los próximos seis
meses, con opción a renovar contrato. De este show Jerry podría obtener cinco o
seis millones, diseños aparte.
– Quién lo pillara. Jerry saca más de
seis millones por la muerte de Pandora.
– Podría mirarse así. Tampoco es que
antes estuviera dolida, Dallas.
– Quizá no. Pero seguro que ahora no le
duele en ab?soluto. ¿Hará alguna aparición en la fiesta del show?
– Seguro que sí. Ella y Leonardo son
las estrellas. Será mejor que nos demos prisa si queremos pillar algún canapé.
Estos críticos son como hienas. Ni siquiera de?jan los huesos.
– Tú que llevas tiempo con Jerry y los
demás… -em?pezó Eve mientras regresaban al salón-. ¿Alguien con?sume?
– Por Dios, Dallas. -Incómoda, Mavis se
encogió de hombros-. No soy un soplón.
– Mavis, ven. -Eve la llevó a un rincón
lleno de helechos en maceta-. A mí no me vengas con eso. ¿Alguien consume o no?
– Pues claro. Sobre todo cápsulas y
mucho Zero Appetite. El trabajo es duro, Dallas, y no todas las modelos de
segunda fila pueden pagar un esculpido. Hay algunas ilegales, pero casi todo se
compra sin receta.
– ¿Y Jerry?
– Le va el rollo de la salud. Esa cosa
que bebe. Fuma un poco de hierba, pero es una mezcla para calmar los nervios.
Nunca la he visto consumir nada dudoso. Pero…
– ¿Pero?
– Verás, es muy celosa de sus cosas,
sabes. Hace un par de días una de las chicas no se sentía bien. La resa?ca,
supongo. Probó un poco de ese zumo azul de Jerry, y ésta se puso corno una
fiera. Quería que la despi?dieran.
– Interesante. A saber qué habrá en ese
líquido.
– Un extracto vegetal, supongo. Jerry
asegura que es para su metabolismo. Hizo un poco de propaganda di?ciendo que
iba a invertir en ello.
– Necesito una muestra. No tengo
suficiente para pedir una orden de confiscación. -Hizo una pausa para pensar y
sonrió-. Pero creo que sé cómo solucionarlo. Vamos a la fiesta.
– ¿Qué piensas hacer? ¡Dallas! -Dobló
el paso y se puso a la altura de las zancadas de Eve-. No me gusta la cara que
pones. Por favor, no causes problemas. Vamos, es la gran noche de Leonardo.
– Seguro que un poco más de cobertura
informativa incrementará sus ventas.
Entró en el salón donde la multitud giraba
ya en la pista de baile o se apiñaba ante las mesas con comida. Al ver a Jerry,
Eve fue hacia ella. Roarke vio cómo la mira?ba y se le cruzó.
– De repente tienes aspecto de poli.
– Gracias.
– No sé si era un cumplido. ¿Es que vas
a hacer una escena?
– Lo haré lo mejor que sepa. ¿No
podrías mantener las distancias?
– Ni pensarlo. -Roarke le cogió de la
mano.
– Enhorabuena por el éxito del show
-dijo Eve, apartando a un crítico lisonjero para plantarse frente a Jerry.
– Gracias -dijo ésta levantando una
copa de cham?pán-. Pero por lo que he visto, usted no es que entienda mucho de
moda. -Envió a Roarke una mirada para de?rretirlo-. Aunque sí parece tener un
gusto excelente para los hombres.
– Mejor que el suyo. ¿Sabe que a Justin
Young lo vie?ron en el club Privacy anoche con una pelirroja? Una pelirroja que
guardaba un gran parecido con Pandora.
– Furcia embustera. Él no… -Jerry se
contuvo y silbó entre dientes-. Ya le he dicho que me da igual con quién salga.
– ¿Por qué no iba a darle igual? Sin
embargo es verdad que después de cierto número de sesiones, ni el esculpido
corporal ni los realces faciales pueden vencer la realidad. Supongo que Justin
tenía ganas de probar algo más joven. Los hombres son así de cerdos. -Eve
aceptó una copa de champán de un camarero que pasaba y sorbió un poco-. No es
que usted no esté estupenda. Para su edad. Esos fo?cos de escenario hacen que
una mujer se vea… madura.
– Mala puta. -Jerry arrojó su champán a
la cara de Eve.
– Sabía que bastaría con eso -murmuró
ella mientras pestañeaba de escozor-. Eso es agresión a un agente de la
autoridad. Queda usted arrestada.
– No me ponga las manos encima.
-Exasperada, Jerry le dio un empujón.
– Y además, resistencia al arresto. Será que es mi no?che de
suerte. -De dos rápidos movimientos, le agarró un brazo y se lo torció a la
espalda-. Llamaremos a un agente para que se la lleve. No creo que le cueste
salir bajo fianza. Ahora pórtese bien y le leeré los derechos mientras salimos.
-Lanzó a Roarke una luminosa sonri?sa-. No tardaré.
– Tómate el tiempo que quieras,
teniente. -Le arre?bató la copa a Eve y bebió el champán. Esperó diez mi?nutos
y luego salió del salón.
Eve estaba en la entrada del hotel, viendo
cómo me?tían a Jerry en un coche patrulla.
– ¿Por qué lo has hecho?
– Necesitaba ganar tiempo y una causa
probable. El sospechoso ha mostrado tendencias violentas y modales nerviosos,
indicativos de consumo de drogas.
Polis, pensó Roarke.
– La sacaste de quicio, Eve -dijo.
– Eso también. Saldrá antes de que la
puedan ence?rrar. He de darme prisa.
– ¿Adonde vas? -inquirió él mientras se
apresuraban hacia la parte posterior del escenario.
– Necesito una muestra de esa cosa que
bebe Jerry. Haciendo un poco de trampa, tengo las manos libres para registrar.
Quiero que lo analicen.
– ¿De veras crees que consume ilegales
a la vista de todos?
– Creo que las personas como ella (y
como Pandora, Young y Redford) son increíblemente arrogantes. Ade?más de guapos
y ricos, tienen cierto poder y prestigio. Se sienten por encima de las leyes.
-Le miró significativa?mente mientras se metía en el vestidor de Jerry-. Tú
tie?nes las mismas tendencias.
– Oh, gracias.
– Tuviste suerte de que llegara yo para
llevarte por el buen camino. Vigila la puerta, ¿quieres? Si Jerry tiene un
abogado veloz, no me va a dar tiempo a terminar esto.
– Ya, el buen camino, claro -comentó
Roarke apos?tándose a la puerta mientras ella efectuaba el registro.
– Jo, aquí hay una fortuna en
cosméticos.
– Es su medio de vida, teniente.
– En productos de tocador, yo creo que
gasta varios cientos de kilos al año, sólo en tópicos. A saber lo que gasta en
ingestivos y esculpido. Ojalá pudiera encontrar un poco de polvo mágico.
– ¿Estás buscando Immortality? -Roarke
rió-. Jerry podrá ser altiva, pero no me parece estúpida.
– Quizá tengas razón. -Eve abrió la
puerta de una pequeña nevera y sonrió-. Pero aquí dentro hay un en?vase con esa
pócima que toma. Un envase cerrado. -Frunciendo los labios, Eve miró hacia
donde estaba Roarke-. Supongo que tú no podrías…
– Apartarme del buen camino, ¿verdad?
-Suspiró, fue hacia donde estaba ella y examinó el cierre de la bo?tella-. Muy
sofisticado. Jerry no quiere arriesgarse. Esta botella parece irrompible.
-Mientras hablaba, sus dedos examinaron el mecanismo de cierre-. Búscame una
lima de uñas, un clip, algo así.
Eve miró en los cajones.
– ¿Te sirve esto?
Roarke puso ceño al ver las diminutas
tijeras de ma?nicura.
– Qué le vamos a hacer. -Forzó el
cierre con las pun?tas y luego retrocedió-. Ya está.
– Caray, se te da muy bien.
– Bah, una pequeña habilidad sin
importancia, te?niente.
– Sí. -Eve hurgó en su bolso y sacó una
bolsa de pruebas. Vertió en ella algo más de cincuenta mililitros-. Creo que
será más que suficiente.
– ¿Quieres que la vuelva a cerrar? Sólo
será un mo?mento.
– No hace falta. Pasaremos por el
laboratorio. Nos va de camino.
– ¿De camino adonde?
– Tengo a Peabody de plantón en la
puerta de servicio de Justin Young. -Eve echó a andar con una sonri?sa-. Sabes,
Roarke, Jerry tenía razón en una cosa. Tengo muy buen gusto para los hombres.
-Tu gusto es impecable, cariño.
Capitulo Diecisiete
Estar enrollada con un hombre rico tenía a
juicio de Eve bastantes desventajas, pero también un factor abru?madoramente
positivo: la comida. En el camino de vuel?ta a través de la ciudad, Eve pudo
ponerse las botas de pollo Kiev del AutoChef bien surtido que Roarke llevaba en
su coche.
– Nadie lleva pollo Kiev en su vehículo
-dijo con la boca llena.
– Para salir contigo, sí. De lo
contrario, se vive de sal?chichas de soja y huevos irradiados.
– Odio los huevos irradiados.
– Eso pensaba. -Le complacía oírla
reírse-. Estás de un humor muy raro, teniente.
– La cosa marcha, Roarke. El lunes por
la mañana le re?tiran los cargos a Mavis, y para entonces ya tendré a esos
ca?brones. Todo fue por dinero -dijo, limpiándose con los de?dos unos granos de
arroz de la India-. Maldito dinero. Pandora era el contacto para obtener
Immortality, y esos tres pájaros querían su tajada.
– La convencieron para ir a casa de
Leonardo y luego la mataron.
– Lo de Leonardo debió ser idea de
ella. Pandora se moría de ganas de pelea. Les dio una magnífica oportu?nidad y
el escenario adecuado. Que de pronto apareciese Mavis fue la guinda perfecta.
De lo contrario habrían dejado a Leonardo colgando de las pelotas.
– No es que quiera cuestionar tu sutil,
ágil y perspi?caz inteligencia, pero ¿por qué no se la cargaron en el primer
callejón? Si estás en lo cierto, no era la primera ocasión.
– Esta vez querían echarle un poco de
teatro. -Eve movió los hombros-. Hetta Moppett era un cabo suelto en potencia.
Uno de ellos fue a verla, posiblemente la in?terrogó y luego se libró de ella.
Era mejor no arriesgarse a saber lo que Boomer podía haber contado mientras se
la follaba.
– Y el siguiente fue Boomer.
– Sabía demasiado. No es probable que
supiera lo de la mafia a tres. Pero había calado a uno de ellos, y cuando le
vio en el club, se escabulló. Consiguieron sacarle de su es?condite, lo
torturaron y lo mataron. Pero no pudieron volver para coger la droga.
– ¿Todo por dinero?
– Por dinero y, si ese análisis da lo
que yo me pienso, por Immortality. Pandora iba de eso, no hay ninguna duda.
Entiendo que si Pandora tenía o quería algo, Jerry Fitzgerald quería más.
Hablamos de una droga que te hace parecer más joven, más sexy. Para ella,
profesional-mente, podía significar una fortuna. Sin mencionar su enorme ego.
– Pero es letal, ¿no?
– Es lo que se dice del tabaco, pero yo
te he visto en?cender algún que otro cigarrillo. -Enarcó una ceja-. Du?rante la
segunda mitad del siglo veinte el sexo sin protec?ción era letal; eso no
impidió que la gente jodiera con desconocidos. Las armas son letales, pero
llevamos dé?cadas comprándolas en la calle. Y luego…
– Entendido. La mayoría de nosotros
piensa que va a vivir eternamente. ¿Le hiciste pruebas a Redford?
– Sí. Es inocente. Eso no quiere decir
que sus manos estén menos pringadas de sangre. Pienso encerrarlos a los tres
para los próximos cincuenta años.
Roarke detuvo el coche ante un semáforo y se
volvió a mirarla.
– Eve, dime, ¿los persigues por
asesinato o por ha?berle fastidiado la vida a tu amiga Mavis?
– El resultado es el mismo.
– Tus sentimientos no.
– Le han hecho daño -dijo ella, tensa-.
Se lo han he?cho pasar fatal. Mavis perdió su empleo y gran parte de la
confianza que tenía en sí misma. Eso tienen que pagarlo.
– De acuerdo. Sólo te diré una cosa.
– No necesito críticas al procedimiento
por parte de alguien que salta cerraduras como tú.
Roarke sacó un pañuelo y le tocó la
barbilla.
– La próxima vez que empieces con que
no tienes fa?milia -dijo suavemente-, piénsalo dos veces. Mavis es familia
tuya.
Ella
fue a protestar, pero en cambio dijo:
– Yo hago mi trabajo. Si de pasada
obtengo cierta sa?tisfacción personal, ¿qué hay de malo en eso?
– Nada en absoluto. -La besó y luego
torció a la iz?quierda.
– Quiero dar la vuelta por la parte de
atrás del edifi?cio. Gira a la derecha en la próxima esquina y luego…
– Ya sé cómo ir por la parte de atrás.
– No me digas que también eres el
propietario de esto.
– Está bien, no te lo diré. A
propósito, si me hubieras preguntado sobre el sistema de seguridad en casa de
Young, yo podría haberte ahorrado (o a Feeney) tiempo y molestias. -Al ver que
ella bufaba, él sonrió-. Si me da cier?ta satisfacción personal el ser dueño de
gran parte de Man?hattan, ¿qué hay de malo en eso?
Eve se volvió hacia la ventanilla para que
él no le vie?ra sonreír.
Al parecer, Roarke siempre tenía mesa en los
más exclusivos restaurantes, butacas de primera fila en la obra de teatro de
mayor éxito, y una plaza libre para aparcar en la calle. Roarke metió el coche
y apagó el motor.
– No pensarás que voy a esperarte aquí,
supongo.
– Lo que yo pienso no suele convencerte
nunca. Vamos, pero procura recordar que tú eres un civil y yo no.
– Eso es algo que no olvido nunca.
-Cerró el coche con el código. Era un barrio tranquilo, pero el vehículo valía
el alquiler de medio año en la más elegante unidad del edificio-. Cariño, antes
de que te pongas en modo oficial, ¿qué llevas debajo de ese vestido?
– Un artilugio para volver locos a los
hombres.
– Pues funciona. Me parece que nunca te
había visto mover el trasero de esa manera.
– Ahora es un culo de poli, así que
cuidado.
– Eso es lo que hago. -Él sonrió y
propinó a la zona en cuestión un palmetazo-. En serio. Buenas noches, Peabody.
– Roarke. -La cara inexpresiva, como si
no hubiera oído una sola palabra, de Peabody se destacó de entre unos
arbustos-. Dallas.
– Alguna señal de… -Eve se agazapó a la
defensiva cuando el arbusto emitió un sonido, pero luego maldijo al ver salir a
Casto sonriente-. Maldita sea, Peabody.
– Eh, no la culpe a ella. Yo estaba con
DeeDee cuan?do recibió su llamada. No he dejado que se desembara?zara de mí.
Cooperación interdepartamental, ¿eh, Eve? -Sin dejar de sonreír, extendió la
mano-. Es un placer conocerle, Roarke. Jake Casto, de Ilegales.
– Me lo imaginaba. -Roarke enarcó una
ceja al darse cuenta de que Casto se fijaba en el raso negro que envol?vía a
Eve. A la manera de los hombres o de los perros irascibles, Roarke enseñó los
dientes.
– Bonito vestido, Eve. Decía usted algo
de llevar una muestra al laboratorio.
– ¿Siempre escucha todas las
transmisiones de sus colegas?
– Bueno, yo… -Casto se acarició el
mentón-. La lla?mada llegó en un momento crítico, entiende. Debería haber
estado sordo para no oírlo. ¿Cree que ha pillado a Jerry Fitzgerald con una
dosis de Immortality?
– Habrá que esperar el resultado del
análisis. -Eve miró a Peabody-. ¿Young está dentro?
– Confirmado. He verificado seguridad,
y entró a eso de las diecinueve. Desde entonces sigue ahí.
– A menos que haya salido por detrás.
– No, señor. -Peabody se dio el lujo de
sonreír-. Lla?mé a su enlace cuando llegué aquí, y me respondió él. Pedí
disculpas por un mal contacto.
– Entonces Young le ha visto.
Peabody negó con la cabeza.
– Esa clase de hombres no recuerda a un
subalterno. Ni se fijó en mí, y desde que yo he llegado a las veintitrés
treinta y ocho no ha habido movimiento en esta zona. -Señaló hacia arriba-.
Tiene las luces encendidas.
– Entonces esperaremos. Casto, por qué
no ayuda un poco y va a vigilar la entrada principal.
Él enseñó su sonrisa de dentífrico.
– ¿Quiere librarse de mí?
Ella levantó los ojos.
– Pues sí. Me explico: soy primer
investigador de los casos Moppett, Johannsen, Pandora y Ro. Tengo plena
autoridad para coordinar las investigaciones. Por lo tanto…
– Es dura de pelar, Eve. -Casto
suspiró, encogió los hombros y guiño el ojo a Peabody-. Espérame, DeeDee.
– Lo siento, teniente -empezó a decir
Peabody no bien Casto se hubo alejado-. Él escuchó la transmisión. Como no
había forma de impedir que viniera aquí por su cuenta, me pareció más lógico
asegurarme su ayuda.
– No creo que haya problemas. -El
comunicador zumbó. Eve se fue a un aparte-. Aquí Dallas. -Escuchó un momento,
frunció los labios, asintió-. Gracias. -Fue a guardarse el aparato en el
bolsillo pero cayó en la cuen?ta de que no tenía, y lo metió en su bolso-.
Fitzgerald ha salido, pagando ella misma. No me extrañaría que consiguiese una
investigación operacional por esa riña de nada.
– Si llegan los resultados del
laboratorio -dijo Peabody.
– Es lo que esperamos. -Echó una ojeada
a Roarke-. La noche podría ser larga. No tienes por qué quedarte. Peabody y
Casto pueden dejarme en casa cuando haya?mos terminado.
– Me gustan las noches largas.
Permíteme un mo?mento, teniente. -Roarke se la llevó aparte-. No me ha?bías
dicho que tenías un admirador en Ilegales.
Ella se mesó el cabello.
– ¿No?
– Esa clase de admirador que se muere
de ganas por mordisquearte las extremidades.
– Curiosa manera de decirlo. Mira, él y
Peabody son pareja ahora mismo.
– Eso no le impide mirarte a lametones.
Eve soltó una risotada, pero al ver la
mirada de Ro?arke, se calmó y carraspeó antes de decir:
– Es inofensivo.
– A mí no me lo parece.
– Venga, Roarke, lo único que hace es
representar su papel, como todos los que tenéis testosterona. -Los ojos de él
brillaban aún, y algo hizo que Eve notara un vahído de nervios en el estómago,
aunque no desagradable-. No estarás celoso, ¿verdad?
– Pues sí. -Era degradante admitirlo,
pero él era de los que hacían lo que había que hacer.
– ¿De veras? -La sensación en el
estómago fue ahora claramente placentera-. Pues gracias.
No merecía la pena suspirar. Ni tampoco
darle un meneo. Roarke hundió las manos en los bolsillos e incli?nó la cabeza.
– De nada. Nos casamos dentro de unos
días, Eve.
Otra vez los nervios.
– Sí.
– Como siga mirándote así, voy a tener
que pegarle.
Ella sonrió y le palmeó la mejilla.
– Tranquilo, hombre.
Antes de que Eve pudiera reprimir del todo
la risa,él le cogió de la muñeca.
– Me perteneces, Eve. -Sus ojos echaron
chispas, sus dientes brillaron-. La cosa es mutua, cariño, pero por si no lo
habías notado, me parece justo decirte que soy muy consciente de mi territorio.
-La besó en la boca-. Yo te quiero. Por absurdo que parezca.
– Realmente es absurdo. -Para calmarse,
Eve probó a respirar hondo-. Mira, no creo que merezcas ninguna explicación,
pero Casto no significa nada para mí, ni na?die más. En realidad, Peabody está
colada por él. Así que no te pongas nervioso.
– Vale. ¿Quieres que vuelva al coche y
te traiga café?
Ella ladeó la cabeza.
– ¿Es una treta barata para poner fin a
la discusión?
– Te recuerdo que mi café no es del
barato.
– Peabody lo toma flojo. Tenlo en
cuenta. -Eve le aga?rró del brazo, se lo llevó de nuevo a los arbustos-. Espera
un momento -murmuró Eve mientras pasaba un coche por la calle a toda velocidad.
El coche frenó rechinando y se metió rápidamente en una plaza elevada del
aparca?miento. Rozó impaciente varios parachoques. Una mujer vestida de plata
bajó a grandes trancos por la rampa.
– Ahí está -dijo Eve en voz baja-. No
ha perdido el tiempo.
– Lo que usted pensaba, teniente
-comentó Peabody.
– Sí. ¿Por qué una mujer que acaba de
pasar por una situación incómoda y potencialmente engorrosa viene corriendo a
ver a un hombre con el que acaba de rom?per, al que acusa de haberla engañado y
que le dio un par de guantazos? Y todo eso en público.
– ¿Tendencias sadomasoquistas? -sugirió
Roarke.
– No lo creo -dijo Eve-. Yo más bien
diría que se trata de sexo y dinero. Y fíjese, Peabody. Nuestra heroí?na conoce
la entrada de servicio.
Con una mirada despreocupada hacia atrás,
Jerry fue directamente hacia la entrada de mantenimiento, intro?dujo el código
y desapareció en el interior del edificio.
– Parece como si lo hubiera hecho a
menudo. -Roar?ke puso una mano en el hombro de Eve-. ¿Bastará eso para refutar
su coartada?
– Es un buen principio, desde luego.
-Sacó del bolso unas gafas de reconocimiento, se las ajustó y enfocó ha?cia las
ventanas de Justin Young-. No le veo -murmu?ró-. No hay nadie en la zona de
estar. -Inclinó la cabe?za-. El dormitorio está vacío, pero encima de la cama
hay una bolsa de viaje. Muchas puertas cerradas. No hay for?ma de ver la cocina
ni la entrada posterior. Maldita sea.
Puso las manos en jarras y siguió
observando.
– Hay un vaso en la mesilla de noche, y
se ve una luz. Creo que el monitor del dormitorio está encendido. Ahí llega
ella.
Los labios de Eve siguieron curvados
mientras ob?servaba a Jerry irrumpiendo en el dormitorio. Las gafas especiales
eran lo bastante potentes para permitirle ver un primer plano de furia
desbocada. La boca de Jerry se estaba moviendo. Ahora se quitaba los zapatos y
los lan?zaba lejos.
– Menudo mal humor -murmuró Eve-. Le
está lla?mando, no para de tirar cosas. Entra el joven héroe por la izquierda.
Caramba, está muy bien dotado.
Peabody, con sus gafas ajustadas, emitió un
murmu?llo de asentimiento.
Justin estaba totalmente desnudo, la piel y
el pelo mojados. Aparentemente, Jerry no se impresionó. Se lanzó sobre él,
empujándole mientras Justin levantaba las manos y negaba con la cabeza. La discusión
crecía en intensidad y dramatismo, con muchos ademanes y sacu?didas de cabeza.
De pronto el tono cambió. Justin estaba desgarrando el carísimo vestido de
noche de Jerry mien?tras amboscaían sobre la cama.
– Qué bonito, Peabody. Están haciendo
las paces.
Roarke le tocó el hombro.
– ¿No tendrás otro par de gafas?
– Pervertido. -Pero como le parecía
justo, Eve le en?tregó las suyas-. A lo mejor te llaman como testigo.
– ¿Qué? Yo ni siquiera estoy aquí.
-Roarke se ajustó las gafas. Luego comentó-: No tienen mucha imagina?ción,
¿verdad? Dime, teniente, ¿dedicas mucho tiempo a presenciar coitos ajenos
cuando vigilas?
– En ese terreno hay pocas cosas que no
haya visto.
Reconociendo el tono, Roarke se quitó las
gafas y se las devolvió.
– Qué trabajo el tuyo. Ahora entiendo
que los sospe?chosos de asesinato no disfruten de mucha intimidad.
Ella se encogió de hombros y se puso las
gafas. Era importante recuperar la idea inicial. Sabía que algunos colegas
suyos se calentaban mirando las alcobas de la gente, y el mal uso de las gafas
de vigilancia estaba a la orden del día. Ella las consideraba una herramienta,
im?portante, sí, por más que su utilización fuera frecuente?mente recusada en
los tribunales.
– Se acerca el gran final -dijo Eve sin
más-. Hay que reconocer que son rápidos.
Apoyado en los codos, Justin la penetró. Con
los pies en el colchón, Jerry elevó las caderas para recibirlo. Sus rostros
brillaban de sudor, y los ojos muy cerrados añadían expresiones gemelas de
tortura y placer. Cuan?do él se derrumbó sobre ella, Eve empezó a hablar.
Pero optó por callarse al ver que Jerry le
abrazaba. Justin le acarició el cuello, mejilla contra mejilla.
– Vaya -masculló Eve-. No es sólo sexo.
Se quieren.
El afecto humano resultaba más difícil de
observar que la lascivia animal. Se separaron brevemente y se in?corporaron al
unísono con las piernas entrelazadas. Él le acarició el pelo enmarañado. Ella
apoyó la cara en la pal?ma de su mano. Empezaron a hablar. A juzgar por sus expresiones,
el tono era serio, intenso. En un momento dado, Jerry bajó la cabeza y lloró.
Justin le besó el pelo, la frente, se puso
en pie y cruzó la habitación. De una mininevera, sacó una esbelta bote?lla de
cristal y sirvió un vaso de un líquido azul oscuro.
Se le veía serio cuando ella le arrebató el
vaso y lo apuró de un solo trago.
– Bebidas de salud, y una mierda. Jerry
consume.
– Sólo ella -terció Peabody-. Él no
toma nada.
Justin sacó a Jerry de la cama y rodeándola
por la cintura se la llevó del dormitorio, fuera de la vista.
– Siga mirando, Peabody -ordenó Eve. Se
quitó las gafas dejándolas colgadas del cuello-. Está a punto de decir algo. Y
no creo que tenga que ver con nuestra pe?queña escaramuza. La presión ha hecho
mella en Jerry. Hay personas que no han nacido para matar.
– Si están intentando distanciarse el
uno del otro para dar más fuerza a su coartada, ha sido arriesgado por su parte
venir esta noche aquí.
Eve asintió y miró a Roarke.
– Ella le necesitaba. Hay muchas clases
de adicción. -Como su comunicador hacía señales, Eve metió la mano en el
bolso-. Aquí Dallas.
– Prisas, prisas. Siempre igual.
– Dame buenas noticias, Dickie.
– Una interesante mezcla, teniente.
Aparte de los aditivos para convertirla en líquido, un bonito color y un sabor
ligeramente afrutado, tienes lo que estabas buscando. Todos los elementos del
polvo previamente analizado están ahí, incluido el néctar de Capullo In?mortal.
No obstante, se trata de una mezcla menos po?tente, y si se ingiere por vía
oral…
– Con eso basta. Transmite un informe
completo a la unidad de mi despacho, con copias para Whitney, Casto y el
fiscal.
– ¿Le pongo también un bonito lazo rojo
alrededor? -dijo él de mal humor.
– No seas plasta, Dickie. Tendrás tus
butacas de la lí?nea de cincuenta yardas. -Eve cortó la transmisión,
son?riente-. Pida una orden de registro y decomiso, Peabody. Vamos por ellos.
– Sí, señor. Eh… ¿y Casto?
– Dígale que iremos por la parte de delante.
Ilegales tendrá su tajada.
Eran las cinco de la mañana cuando
terminaron el pape?leo oficial y la primera tanda de interrogatorios. Los
abogados de Fitzgerald habían insistido en tener una pausa de seis horas como
mínimo. Sin otra alternativa que darles ese gusto, Eve ordenó a Peabody que se
toma?ra el tiempo libre hasta las ocho y pasó por su despacho.
– ¿No te había dicho que te fueras a
dormir? -pre?guntó cuando vio a Roarke sentado a su mesa.
– Tenía trabajo.
Eve miró con malos ojos la pantalla
encendida de su ordenador. Las intrincadas cianocopias la hicieron silbar.
– Esto es propiedad de la policía. Te
puede costar hasta dieciocho meses de arresto domiciliario.
– ¿Puedes demorarlo un poco? Casi he
terminado. Vista del ala este, todos los niveles.
– No bromeo, Roarke. No puedes usar mi
enlace para asuntos personales.
– Mmm. Ajustar centro recreativo C.
Superficie in?suficiente. Transmitir las dimensiones enmendadas, CFD
Arquitectura y Diseño, oficina FreeStar Uno. Guardar en disco y desconectar.
-Roarke recuperó el disco y se lo metió en el bolsillo-. ¿Decías?
– Esta unidad está programada sólo para
mi voz. ¿Cómo has conseguido acceder?
Él sólo sonrió.
– ¡Vamos, Eve!
– Está bien. No me lo digas. Tampoco
quiero saber?lo. ¿No podías haber hecho esto en casa?
– Claro. Pero entonces no habría tenido
el placer de acompañarte y hacer que duermas unas horas. -Se puso en pie-. Que
es lo que voy a hacer ahora.
– Pensaba dormir un poco en el sofá.
– No, pensabas quedarte aquí repasando
los datos y haciendo cálculos de probabilidades hasta que se te ca?yeran los
ojos.
Ella podría haberlo negado. En general, no
era muy difícil decir mentiras.
– Sólo hay un par de cosas que quiero
poner en or?den.
Él inclinó la cabeza.
– ¿Dónde está Peabody?
– La he mandado a casa.
– ¿Y el inestimable Casto?
Viendo la trampa pero no la vía de escape,
Eve se en?cogió de hombros.
– Creo que se ha ido con ella.
– ¿Tus sospechosos?
– Les han dado un descanso.
– Bien -dijo él, cogiéndola del brazo-.
Pues tú también vas a descansar. -Ella forcejeó pero Roarke siguió empujándola
hacia el pasillo-. Estoy seguro de que a todo el mundo le gusta tu nuevo look,
pero creo que lo mejora?rás si duermes un rato, te duchas y te cambias de ropa.
Ella se miró el vestido de raso negro. Había
olvidado totalmente que lo llevaba.
– Creo que tengo unos téjanos en el
armario. -Cuan?do él consiguió meterla en el ascensor sin demasiado es?fuerzo,
ella vio que flaqueaba-. Vale, está bien. Iré a casa, me ducharé y puede que
desayune algo.
Y, pensó él, dormirás al menos cinco horas.
– ¿Qué tal te ha ido ahí dentro?
– ¿Mmm? -Ella parpadeó, poniéndose
alerta-. No hemos avanzado mucho. Tampoco esperaba gran cosa en la primera
tanda. Siguen ciñéndose a su coartada y asegurando que alguien dejó allí la
droga. Creo que po?dremos hacerle un test a Fitzgerald. Sus abogados han
protestado mucho al respecto, pero nos saldremos con la nuestra. -Bostezó.
– Utilizaremos el resultado para pulir
los datos, si no es que le sacamos toda una confesión. En el próximo
in?terrogatorio triplicaremos los efectivos.
Él la condujo hacia el pasaje abierto que
daba al aparcamiento de las visitas donde había dejado el coche. Notó que ella
caminaba con el extremo cuidado de una mujer borracha.
– No les quedan posibilidades -dijo él
al aproximar?se al coche-. Roarke, desconectar cierre centralizado.
Abrió la puerta y depositó a Eve en el
asiento del acompañante.
– Nos cambiaremos. Casto es un buen
interrogador. -Descansó la cabeza en el respaldo-. Eso he de recono?cerlo. Y
Peabody tiene madera. Es muy tenaz. Los ten?dremos a los tres en cuartos
separados, cambiándoles de interrogador. Apuesto a que el primero en caer será
Young.
Roarke dejó atrás el aparcamiento y puso
rumbo a su casa.
– ¿Por qué? -preguntó.
– Ese cabrón la quiere. El amor lo
estropea todo. Co?metes errores porque estás preocupado. Porque eres es?túpido.
El sonrió ligeramente y le apartó el pelo de
la cara. Eve se quedó profundamente dormida.
– Dímelo a mí.
Capitulo Dieciocho
Si la conducta reciente era un ejemplo de lo
que re?presentaba tener marido, se dijo Eve, la cosa no estaba tan mal. La
habían acunado en la cama, lo cual debía re?conocer había sido buena idea, y
cinco horas después la había despertado el aroma del café caliente y unos
gofres recién hechos.
Roarke ya estaba en pie y enfrascado en
transmitir alguna información vital.
Le fastidiaba de vez en cuando queél pudiera
pasar?se sin dormir más que cualquier humano normal, pero no se lo había dicho.
Esa clase de comentario sólo habría provocado en él una sonrisa presuntuosa.
Hablaba en su favor el hecho de queél no
pusiera de manifiesto que estaba cuidando de ella. Saberlo era de por sí lo
bastante raro como para que encima se vanaglo?riara de ello.
Así pues, se dirigió hacia la Central,
descansada, bien alimentada y con el vehículo recién reparado, aunque no había
recorrido más de cinco manzanas cuando el coche la sorprendió con un nuevo
fallo. El indicador de velocidad señalaba zona roja, pese a que Eve estaba
absolutamente parada en medio del atasco.
AVISO. MOTOR SOBRECARGADO EN CINCO MINUTOS A
ESTA VELOCIDAD. REDUZCA POR FAVOR O CAMBIE A SUPERDIRECTA AUTOMÁTICA.
– Al cuerno -dijo ella, y condujo el
resto del camino con la constante advertencia de que o reducía la veloci?dad o
explotaba.
No pensaba dejar que eso le cambiara el
humor. Los negros nubarrones que hacían amontonarse los gases de escape de la
circulación no la molestaban. El hecho de que fuera sábado, una semana antes de
su boda, y que previera un día largo, duro y potencialmente brutal de trabajo
no menguó su placer.
Entró en la Central con paso muy decidido y
sonrisa torva.
– Parece a punto de comer carne cruda
-comentó Feeney al verla.
– Es como más me gusta. ¿Alguna
novedad?
– Vayamos por el camino más largo. Le
pondré al co?rriente.
Feeney fue hacia un deslizador aéreo, casi
vacío a mediodía. El mecanismo tartamudeó un poquito, pero los llevó hacia
arriba. Manhattan quedó a sus pies como una preciosa ciudad en miniatura de
avenidas que se cruzaban y vehículos de vivos colores.
Los relámpagos agrietaron el cielo con un
acompa?ñamiento de truenos que sacudió el recinto de cristal. La lluvia cayó a
cántaros por la grieta.
Feeney miró hacia abajo y vio cómo los
peatones se hacinaban como hormigas enloquecidas. Un airbús hizo sonar su
claxon y pasó rozando casi el deslizador.
– ¡Maldita sea! -Feeney se llevó una
mano al cora?zón-. ¿Dónde diablos sacan su licencia estos cerdos?
– Cualquiera que tenga buen pulso puede
conducir uno de esos cacharros. Yo no me subiría ni con una pis?tola en el
pecho.
– El transporte público es la deshonra
de esta ciudad. -Feeney sacó una bolsa de cacahuetes dulces para sose?garse-.
En fin, su corazonada sobre las llamadas desde Maui ha tenido éxito. Young
llamó dos veces a casa de Fitzgerald antes de volver en el puente aéreo. Pidió
el show en pantalla, además. Las dos horas enteras.
– ¿Algún dato de seguridad sobre su
casa la noche en que mataron a Cucaracha?
– Young entró con su bolsa de viaje
hacia las seis de la mañana. El avión llegaba a medianoche. No hay datos de qué
hizo el resto del tiempo.
– No hay coartada. Tuvo tiempo de sobra
para ir de la terminal a la escena del crimen. ¿Podemos localizar a Fitzgerald?
– Estuvo en el salón de baile hasta
poco más de las veintidós treinta. Ensayos para lo de anoche. No apareció en su
casa hasta las ocho. Hizo muchas llamadas: su estilista, su masajista, su
esculpidor. Ayer pasó cua?tro horas en Paradise, haciendo que la dejaran
gua?pa. En cuanto a Young, estuvo todo el día hablando con su agente, su
administrador y… -Feeney sonrió un poco-. Con un agente de viajes. Nuestro
hombre que?ría información sobre un viaje para dos a la colonia Edén.
– Le quiero, Feeney.
– Bueno, a mí me quiere mucha gente. De
camino he recogido el informe de los del gabinete. Ni en casa de Young ni en la
de Fitzgerald hay nada que nos sirva. El único rastro de ilegales estaba en el
zumo azul. Si tienen más, lo guardan en otro sitio. No hay constancia de
nin?gún tipo de transacción ni señales de fórmulas. Aún me quedan por examinar
los discos duros, por si escondie?ron algo allí. De todos modos, no creo que
sean unos ge?nios de la tecnología.
– No, el que podría saber más de esto
es Redford. Yo creo que aquí hay algo más que tráfico y asesinato, Feeney. Si
logramos que la sustancia pase como veneno y les colgamos conocimiento previo
de sus cualidades le?tales, tendremos fraude organizado a gran escala y
cons?piración para asesinar.
– Nadie ha usado conspiración para
asesinar desde las Guerras Urbanas.
El deslizador gruñó al pararse.
– Pues yo creo que suena muy bien.
Encontró a Peabody esperando frente al área
de in?terrogatorios.
– ¿Dónde están los demás?
– Los sospechosos están hablando con
sus abogados. Casto ha ido a buscar café.
– Bien, contacte con las salas de
reunión. Se les ha terminado el tiempo. ¿Se sabe algo del comandante?
– Viene hacia aquí. Dice que quiere
observar. La ofi?cina del fiscal participará vía enlace.
– Muy bien. Feeney se encargará de
examinar las grabaciones de los tres. No quiero ninguna metedura de pata cuando
esto vaya a los tribunales. Usted se ocupa de Fitzgerald, Casto de Redford. Yo
me cojo a Young.
Vio venir a Casto con una bandeja y café
para todos.
– Feeney, infórmeles de los datos
adicionales. Úsen?los con cuidado -añadió, cogiendo una taza-. Cambia?remos de
equipo dentro de media hora.
Eve entró en su zona. El primer sorbo de
café abyec?to le hizo sonreír. El día iba a ser bueno.
– Creo que puede hacerlo mejor, Justin.
-Eve estaba calentando motores. Llevaba tres horas de interroga?torio.
– Me pregunta qué es lo que ocurrió.
Los otros me preguntan qué es lo que ocurrió. -Young bebió un poco de agua. Él
sí estaba perdiendo el paso-. Ya se lo he dicho.
– Usted es actor -señaló ella, toda
sonrisas amables-. Y de los buenos. Así lo dicen las críticas. En una que leí
el otro día afirmaban que es capaz de hacer que una frase mala suene a música.
Yo no oigo nada, Justin.
– ¿Cuántas veces quiere que le repita
lo mismo? -Miró hacia su abogado-. ¿Cuánto tiempo va a durar esto?
– Podemos interrumpir el interrogatorio
cuando queramos -le recordó la abogada. Era una rubia feno?menal de mirada
penetrante-. No tiene ninguna obliga?ción de seguir hablando.
– En efecto -intervino Eve-. Podemos
parar. Puede volver a custodia. No podrá salir bajo fianza habiendo ilegales de
por medio, Justin. -Se inclinó hacia adelante, asegurándose de que él la mirara
a los ojos-. Y menos te?niendo sobre su cabeza cuatro cargos por asesinato.
– Mi cliente no ha sido acusado de otro
delito que una sospecha de posesión. -La abogada la miró desde su nariz
estrecha como una aguja-. No tienen pruebas, te?niente. Eso lo sabemos todos.
– Su cliente está al borde de un
precipicio. Eso lo sa?bemos todos. ¿Quiere caerse usted solo, Justin? A mí no
me parece justo. Sus amigos están respondiendo ahora mismo a otras preguntas.
-Levantó las manos, separó los dedos-. ¿Qué piensa hacer si le delatan?
– Yo no maté a nadie. -Justin desvió la
mirada hacia la puerta y el espejo. Sabía que tenía público, y por pri?mera vez
no sabía cómo actuar-. Ni siquiera conocía a esas personas.
– Pero a Pandora sí.
– Naturalmente que conocía a Pandora.
Es evidente.
– Usted estuvo en casa de ella la noche
en que fue ase?sinada.
– Ya lo he dicho antes, ¿no? Escuche,
Jerry y yo fui?mos a su casa porque ella nos había.invitado. Tomamos unas
copas, llegó la otra mujer. Pandora se puso muy pesada y nos marchamos.
– ¿Suelen usar ustedyla señorita
Fitzgerald la en?trada de servicio del edificio donde viven?
– Es por la intimidad -insistió él-. Si
tuviera usted a los periodistas acosándola cada vez que quiere hacer pipi, lo
comprendería.
Eve sabía qué era eso y sonrió enseñando los
dien?tes.
– Es curioso, pero ninguno de los dos
parecía muy receloso de los media. Si yo fuera cínica, diría que uste?des más
bien los utilizaban. ¿Cuánto hace que Jerry toma Immortality?
– No lo sé. -Volvió a mirar al espejo,
como si espera?ra que un director gritase «¡corten!» y terminara la esce?na-.
Ya le he dicho que yo ignoraba qué había en esa be?bida.
– Tenía una botella en su dormitorio,
pero no sabía qué había dentro. ¿Ni siquiera lo probó?
– Jamás.
– Eso también es curioso. Sabe, Justin,
si yo tuviera algo en la nevera, tendría tentaciones de probarlo. A me?nos,
claro está, que supiera que era veneno. Usted sabe que Immortality es un veneno
lento, ¿no es así?
– Qué quiere que le diga. -Se calló,
respiró hondo por la nariz-. Yo no sé nada al respecto.
– Una sobrecarga del sistema nervioso,
de acción lenta pero igualmente letal. Usted le sirvió una copa a Jerry, se la
dio. Eso es asesinato.
– Teniente…
– Yo no le he hecho nada a Jerry
-explotó él-. Estoy enamorado de ella. Nunca podría hacerle daño.
– ¿De veras? Varios testigos afirman
que usted le hizo daño hace unos días. ¿Pegó o no pegó usted a la se?ñorita
Fitzgerald en el salón Waldorf el día dos de julio?
– No, yo… Perdimos los estribos.
-Empezaba a no recordar bien su papel-. Fue un malentendido.
– Usted la pegó en la cara.
– Sí, bueno, no. Sí. Estábamos
discutiendo.
– Y como discutían, le da usted un
puñetazo a la mu?jer que ama y la deja tumbada. ¿Aún estaba usted tan enfadado
cuando ella se presentó anoche en su aparta?mento?, ¿cuando usted le sirvió un
vaso de veneno?
– Ya se lo he dicho, no es como usted
dice. Yo soy in?capaz de hacerle daño. Jamás me he enfadado con ella.
– Nunca se ha enfadado con ella. Nunca
le ha hecho daño. Le creo, Justin. -Eve serenó su tono de voz, se in?clinó
nuevamente hacia él, puso una mano amable sobre la de Justin, que temblaba-. Ni
tampoco la pegó. Usted lo fingió todo, ¿no es así? Usted no es de los que pegan
a la mujer amada. Usted representó un papel, como en una de sus películas.
– No, yo… -Levantó impotente los ojos
hacia Eve, y ella supo que ya le tenía.
– Usted ha hecho muchos vídeos de
acción. Sabe cómo dar un puñetazo, cómo fingir uno. Y eso hizo aquel día, ¿no
es verdad, Justin? Usted y Jerry fingieron una riña. Usted no le tocó ni un
pelo. -Su voz era suave, llena de comprensión-. Usted no es un individuo
vio?lento, ¿verdad, Justin?
Destrozado,él apretó los labios y miró a su
aboga?da. Ella levantó la mano para atajar más preguntas y le dijo algo al
oído.
Sin inmutarse, Eve esperó: sabía el lío en
que estaban metidos. ¿Admitía Justin haber fingido, convirtiéndose en
mentiroso, o declaraba haber pegado a su amante, de?mostrando su carácter
violento? Era una maroma difícil de pasar.
La abogada se incorporó y cruzó los dedos.
– Mi cliente y la señorita Fitzgerald
representaron una inofensiva tragedia. Fue una tontería, desde luego, pero
tampoco es delito fingir una pelea.
– No, no es delito. -Eve advirtió la
primera grieta que debilitaba su coartada-. Y tampoco lo es huir a Maui y
fingir que uno se encama con otra mujer. Todo era inventado, ¿no es cierto,
Justin?
– Bien, nosotros… Supongo que no
tuvimos tiempo de reflexionar. Estábamos preocupados, nada más. Des?pués que
usted pillara a Paul, temimos que viniera a por nosotros. Los tres estábamos
allí aquella noche, así que nos parecía lógico.
– Eso mismo pensé yo, Justin. -Eve lo
miró radian?te-. Es un paso muy lógico.
– Ambos teníamos importantes proyectos
en pers?pectiva. No podíamos enfrentarnos a lo que está pasan?do ahora mismo.
Creíamos que si fingíamos una ruptu?ra, eso daría más peso a nuestra coartada.
– Porque sabían que la coartada era
endeble. Se figu?raban que nos daríamos cuenta de que uno de los dos, o ambos,
podían haber salido sin ser vistos del apartamen?to la noche en que murió
Pandora. Podían haber ido a casa de Leonardo, matarla y regresar a casa sin que
el si-tema de seguridad detectara nada.
– No fuimos a ninguna parte. No puede
demostrar lo contrario. -Enderezó la espalda-. Usted no puede probar nada.
– No esté tan seguro. Su amante es
adicta a Immortality. Usted tenía esa droga en su casa. ¿Cómo la consiguió?
– Pues… alguien se la dio a ella. No
sé.
– ¿Fue Redford? ¿Fue él quien la
enganchó, Justin? Si lo hizo, debe usted de odiarlo. La mujer a quien ama
empezó a morir la primera vez que probó un sorbo de Immortality.
– No es un veneno, se equivoca. Ella me
dijo que así era como Pandora pretendía apropiarse de todo. Pando?ra no quería
que Jerry se beneficiara de esa bebida. La muy cerda sabía que a Jerry podía
irle muy bien, pero ella quería… -Se interrumpió, haciendo caso de la
adver?tencia de su abogada demasiado tarde.
– ¿Qué quería ella, Justin? ¿Dinero?
¿Mucho dinero? ¿A usted? ¿Se burló de Jerry? ¿Le amenazó a usted? ¿Es por eso
que usted la mató?
– Yo no lo hice. Ya le he dicho que no
le puse las ma?nos encima. Discutimos, ¿vale? Tuvimos una escena después que se
fuera la chica de Leonardo aquella noche. Jerry estaba muy molesta. Tenía razón
para estarlo, des?pués de lo que dijo Pandora. Por eso me la llevé, fuimos a
tomar unas copas y la calmé un poco. Le dije que no se preocupara, que había
otras maneras de conseguir un suministro.
– ¿Cuáles?
Respirando con dificultad, Young se zafó con
furia de la mano de su abogada.
– Cállese ya -le espetó-. ¿De qué me
está sirviendo tenerla aquí? Me van a meter en una celda de un momen?to a otro.
Quiero hacer un trato. -Se pasó el dorso dela mano por la boca-. Quiero hacer
un trato.
– De eso ya hablaremos -dijo Eve con
calma-, ¿qué me puede ofrecer?
– Paul -dijo él, estremeciéndose-. Le
doy a Paul Redford. Él la mató. Y probablemente los mató a todos.
Veinte minutos después, Eve se paseaba por
la sala.
– Quiero que Redford se ponga nervioso,
que se pre?gunte hasta dónde han hablado los otros.
– De la señorita no hemos sacado gran
cosa. -Casto apoyó los pies en la mesa y cruzó los tobillos-. Es muy dura. Ha
mostrado signos de rendición (la boca seca, temblores, etcétera), pero se
aferra a su coartada.
– No ha probado eso en diez horas al
menos. ¿Cuán?to tiempo cree que podrá aguantar?
– No lo sabría decir. -Casto abrió las
manos-. Podría salirse por la tangente, o puede que dentro de diez mi?nutos
esté hecha papilla.
– Muy bien, entonces no contemos con
ella.
– Redford ha titubeado bastante -terció
Peabody-. Creo que está cagado de miedo. Su abogado es un hueso duro de roer.
Si consiguiéramos tenerle solo unos minu?tos, cantaría de plano.
– No tenemos esa opción. -Whitney
examinó la co?pia impresa de los últimos interrogatorios-. La declara?ción de
Young servirá para presionarle.
– Es demasiado endeble -murmuró Eve.
– Haga que no lo parezca. Él dice que
Redford fue quien introdujo a Fitzgerald en la droga hará unos tres meses y le
propuso que fueran socios.
– Y según nuestro guapo actor, todo iba
a ser legal y sin tapujos. -Eve gruñó con sorna-. Nadie es tan cándido.
– No sé -dijo Peabody-. Está colado por
Fitzgerald. Creo que ella pudo convencerle de que el negocio era honesto: una
nueva línea de productos de belleza con el nombre de Fitzgerald.
– Y todo lo que tenían que hacer era
desbancar a Pandora. -Casto sonrió-. El dinero vendría solo.
– Todo se reduce a beneficios. Pandora
les estorbaba. -Eve se dejó caer en una silla-. Los otros les estorbaban. Puede
que Young sólo sea un tonto inocentón, o puede que no. Ha acusado a Redford,
pero de lo que no se ha dado cuenta aún es de que podía estar acusando a
Fitz?gerald al mismo tiempo. Ella le dijo lo suficiente para que planeara un
viaje a la colonia Edén, esperando que entre los dos pudieran conseguir un
espécimen para ellos solos.
– Si Young suelta el resto -señaló
Whitney-, hare?mos el trato que él quiere. Aún le queda mucho para aclarar el
asesinato, Eve. Tal como están las cosas, el tes?timonio de Young no tiene
mucho peso. Él cree que Redford eliminó a Pandora. Nos ha dado el móvil.
Po?demos establecer la oportunidad. Pero no hay pruebas físicas, no hay
testigos.
Whitney se puso en pie.
– Consígame una confesión, Dallas
-dijo-. El fiscal me está presionando. Retirarán los cargos contra Mavis
Freestone el próximo lunes. Si no tienen nada más que dar a los media, vamos a
parecer todos un hatajo de idiotas.
Casto sacó una navaja y empezó a limpiarse
las uñas mientras Whitney salía.
– Está bien claro que no interesa que
el fiscal parez?ca un idiota. Caray, quieren que se lo demos todo en bandeja,
¿no? -Miró a Eve-. Redford no va a confe?sar un asesinato, Eve. Sólo aceptará
lo de la droga. Qué diablos, si casi queda bien. Pero de ningún modo aceptará
cuatro homicidios. Sólo nos queda una espe?ranza.
– ¿Cuál? -quiso saber Peabody.
– Que él no lo hiciera solo. Si
hundimos a uno de los otros, le hundimos a él. Yo apuesto por Fitzgerald.
– Entonces encárguese usted de ella,
-rezongó Eve-. Yo voy con Redford. Peabody, coja la foto de Redford. Vuelva al
club, a casa de Boomer, de Cucaracha, de Moppett. Enséñesela a todo el mundo.
Necesito que al?guien le identifique.
Miró frunciendo el entrecejo el enlace que
estaba pi?tando y lo conectó.
– Aquí Dallas. No me molesten.
– Siempre me encanta oír tu voz -dijo
Roarke impla?cable.
– Estoy reunida.
– Y yo. Parto para FreeStar dentro de
media hora.
– ¿Te vas del planeta? Pero si… bueno,
que tengas buen viaje.
– Es inevitable. Estaré de vuelta
dentro de tres días. Ya sabes cómo ponerte en contacto.
– Sí, por supuesto. -Ella quería decir
tonterías, inti?midades-. Yo también voy a estar bastante ocupada. Te veré
cuando regreses.
– Deberías pasar por tu despacho,
teniente. Mavis ha intentado ponerse en contacto contigo varias veces. Pa?rece
ser que no has ido a la última prueba. Leonardo está… desquiciado.
Eve hizo lo que pudo para ignorar la risita
de Casto.
– Tengo otras cosas en la cabeza.
– Y quién no. Busca un momento para ir
a verle, cari?ño. Hazlo por mí. A ver si así sacamos a toda esa gente de casa.
– Haberlo dicho antes. Pensaba que a ti
te gustaba te?ner compañía.
– Y yo pensaba que era hermano tuyo
-murmuró Roarke.
– ¿Qué?
– Nada, un viejo chiste. A mí no me
gusta tener tanta gente en casa. Están todos pirados. Acabo de encontrar
aGalahadescondido debajo de la cama. Alguien le ha cubierto de cuentas y
lacitos rojos. Es una tortura, para los dos.
Ella se mordió la lengua para contener una
carcaja?da. Roarke no parecía divertido.
– Ahora que sé que te están volviendo
loco, me sien?to mucho mejor. Los sacaremos de casa.
– Hazlo. Ah, y me temo que algunos
detalles sobre lo del próximo sábado tendrás que solucionarlos tú sola.
Summerset tiene las notas. Me están esperando. -Eve le vio hacer señas a
alguien fuera de pantalla-. Hasta dentro de unos días, teniente.
– Sí. -El monitor se apagó mientras
ella refunfuña?ba-. No te vayas a perder por el espacio.
– Caray, Eve. Si necesita ir al modisto
o llevar el gato al terapeuta, Peabody y yo podemos ocuparnos de esta
menudencia de asesinato.
Eve estiró los labios esbozando una sonrisa
per?versa:
– Cuidado, Casto.
Pese a sus muchas e irritantes cualidades,
Casto tenía verdadero instinto. Redford no se iba a derrumbar así como así. Eve
lo trabajó a fondo y tuvo la dulce satis?facción de colgarle el asunto de las
drogas ilegales, pero una confesión de asesinato múltiple no era tan sencilla
de conseguir.
– A ver si lo he entendido bien. -Se
puso en pie. Ne?cesitaba estirar las piernas. Fue a servirse café-. Pandora fue
quien le habló de Immortality. ¿Cuánto hace de eso?
– Como le dicho, hará cosa de un año y
medio, quizá un poco más. -Ahora estaba absolutamente frío, con?trolando la
situación. Sabía que podía salir airoso, sobre todo desde el ángulo en que
había enfocado el asunto-. Me vino con una propuesta de negocios. Así lo llamó
Pandora, al menos. Aseguró que tenía acceso a una fór?mula que revolucionaría
la industria de los cosméticos.
– Un producto de belleza. Y no aludió a
que era ile?gal ni que tenía efectos peligrosos.
– Entonces no. Necesitaba un
patrocinador para po?ner en marcha el negocio. Pretendía lanzar una línea de
productos bajo su nombre.
– ¿Le enseñó a usted la fórmula?
– No. Ya le he dicho antes que me
engañó, me hizo promesas. De acuerdo, por mi parte fue un fallo. Yo te?nía una
adicción sexual hacia ella, y ella explotó esa de?bilidad. Al mismo tiempo, el
negocio en sí parecía bue?no. Ella estaba consumiendo el producto en forma de
tabletas. Los resultados parecían impresionantes. Se la veía más joven, más en
forma. Su energía física y sexual iba en aumento. Bien introducido en el
mercado, un producto así podía generar enormes beneficios. Yo que?ría dinero
para ciertos proyectos comercialmente arries?gados.
– Y como quería el dinero, le seguía
pagando a Pan?dora en pequeñas dosis sin estar del todo informado so?bre el
negocio.
– Durante un tiempo. Pero me
impacienté. Ella me prometió más cosas. Empecé a sospechar que Pandora
intentaba hacerlo solaoque trabajaba con alguien más. Así que cogí una muestra
para mí.
– ¿Cogió una muestra?
Redford tardó un poco en contestar, como si
estu?viera buscando las palabras adecuadas.
– Le cogí la llave mientras estaba
dormida y abrí la caja donde guardaba las tabletas. Pensando en proteger mi
inversión, cogí unas cuantas para hacerlas analizar.
– ¿Y cuándo robó la droga, pensando en
proteger su inversión?
– El robo no está demostrado -intervino
la aboga?da-. Mi cliente había pagado de buena fe por el producto.
– Está bien, lo diré de otra manera.
¿Cuándo decidió interesarse más activamente en su inversión?
– Hace como seis meses. Llevé las
muestras a un con?tacto que tengo en un laboratorio químico y le pagué para que
me hiciera un informe privado.
– ¿Y qué fue lo que supo?
Redford se miró los dedos.
– Que el producto tenía, en efecto, las
propiedades que Pandora había afirmado. Sin embargo, creaba adición, lo cual le
daba automáticamente la categoría de ile?gal. También supe que era
potencialmente letal si se to?maba regularmente.
– Y como es un hombre honrado, valoró
los contras y se retiró del negocio.
– Ser honrado no es un requisito legal
-dijo Red?ford-. Y yo tenía una inversión que proteger. Decidí in?vestigar por
mi cuenta para ver si los efectos secundarios podían disminuirse o erradicarse.
Creo que lo consegui?mos, o casi.
– Utilizó a Fitzgerald como conejillo
de indias.
– Eso fue un error. Quizá me puse
nervioso porque Pandora no dejaba de pedirme dinero y de insistir en que iba a
lanzar el producto. Yo quería cogerle la delan?tera, y sabía que Jerry sería la
persona ideal. A cambio de dinero, accedió a probar el producto que mi equipo
ha?bía reelaborado.En forma líquida. Pero la ciencia come?te errores, teniente.
La droga seguía siendo, como supi?mos demasiado tarde, altamente adictiva.
– ¿Y fatal?
– Eso parece. El proceso ha sido
ralentizado, pero sí, creo que aún existe el riesgo de perjuicio físico a largo
pla?zo. Un posible efecto secundario del cual yo informé a Jerry hace semanas.
– ¿Antes o después de que Pandora
descubriese que usted quería engañarla?
– Creo que fue después, justo después.
Por desgra?cia, Jerry y Pandora se pelearon por un puesto. Pando?ra hizo
ciertos comentarios sobre su antigua relación con Justin. Por lo que yo sé, y
esto es de segunda mano, Jerry le lanzó a la cara el trato que habíamos hecho.
– Y Pandora se lo tomó muy mal.
– Como es lógico, se puso furiosa. En
ese momento nuestra relación era, por decir poco, tormentosa. Yo ya había
conseguido un espécimen de Capullo Inmortal, resuelto a eliminar los efectos
secundarios de la fórmula. No tenía la menor intención, teniente, de introducir
en el mercado una sustancia peligrosa. Eso puede respal?darlo mi historial como
productor.
– Dejaremos que Ilegales se ocupe de
eso. ¿Le ame?nazó Pandora?
– Pandora vivía de amenazas. Uno se
acostumbraba a ellas. Yo creía estar en buena posición para ignorarlas.
-Redford sonrió, más confiado ahora-. Si ella hubiera ido más lejos, sabiendo
qué propiedades contenía esa fórmula yo podía haberla arruinado. No tenía
motivos para hacerle daño.
– Su relación era tormentosaysin
embargo usted fue a su casa aquella noche.
– Con la esperanza de llegar a algún
acuerdo. Por eso insistí en que Justin y Jerry estuvieran presentes.
– Se acostó con ella.
– Pandora era hermosa y deseable. Sí,
me acosté con ella.
– Ella tenía tabletas de esa droga.
– En efecto. Como le he dicho, las
guardaba en una caja, en su tocador. -Volvió a sonreír-. Le conté lo de la caja
y las tabletas porque supuse, correctamente, que la autopsia revelaría rastros
de la sustancia. Me pare?ció bien ser amable. No hice otra cosa que cooperar.
– Cosa fácil, si sabía que yo no iba a
encontrar las ta?bletas. Una vez muerta Pandora, usted volvió a por la caja.
Para proteger su inversión. No habiendo más pro?ducto que el que usted tenía, y
tampoco competidor, las ganancias iban a ser mucho mayores.
– Yo no volví a su casa después. No
tenía motivo para hacerlo. Mi producto era superior.
– Ninguno de esos productos podía
irrumpir en el mercado, y usted lo sabía. Pero en la calle, el de Pandora
hubiera tenido mucho éxito, más que su versión refina?da, aguada, y seguramente
muy cara.
– Con más pruebas, más investigación…
– ¿Dinero…? Usted ya le había dado más
de trescien?tos mil dólares. Había corrido con muchos gastos para procurarse un
espécimen, había pagado al laboratorio, había pagado a Fitzgerald. Supongo que
estaría impa?ciente por ver algún beneficio. ¿Cuánto le cobró a Jerry por
probar elproducto?
– Jerry y yo llegamos a un acuerdo
comercial.
– Diez mil por cada entrega
-interrumpió Eve, vien?do que daba en el blanco-. Es la cantidad que ella
trans?firió tres veces en dos meses a la cuenta que usted tiene en Starlight Station.
– Era una inversión -empezó él.
– Primero le crea la adicción, luego se
aprovecha de ella. Usted es un traficante, señor Redford.
La abogada hizo lo que tenía que hacer,
convertir un asunto de narcotráfico en un acuerdo entre socios.
– Usted necesitaba contactos en la
calle. Boomer siem?pre sucumbía a los encantos del dinero en mano. Pero se
entusiasmó, quiso probar el producto. ¿Cómo consiguió él la fórmula? Eso fue
una metedura de pata, señor Redford.
– No conozco a nadie que se llame
Boomer.
– Usted le vio irse de la lengua en el
club, jactarse de que había hecho el gran negocio. Cuando Boomer se metió en un
cuarto con Hetta Moppett, usted se puso nervioso. Pero luego él le vio, echó a
correr y usted deci?dió que había que actuar.
– Se equivoca de medio a medio,
teniente. Yo no co?nozco a esas personas.
– Puede que matara a Hetta por miedo.
No quería hacerlo, pero cuando vio que estaba muerta, tuvo que disimular. Y de
ahí la exageración en el crimen. Quizá ella le dijo algo antes de morir o quizá
no, pero el si?guiente paso era Boomer. Yo diría que a usted empezaba a
gustarle la cosa, a juzgar por el modo en que le torturó antes de acabar con
él. Pero se confió demasiado, y no se le ocurrió ir a buscar la fórmula a su
piso antes de que yo lo hiciera.
Eve se apartó de la mesa y dio una vuelta
por la habi?tación.
– Está metido en un lío: la policía
tiene una muestra, tiene la fórmula, y Pandora se está desmandando. ¿Qué
elección le queda? -Puso las manos encima de la mesa, se acercó a él-. ¿Qué
puede hacer uno cuando ve que su in?versión y todas las futuras ganancias se
van al garete?
– Mi negocio con Pandora había
concluido.
– Sí, usted lo concluyó. Llevarla a
casa de Leonardo fue un buen truco. Usted es inteligente. Ella ya estaba mosca
por lo de Mavis. Si usted la liquidaba en casa de él, parece?ría que Leonardo
se había hartado. Tendría que matarlo a él también, si es que estaba allí, pero
usted le había tomado gusto a eso. Leonardo no estaba, mejor. Y mejor aún cuan?do
apareció Mavis y usted pudo colgarle el muerto.
La respiración era un poco forzada, pero
Redford se resistía.
– La última vez que vi a Pandora, ella
estaba viva, drogada y ansiosa de castigar a alguien. Si no la mató Mavis
Freestone, creo que lo hizo Jerry Fitzgerald.
Intrigada, Eve volvió a su silla.
– ¿De veras? ¿Por qué?
– Se despreciaban mutuamente, ahora más
que nunca eran rivales. Por encima de todo, Pandora tenía ganas de recuperar a
Justin. Eso era algo que Jerry no iba a tole?rar. Además… -Sonrió-. Fue Jerry
quien dio la idea de ir a casa de Leonardo para ajustarle las cuentas a
Pandora.
Vaya, esto es nuevo, pensó Eve arqueando una
ceja.
– No me diga.
– Cuando se marchó Mavis Freestone,
Pandora esta?ba muy nerviosa, enfadada. Jerry pareció disfrutar pre?senciando
la pelea. Jerry incitó a Pandora. Dijo algo en el sentido de que ella en su
lugar no habría tolerado que la humillaran de aquella manera, que por qué no
iba a casa de Leonardo yle enseñaba quién llevaba los panta?lones. Entonces
añadió algo sobre que Pandora no era capaz de conservar a un hombre, y luego
Justin se llevó a Jerry a toda prisa.
Su sonrisa se ensanchó.
– Despreciaban a Pandora, comprende.
Ella por ra?zones obvias, y Justin porque yo le había dicho que la droga era
asunto de Pandora. Justin haría cualquier cosa por proteger a Jerry, cualquier
cosa. Yo, por el contra?rio, no tenía ningún vínculo emocional con los demás.
Aparte de acostarmecon Pandora, teniente. Acostarme y hacer negocios.
Eve llamó a la puerta del cuarto donde Casto
estaba in?terrogando a Jerry. Al sacar él la cabeza, ella desvió la mirada
hacia la mujer sentada ante la mesa.
– Tengo que hablar con ella.
– Está agotada. No creo que le saquemos
mucho ahora. El abogado ya está dando la lata con un descanso.
– He de hablar con ella -repitió Eve-.
¿Cómo ha en?focado el interrogatorio esta vez?
– Línea dura, en plan agresivo.
– Muy bien, seré un poco más suave.
-Eve entró en la habitación.
Aun podía sentir compasión por los demás.
Jerry te?nía la mirada tenebrosaeinquieta, la cara hundida y las manos
temblorosas. Su belleza era ahora frágil, pertur?bada.
– ¿Quiere comer algo? -preguntó Eve en
voz baja.
– No. -Jerry miró alrededor-. Quiero
irme a casa. Quiero ver a Justin.
– Intentaré arreglar una visita, pero
habrá de ser su?pervisada. -Sirvió agua-. ¿Por qué no bebe un poco de esto y
descansa un momento? -Tomó las manos de Jerry y las cerró sobre el vaso,
llevándoselo a los labios-. Sé lo que está pasando. Lo siento. No podemos darle
nada para contrarrestar el síndrome. Aún no sabemos sufi?ciente, y el remedio
podría ser peor que la enfermedad.
– Estoy bien. No es nada.
– Qué putada. -Eve se sentó-. Redford
la metió en esto. Lo ha confesado.
– No es nada -repitió ella-. Sólo estoy
muy cansada. Necesito un trago de mi preparado. -Miró desesperada a Eve-. ¿Por
qué no me da un poco para recuperarme?
– Usted sabe que es peligroso, Jerry.
Sabe lo que le está haciendo. Abogado, Paul Redford ha declarado que él
introdujo a la señorita Fitzgerald en la droga bajo el pretexto de una aventura
comercial. Suponemos que ella desconocía las propiedades adictivas de la
sustancia. De momento, no tenemos intención de acusarla de consu?mo de
ilegales.
Como Eve había esperado, el abogado se
relajó visi?blemente.
– Entonces, teniente, quisiera disponer
la liberación de mi cliente y su ingreso en un centro de rehabilitación.
Ingreso voluntario.
– Eso puede arreglarse. Si su cliente
coopera unos minutos más, me ayudaría a cerrar los cargos contra Redford.
– Si ella coopera, teniente, ¿retirará
todos los cargos?
– Sabe que eso no se lo puedo prometer.
Sin embar?go, recomendaré indulgencia en los cargos por posesión e intento de
distribución.
– ¿Dejará ir a Justin?
Eve volvió a mirar a Jerry. El amor era una
extraña carga, pensó.
– ¿Estuvo implicado en la transacción?
– No. Él quería que yo lo dejase.
Cuando descubrió que yo era… drogodependiente, me instó a rehabilitar?me, a que
dejara de beber. Pero yo lo necesitaba. Quería parar, pero necesitaba tomar
más.
– La noche en que murió Pandora hubo
una discu?sión.
– Siempre había discusiones con
Pandora. Era odio?sa. Creía que podía recuperar a Justin. La muy zorra no le
quería nada, sólo pretendía hacerme daño. Y a él tam?bién.
– Justin no hubiera vuelto con Pandora,
¿verdad, Jerry?
– La odiaba tanto como yo. -Se llevó
las cuidadas uñas a la boca y empezó a mordisqueárselas-. Es un ali?vio que
esté muerta.
– Jerry…
– Me da lo mismo -explotó, lanzando una
mirada fu?riosa a su cauteloso abogado-. Merecía morir. Ella lo quería todo sin
importarle cómo lo conseguía. Justin era mío. Yo habría sido cabeza de cartel
en el show de Leo?nardo si ella no hubiera sabido que a mí me interesaba. Hizo
cuanto pudopara seducirle, para ponerme la zan?cadilla y quedarse ella con el
trabajo. Y aquel trabajo tendría que haber sido mío desde el principio. Como lo
era Justin. Como lo era la droga. Te pones guapa, sexy, joven. Y cada vez que
alguien la tome, pensará en mí. No en ella, en mí.
– ¿Justin fue con usted a casa de
Leonardo aquella noche?
– ¿Qué es esto, teniente?
– Una pregunta, abogado. Responda,
Jerry.
– Claro que no. No fuimos a casa de
Leonardo. Sali?mos a tomar copas y luego a casa.
– Usted se burló de ella, ¿verdad?
Sabía cómo mane?jarla. Usted tenía que asegurarse de que ella fuera en busca de
Leonardo. ¿Habló con Redford, le dijo él cuándo salió Pandora de allí?
– No, no sé. Me está confundiendo.
¿Puedo tomar algo? Necesito mi bebida.
– Usted había consumido esa noche. Se
sentía fuerte. Lo bastante para matarla. Usted quería su cabeza. Pan?dora
siempre se metía en su camino. Y sus tabletas eran más potentes y efectivas que
su preparado bebible. ¿Las quería usted, Jerry?
– Sí, las quería. Se estaba volviendo
más joven delante de mis narices. Más delgada. Yo he de vigilar cada maldi?to
bocado que tomo, pero ella… Paul dijo que quizá po?dría quitárselas. Justin
procuró hacerle desistir, apartarle de mí. Pero es que Justin no entiende lo
que se siente: eres inmortal -dijo Jerry con una horrible sonrisa-. Te sientes
inmortal. Sólo un trago, por el amor de Dios.
– Usted salió esa noche por la puerta
de atrás y fue a casa de Leonardo. ¿Qué pasó allí?
– No puedo, estoy confusa. Necesito
algo.
– ¿Cogió usted el bastón y la golpeó?
¿La pegó repe?tidas veces?
– Quería verla muerta. -Sollozando,
Jerry apoyó la cabeza en la mesa-. Ayúdeme por favor. Le diré todo lo que
quiera si me ayuda.
– Teniente, cualquier cosa que mi
cliente diga bajo coacción física o mental será inadmisible.
Eve contempló a la mujer que lloraba y
alcanzó el enlace.
– Avise a un médico -ordenó-. Y
disponga una am?bulancia para la señorita Fitzgerald. Bajo custodia.
Capitulo Diecinueve
– ¿Cómo que no la va a acusar de nada?
-La sorpresa y el mal humor oscurecieron la mirada de Casto-. Si tie?ne una
confesión, coño.
– No ha sido una confesión -corrigió
ella. Estaba cansada, exhausta y asqueada de sí misma-. Hubiera di?cho
cualquier cosa.
– Cielo santo, Eve. -Tratando de
aplacar su furia, Casto se puso a caminar de un lado a otro del aséptico
pasillo embaldosado del centro de salud-. Usted consi?guió doblegarla.
– Y un cuerno. -Cansinamente, Eve se
frotó la sien izquierda, que le dolía-. Escuche bien, Casto, tal como estaba
esa mujer, me habría dicho que ella en persona le clavó los clavos a Cristo si
le hubiera prometido un tra?go de esa pócima. Si la acusamos basándonos en eso,
sus abogados lo echarán por tierra en la vista preliminar.
– A usted no le preocupa la vista,
Dallas. -Casto pasó junto a Peabody, que tenía los labios apretados-. Fue
di?recta a la yugular, como se supone que todo policía hace en un caso de
homicidio. Y ahora se ablanda. Joder, no me diga que le tiene lástima.
– Eso es asunto mío, teniente -dijo
Eve-. Y no me diga cómo he de llevar esta investigación. Soy el primer
investigador, o sea que no me toque las narices.
Casto la miró de arriba abajo.
– No querrá que vaya a informar a su
jefe de esta de?cisión.
– ¿Me amenaza? -Eve dispuso el cuerpo
como un boxeador aprestándose a hacer baile-. Adelante, haga lo que le parezca.
Yo me mantengo firme. En cuanto ter?mine el tratamiento, aunque sólo Dios sabe
qué conse?cuencias puede eso tener a corto plazo, volveremos a in?terrogarla.
Hasta que yo no esté satisfecha de que habla con coherencia y sentido común, no
la pienso acusar de nada.
Eve vio queél hacía un esfuerzo por echarse
atrás, y que le estaba costando lo suyo. No le importó.
– Eve, tiene usted el móvil, la
oportunidad y las pruebas de personalidad. Fitzgerald es capaz de cometer los
crímenes en cuestión. Ella misma ha admitido que estaba drogada y predispuesta
a odiar a Pandora hasta la muerte. ¿Qué más quiere?
– Quiero que ella me mire a los ojos y
me diga que ella los mató. Quiero que me diga cómo lo hizo. Mientras tanto,
esperaré. Porque le diré una cosa, tío listo. Ella no actuó sola, de eso nada.
Es imposible que se los cargara a los tres con esas bonitas manos que tiene.
– ¿Por qué? ¿Porque es una mujer?
– No por eso, sino porque el dinero no
es su máxima prioridad. La pasión, el amor, la envidia, todo eso sí. Puede que
matara a Pandora en un ataqué de celos, pero no creo que se cargara a los
otros. Al menos, no sin que le echaran una mano. Así que la interrogaremos de
nue?vo y esperaremos a que acuse a Young y/o a Redford. Entonces lo sabremos
todo.
– Creo que se equivoca.
– Tomo nota -repuso ella-. Bien, vaya a
archivar su queja interdepartamental, dése un paseo o váyase a ca?gar, pero
aléjese de mi vista.
Casto pestañeó, a punto de explotar. Pero se
contuvo.
– Voy a refrescarme un poco.
Salió hecho una fiera sin mirar apenas a la
silenciosa Peabody.
– Su amigo no está muy simpático esta
tarde -comen?tó Eve.
Peabody podría haber dicho que su inmediato
supe?rior pecaba de lo mismo, pero refrenó la lengua.
– La presión es muy grande para todos,
Dallas. Us?ted sabe lo que este caso significa para él.
– ¿Sabe una cosa? La justicia es para
mí algo más que una bonita estrella de oro en mi expediente o que los puñeteros
galones de capitán. Y si quiere correr a bus?car a su amado y acariciarle el
ego, nadie se lo está impi?diendo.
Peabody torció el gesto, pero sin alterar el
tono de voz.
– Yo no me muevo de aquí, teniente.
– Estupendo, pues quédese ahí con cara
de mártir, porque yo… -Eve calló y aspiró por la boca-. Lo siento. Ahora mismo
es usted un blanco perfecto.
– ¿Está eso incluido en mi
descripción…, señor?
– Siempre tiene una buena réplica a
punto. Podría acabar odiándola por eso. -Más calmada, Eve puso una mano en el
hombro de su ayudante-. Perdón, y perdón por ponerla en un aprieto. El deber y
los sentimientos personales combinan mal.
– Puedo soportarlo, Dallas. Casto no
debería haberla acosado así. Entiendo cómo se siente, pero eso no le da la
razón.
– Tal vez no. -Eve se apoyó en la pared
y cerró los ojos-. Pero en una cosa sí tenía razón, y eso me está ro?yendo por
dentro. Yo no tenía ganas de hacerle a Jerry lo que le hice en el
interrogatorio. No tenía ganas mientras lo estaba haciendo, mientras me oía a
mí misma machacándola a preguntas, apretándole las tuercas allí donde más dolía.
Pero lo hice, porque es mi trabajo, y se supone que debo lanzarme a la yugular
cuando la presa está heri?da. -Eve abrió los ojos y miró ceñuda hacia la puerta
de?trás de la cual Jerry Fitzgerald descansaba gracias a un suave sedante-. Y a
veces, Peabody, este trabajo es una puta mierda.
– Sí, señor. -Por primera vez, ella
tocó con su mano el brazo de Eve-. Por eso es usted tan buen policía.
Eve abrió la boca, sorprendida de la
carcajada que le salió de dentro.
– Caramba, me cae usted muy bien.
– Y usted a mí, teniente. -Esperó un
segundo-. Pero ¿qué nos pasa?
Un poco más animada, Eve pasó el brazo por
los ro?bustos hombros de Peabody.
– Vayamos a comer algo. Esta noche
Fitzgerald no se mueve de aquí.
Pero en esto, el instinto de Eve se
equivocaba.
La llamada la despertó poco antes de la
cuatro de la ma?ñana, en medio de un sueño profundo y sin pesadillas. Le
escocían los ojos y tenía la lengua espesa del vino que había ingerido con
prodigalidad para estar mínima?mente sociable con Mavis y Leonardo. Consiguió
graz?nar cuando respondió al enlace.
– Aquí Dallas. Jo, ¿es que en esta
ciudad no puede una ni dormir?
– Yo suelo hacerme la misma pregunta.
La cara y la voz le eran vagamente
familiares. Eve in?tentó enfocar la vista, repasar los discos de su memoria.
– Doctora… ¿Ambrose? -Todo fue
volviendo, poco a poco. Ambrose: larguirucha, de raza mezclada, jefa de
rehabilitación química en el Centro de Rehabilitación para Drogadictos -.
¿Sigue usted ahí? ¿Ha vuelto en sí Fitzgerald?
– No exactamente. Teniente Dallas,
tenemos un pro?blema. Fitzgerald ha muerto.
– ¿Muerto? ¿Cómo que muerto?
– Pues eso, fallecido -dijo Ambrose con
un esbozo de sonrisa-. Supongo que como teniente de Homici?dios, la palabra
tiene que sonarle.
– Mierda. ¿Cómo ha sido? ¿Le falló el
sistema ner?vioso?, ¿se ha lanzado por una ventana?
– Que sepamos, ha sido una sobredosis.
La paciente consiguió hacerse con una muestra de Immortality que estábamos
usando para determinar cuál era el mejor tra?tamiento para ella. Se la tomó
entera, mezclada con algu?nas de las golosinas que tenemos aquí almacenadas. Lo
siento, teniente. Ya no podemos hacer nada por ella. Le informaré
detalladamente en cuanto llegue usted.
– ¡Y cómo! -le espetó Eve, cerrando la
transmisión.
Eve examinó primero el cadáver, como para
cerciorarse de que no hubiera habido un horrible error. Jerry había sido
tendida en la cama, con la bata de hospital hasta me?dio muslo. Según el código
de colores, le tocaba el azul de adicta en primera fase de tratamiento.
Ya nunca llegaría a la segunda fase.
El rostro blanco había recuperado su extraña
y mis?teriosa belleza. Ya no tenía sombras bajo los ojos, ni arrugas de tensión
en la boca. Al fin y al cabo, el mejor sedante era la muerte. Tenía pequeñas
quemaduras en el pecho allí donde el equipo de reanimación había inten?tado
hacer algo, y un morado en el dorso de la mano de?bido a la inyección
intravenosa. Bajo la mirada de la doctora, Eve examinó el cuerpo
concienzudamente sin encontrar señal alguna de violencia.
Supuso que había muerto más feliz que nunca.
– ¿Cómo? -inquirió lacónicamente.
– Una combinación de Immortality, morfina
y Zeus sintético, según hemos deducido por lo que falta. La autopsia lo
confirmará.
– ¿Tienen Zeus en un centro de
rehabilitación? -La idea hizo que Eve se frotara la cara con las manos-. Es
increíble.
– Para investigación -explicó
escuetamente Ambrose-. Los adictos necesitan un período lento y supervisa?do
para desengancharse.
– ¿Y dónde diablos estaba la
supervisión, doctora?
– A Fitzgerald se le administró un
sedante. No espe?rábamos que volviera en sí hasta las ocho de la mañana. Mi
hipótesis es que como no conocemos a fondo las propiedades de Immortality, lo
que quedaba de ello en su organismo contrarrestó el narcótico.
– O sea que se levantó, fue por su
propio pie al alma?cén y se sirvió un combinado.
– Algo parecido, sí. -Eve casi pudo oír
cómo le re?chinaban los dientes a la doctora.
– ¿Y las enfermeras, y el sistema de
seguridad? ¿Aca?so se volvió invisible?
– Esto podrá usted verificarlo con su
propia agente de servicio, teniente.
– Descuide, lo haré.
Ambrose de nuevo volvió a rechinar los
dientes y lue?go suspiró.
– Oiga, no quiero cargarle el muerto a
su agente. Hace unas horas hemos tenido problemas. Uno de los pacientes de
tendencias violentas agredió a su enferme?ra de sala. Estuvimos muy ocupados
durante unos mi?nutos, y su agente vino a echar una mano. De no ser por ella,
la enfermera de sala estaría ahora mismo a las puertas del cielo al lado de la
señorita Fitzgerald, en vez de tener la tibia rota y unas cuantas costillas
fuera de sitio.
– Veo que la noche ha sido movida,
doctora.
– Ojalá no se repita a menudo. -Se pasó
los dedos por su rizado pelo rojizo -. Escuche, teniente, este cen?tro tiene
muy buena reputación. Ayudamos a la gente. Lo que ha pasado me hace sentir tan
mal como a usted. Maldita sea, la paciente tenía que haber estado durmien?do. Y
esa agente no estuvo fuera de su puesto más que un cuarto de hora.
– Otra vez el sentido de la
oportunidad. -Eve miró hacia Jerry e intentó sacarse de encima el peso de la
cul?pa-. ¿Y las cámaras de seguridad?
– No tenemos, teniente. ¿Se imagina
cuántas filtra?ciones a los media habría si grabásemos a los pacientes, algunos
de los cuales son ciudadanos destacados? Esta?mos atados por las leyes de
privacidad.
– Fantástico. O sea que nadie la vio en
su último pa?seo. ¿Dónde está el almacén de drogas donde Jerry tomó la
sobredosis?
– En este ala, un nivel más abajo.
– ¿Y ella cómo lo sabía?
– Lo ignoro, teniente. Como tampoco
puedo expli?car cómo logró abrir la cerradura, no sólo de la puerta sino de las
propias bodegas. El caso es que lo hizo. El vigilante nocturno la encontró
cuando hacía su ronda. La puerta estaba abierta.
– ¿Abierta o no cerrada con llave?
– Abierta -confirmó Ambrose-. Y dos
almacenes también. Ella estaba en el suelo, muerta. Se intentaron los métodos
habituales de reanimación, teniente, pero más por hábito que porque hubiera
esperanza.
– Necesitaré hablar con todo el
personal de este ala; y con los pacientes también.
– Teniente…
– Al cuerno la privacidad, doctora. Me
la paso por el culo. Quiero ver al vigilante nocturno. -De pronto, la compasión
se impuso a los nervios-. ¿Entró alguien a verla? ¿Vino alguien interesándose
por su estado?
– La enfermera de sala lo ha de saber.
– Entonces empecemos por ella. Usted
reúna a los demás. ¿Hay alguna habitación donde pueda entrevistar a la gente?
– Utilice mi despacho. -Ambrose se
volvió para mi?rar el cadáver, silbó entre dientes-. Era muy guapa. Jo?ven,
famosa y rica: las drogas curan, teniente. Alargan la vida y la calidad de la
misma. Erradican el dolor, calman la mente atribulada. Yo me esfuerzo en
recordar todo eso cuando veo qué otros efectos pueden tener. Si quiere saber mi
opinión, y ya sé que no, ella estaba destinada a acabar así desde el día en que
probó ese líquido por pri?mera vez.
– Ya, pero ha sido mucho más rápido de
lo que se su?ponía.
Eve salió de la habitación y divisó a
Peabody en el pasillo.
– ¿Y Casto?
– He hablado con él. Viene hacia aquí.
– Esto se ha complicado, Peabody. Hay
que hacer algo para aclarar las cosas. Procure que este cuarto… Eh, usted. -Vio
a la agente que había estado de guardia al fondo del corredor. Su dedo la
señaló como una flecha. Comprobó que había hecho diana cuando la agente de
uniforme dio un respingo antes de palidecer y avanzar hacia su superior.
La agente no tenía por qué saber que Eve no
iba a pedir acciones disciplinarias contra ella. Que sudara un poco.
Eve examinó el feo arañazo que la agente,
ahora pá?lida y sudorosa, tenía en la clavícula.
– ¿Eso se lo hizo el violento?
– Señor, antes de que pudiera
sujetarlo.
– Haga que se lo miren. Está usted en
un centro de salud. Y quiero esta puerta bien cerrada. ¿Lo ha entendi?do bien?
Que nadie entre ni salga.
– Sí, señor. -La agente se puso firmes.
Para Eve tenía el patético aspecto de un cachorro apaleado. Apenas tenía edad
de que le dejaran pedir cerveza en un bar, pensó meneando la cabeza.
– Siga vigilando, agente, hasta que yo
no ordene que le releven.
Dio media vuelta e hizo señas a Peabody de
que la siguiera.
– Si alguna vez se enfada mucho conmigo
-dijo Pea?body con su mansa voz-, prefiero un puñetazo en la cara que una
reprimenda como ésa.
– Tomo nota. Casto, me alegro de que
esté con noso?tros.
Casto llevaba la camisa arrugada, como si se
hubiera puesto lo primero que tenía a mano. Eve conocía esa ru?tina. Su propia
camisa parecía haber estado metida en un bolsillo durante una semana.
– ¿Qué demonios ha pasado aquí?
– Eso es lo que vamos a averiguar.
Nuestro cuartel general es el despacho de la doctora Ambrose. Interro?garemos
al personal de uno en uno. En cuanto a los pa?cientes, es probable que nos pidan
que lo hagamos ha?bitación por habitación. Lo quiero todo grabado, Peabody,
desde ya.
Peabody sacó su grabadora y se la prendió de
la so?lapa.
– Grabando, señor.
Eve hizo una señal a Ambrose y la siguió más
allá de las puertas de vidrio reforzado por un pequeño pasillo hasta un
despacho pequeño.
– Dallas, teniente Eve. Interrogatorio
de posibles tes?tigos de la muerte de Fitzgerald, Jerry. -Consultó el reloj para
anotar fecha y hora-. Presentes también: Casto, te?niente Jake T. División de
Ilegales, y Peabody, agente Delia, ayudante temporal de Dallas. Interrogatorios
en el despacho de la doctora Ambrose, Centro de Rehabili?tación para
Drogadictos. Doctora Ambrose, haga pasar a la enfermera de sala, por favor. Y
quédese, doctora.
– ¿Cómo demonios ha muerto? -inquirió
Casto-. ¿El organismo dijo basta, o qué?
– En cierto modo, sí. Le informaré
sobre la marcha.
Casto empezó a decir algo pero se controló.
– ¿No podríamos pedir que nos traigan
café, Eve? Me falta una dosis.
– Pruebe esto. -Aporreó con el pulgar
un maltrecho AutoChef y luego ocupó su sitio detrás de la mesa.
La cosa no fue demasiado bien. A mediodía,
Eve había interrogado a todo el personal de servicio en el ala, casi con los
mismos resultados una y otra vez. El violento de la habitación 6027 se había
librado de sus correas, agre?dido a la enfermera de sala y armado un gran
alboroto. Por lo que pudo deducir, la agente se había lanzado pa?sillo abajo,
dejando el cuarto de Jerry sin atender duran?te doce y dieciocho minutos.
Tiempo más que suficiente, suponía Eve, para
que una mujer desesperada echara a correr. Pero ¿cómo sa?bía Jerry dónde
encontrar la droga que necesitaba, y cómo consiguió acceder a ella?
– Quizá alguien del personal estaba
hablando de ello en su habitación. -Casto tragó un gran bocado de pasta
vegetariana durante la pausa que se habían tomado para almorzar en el comedor
del centro-. Una mezcla nueva siempre origina muchos rumores. No hace falta ser
un lince para imaginar quela enfermera jefe o alguien estu?viera comentando la
jugada. Fitzgerald no debía estar tan sedada como todos pensaban. Los oyó y,
cuando vio la oportunidad, se lanzó a por ella.
Eve meditó la teoría mientras masticaba su
pollo a la parrilla.
– Podría ser. Jerry tuvo que oírlo en
alguna parte. Y además de estar desesperada, era muy lista. Puedo creer que se
le ocurrió la manera de llegar a la droga sin ser vista. Pero ¿cómo diablos
hizo saltar las cerraduras? ¿De dónde había sacado el código?
Casto miró su comida con ceño. Un hombre
necesi?taba carne, qué demonios. Buena carne roja. Y en esos centros de salud
la consideraban un veneno.
– Tal vez consiguió un código maestro
en alguna parte -aventuró Peabody. Había optado por una ensala?da verde, sin
aderezar, con la idea de reducir unos cuan?tos gramos-. O un descodificador.
– ¿Y dónde está? -saltó Eve-. Jerry
estaba muerta cuando la encontraron. En la habitación no había nin?gún código
maestro.
– Puede que la maldita puerta estuviera
abierta cuan?do llegó ella. -Asqueado, Casto apartó el plato,
– A mí me parece demasiada suene. De
acuerdo, ella oye comentarios sobre Immortality, de que guardan la droga en el
almacén para investigar. Tiene síndrome de abstinencia, a pesar de que le han
dado algo para tran?quilizarla. Pero ella necesita su droga. Entonces, como
caída del cielo, se produce una conmoción en el pasillo. Yo no creo en esas
cosas, pero supongamos que fue así, de momento. Se levanta de la cama, el
vigilante no está, y ella sale de la habitación. Baja al almacén, aunque no me
imagino a dos enfermeros hablando de cómo se llega allí. Con todo, Jerry
encuentra el sitio, eso ha quedado demostrado. Pero entrar…
– ¿Qué está pensando, Eve?
Ella miró a Casto.
– Que alguien la ayudó. Alguien quería
que ella lle?gase a la droga.
– ¿Cree que alguien del personal la
acompañó hasta allí para que pudiera tomar su dosis?
– Es una posibilidad. -Eve desechó la
duda que aso?maba a la voz de Casto-. Soborno, promesas, algún admirador.
Cuando hayamos revisado los expedien?tes, puede que hallemos algún indicio de
conexión. Mientras tanto… -Oyó pitar su comunicador-. Aquí Dallas.
– Lobar, gabinete de identificación.
Hemos encon?trado algo interesante aquí abajo, teniente, en el sistema de
eliminación de basura. Un código maestro, y tiene las huellas de Fitzgerald.
– Métalo en una bolsa, Lobar. Enseguida
estoy ahí.
– Eso explica muchas cosas -empezó a
decir Casto. La transmisión le hizo recuperar suficiente apetito como para
insistir en la pasta-. Alguien la ayudó, como usted decía. O ella lo cogió de
algún puesto de enferme?ras durante el alboroto.
– Una chica muy lista -murmuró Eve-. Lo
planea todo al segundo, baja al almacén, abre lo que le da la gana y luego se
toma tiempo para arrojar el código. A mí me parece un prodigio de inteligencia.
Peabody tamborileó en la mesa.
– Si primero tomó una dosis de
Immortality, como así parece, probablemente se recuperó de golpe. Ella de?bió
darse cuenta de que podían pillarla allí, con el código maestro. Si lo tiró a
alguna parte, podía decir que se ha?bía perdido, que estaba desorientada.
– Sí. -Casto le dedicó una sonrisa-. Yo
apuesto por eso.
– Entonces ¿por qué se quedó? -inquirió
Eve-. Ya había tomado su dosis, ¿por qué no se fue corriendo?
– Eve. -La voz de Casto era serena,
igual que sus ojos-. Hay una cosa que aún no hemos tenido en cuenta. Quizá lo
que quería era morir.
– ¿Una sobredosis deliberada? -Había
pensado en esa posibilidad, pero no le gustó la sensación que había provocado
en su estómago. La culpa descendió cual nie?bla pegajosa-. ¿Porqué?
Comprendiendo su reacción, Casto le cogió
una mano.
– Estaba acorralada. Debía saber que
iba a pasarse el resto de su vida encerrada en una celda, en una celda -añadió-
sin acceso a la droga. Habría envejecido, perdido su belleza y todo lo que para
ella era importan?te. Era una escapatoria, la manera de morir joven y guapa.
– Un suicidio. -Peabody cogió los hilos
y los tren?zó-. La combinación que tomó era letal. Si pudo pensar con claridad
suficiente para entrar en el almacén, tam?bién pudo pensar en eso. ¿Para qué
enfrentarse al escán?dalo y a la cárcel si podía salir del apuro de manera
rápi?da y limpia?
– No es la primera vez -dijo él-. En mi
trabajo, es bastante normal. La gente no puede vivir con la droga y tampoco sin
ella. La utilizan para quitarse de en medio.
– Ninguna nota -dijo Eve con tozudez-.
Ningún mensaje.
– Estaba desanimada. Y como usted ha
dicho antes, desesperada. -Casto jugueteó con su café-. Si fue un im?pulso,
algo que ella creyó que debía hacer y rápido, qui?zá no quiso reflexionar el
rato suficiente para dejar un mensaje de despedida. Nadie la obligó, Eve. No
hay se?ñales de violencia ni de forcejeo en el cadáver. Pudo ha?ber sido un
accidente o pudo ser deliberado. No es pro?bable que se pueda determinar cuál.
– Eso no resuelve los homicidios. Ella
no actuó sola.
Casto intercambió una mirada con Peabody.
– Tal vez no. Pero el hecho es que la
influencia de la droga puede explicar por qué lo hizo así. Usted podrá seguir
machacando a Redford y a Young. Ninguno de los dos debería salir impune de
esto, claro está. Pero va a tener que cerrar este caso tarde o temprano. -Dejó
la taza sobre la mesa-. Dése un respiro, Dallas.
– Vaya, qué bonito. -Justin Young se
aproximó a la mesa. Sus ojos, hundidos y con un cerco rojo, se clava?ron en
Eve-. ¿Nada le quita el apetito, maldita zorra?
Casto empezó a levantarse de la silla pero
Eve levantó un dedo indicándole que se sentara. Decidió dejar a un lado la
compasión.
– Sus abogados han conseguido sacarle,
¿eh, Justin?
– Exacto, sólo ha hecho falta que
muriese Jerry para empujarles a conceder la fianza. Mi abogado me ha di?cho que
con los últimos acontecimientos (así lo expresó el muy hijoputa) el caso está
prácticamente cerrado. Jerry es una asesina múltiple, una drogadicta, una
muer?ta, y yo quedo como inocente. Qué fácil, ¿verdad?
– ¿Le parece? -dijo Eve sin alterarse.
– Usted la mató. -Justin se inclinó
sobre la mesa, ha?ciendo saltar los cubiertos-. ¿Por qué no le rajó el cuello
con un cuchillo? Jerry necesitaba ayuda, comprensión, un poco de compasión.
Pero usted siguió pinchándola hasta que ella se vino abajo. Y ahora está
muerta. ¿Se da usted cuenta? -Sus ojos se llenaron de lágrimas-.Ella ha muerto
y usted ha conseguido una bonita estrella por atrapar al asesino. Pero tengo
noticias para usted, te?niente. Jerry no mató a nadie. Usted, en cambio, sí.
Esto no se ha terminado. -Barrió la mesa con un brazo, lan?zando platos al
suelo con la consiguiente rotura de loza-. Esto no terminará aquí, no señor.
Eve suspiró mientras.Young se alejaba.
– No, supongo que no -dijo.
Capitulo Veinte
Nunca había vivido una semana tan rápida. Y
se sentía brutalmente sola. Todo el mundo consideraba ce?rrado el caso,
incluidos la oficina del fiscal y su propio jefe, el comandante Whitney. El
cadáver de Jerry Fitzgerald fue incinerado, y archivado su último
interroga?torio.
Los media, como era de esperar, se pusieron
las bo?tas. La vida secreta de una top model. La asesina de la cara perfecta.
La búsqueda de la inmortalidad deja una estela de muertos.
Eve tenía otros casos, también otras
obligaciones que cumplir, pero pasaba todos los momentos libres revisan?do el
caso, repasando las pruebas y tratando de pergeñar nuevas teorías hasta que
incluso Peabody le dijo que lo dejara.
Intentó solucionar los pequeños detalles de
la boda que Roarke le había pedido que arreglara. Pero ¿qué sabía ella de
menús, surtido de vinos y disposición de asientos? Finalmente, se tragó el
orgullo y le endilgó la tarea a un re?funfuñante Summerset.
Y tuvo que oír, en tono didáctico, que la
esposa de un hombre de la posición de Roarke tendría que apren?der las bases de
la vida social.
Ella le dijo que la dejara en paz, y ambos
se pusieron a hacer lo que mejor sabían. En el fondo, lo que más te?mía Eve era
que estuvieran empezando a caerse bien.
Roarke fue al despacho de Eve y meneó la
cabeza. Iban a casarse al día siguiente. Dentro de menos de veinte ho?ras.
¿Estaba la novia probándose el traje de boda, bañán?dose en fragantes perfumes
o fantaseando sobre su vida futura?
En absoluto, estaba encorvada sobre el
ordenador, hablando sola, con el pelo alborotado de tanto rascarse con los
dedos. Tenía una mancha de café en la camisa. Un plato con lo que había sido un
emparedado había quedado en el suelo. Hasta el gato lo evitaba.
Él se acercó por detrás y vio, como ya
esperaba, el archivo de Fitzgerald en pantalla.
Su tenacidad le fascinaba y le seducía a la
vez. Se pre?guntó si Eve habría dejado que alguien más viera que su?fría por la
muerte de Fitzgerald. Hasta a él mismo se lo habría ocultado, de haber podido
hacerlo.
Roarke sabía que sentía culpa, y compasión.
Y senti?do del deber. Todo eso mantenía a Eve atada al caso. Era una de las
razones por las que él la quería; esa enorme capacidad para la emoción dentro
de una mente lógica e inquieta.
Empezó a inclinarse para besarle la cabeza
justo cuando ella la levantó. Ambos maldijeron cuando su ca?beza chocó con la
mandíbula de él.
– Santo Dios. -Entre divertido y
dolido, Roarke se secó la sangre del labio-. Contigo, hasta el amor es peli?groso.
– No deberías espiarme de esa manera.
-Eve se frotó la cabeza. Otro sitio más que le dolía-. Creía que Feeney y tú y
algunos de tus amigos hedonistas estabais dedica?dos al pillaje.
– Una despedida de soltero no es una
invasión vikinga. Aún me queda tiempo antes de que empiece la barba?rie. -Se
sentó en la esquina de la mesa y la miró detenida?mente-. Eve, necesitas
descansar.
– Voy a tomarme tres semanas de
permiso, ¿no? -dijo entre dientes mientras él levantaba las cejas-. Per?dona, soy
insoportable. No puedo pasar de esto, Roarke. Lo he dejado una docena de veces
durante la semana pasada, pero no para de venirme a la cabeza.
– Dilo en voz alta. A veces ayuda.
– Está bien. -Eve se apartó de la mesa,
a punto de pi?sar al gato-. Jerry pudo ir al club. Hay gente elegante que va a
esa clase de sitios.
– Pandora, por ejemplo.
– Exacto. Y se mezclaban con el mismo
tipo de per?sonal. Así que ella pudo ir al club, pudo ver a Boomer allí.
Incluso puede que algún contacto le dijera que él estaba en el club.
Suponiendo, claro es, que ella le cono?ciera, lo cual no está probado. Y que
trabajaba con él, o a través de él. Jerry le ve allí, comprueba que se está
yendo de la lengua. Boomer es un cabo suelto, alguien que ha dejado de ser útil
para convertirse en una contin?gencia.
– Hasta aquí tiene lógica.
Ella asintió, pero sin dejar de pasearse.
– Bien, Boomer la ve cuando sale del
cuarto privado con Hetta Moppett. Jerry está preocupada por lo que Boomer haya
podido decir. Puede que él haya fanfarro?neado, hinchado incluso su relación
con el negocio para impresionar a Hetta. Boomer es lo bastante listo para
sa?ber que está en un aprieto, se larga, se esconde. Hetta es la primera
víctima porque podría saber algo. Es asesina?da rápida y brutalmente, para que
parezca una cosa for?tuita, producto de un arrebato. Hetta tiene ficha. Eso
significa que se tardaría más en relacionar a Jerry con el club y con Boomer.
Si es que a alguien se le ocurría rela?cionarla, cosa improbable.
– Sólo que no contaban contigo.
– Exacto. Boomer tiene una muestra,
tiene la fórmu?la. Era rápido cuando le daba la gana, y tenía talento para
robar. La inteligencia no era su fuerte. Tal vez exigió más dinero, una tajada
más grande. Pero en su especiali?dad era muy bueno. Nadie sabía que era un
soplón apar?te de algunas personas relacionadas con el departamento de policía
y seguridad de Nueva York.
– Y esas personas no podían saber hasta
qué punto uno se toma en serio una asociación comercial. -Roarke ladeó la
cabeza-. En otras circunstancias, supongo que su muerte habría sido atribuida a
un conflicto entre tra?ficantes, un acto de venganza por parte de uno de los
so?cios, y ya está.
– Cierto, pero Jerry no actuó con
suficiente rapidez. Encontramos la droga en casa de Boomer y empezamos a
trabajar desde ahí. Al mismo tiempo, pude ver perso?nalmente a Pandora en
acción. Ya sabes lo que pasó, y has oído el resumen sobre las circunstancias
que se die?ron en la noche de su muerte. Colgarle el crimen a Mavis fue un
golpe de suerte, buena y mala. Eso daba tiem?po a Jerry, y de paso le
proporcionaba un chivo expiatorio.
– Un chivo expiatorio que casualmente
era muy que?rido del primer investigador.
– Por eso he dicho mala suerte.
¿Cuántas veces voy a tener un caso cuyo primer sospechoso sé que es
absolu?tamente inocente? Pese a las pruebas, pese a todo. No creo que eso
vuelva a ocurrir.
– Quién sabe. A mí me pasó hace unos
meses.
– Yo no sabía, sólo lo presentía. Pero
después tuve la certeza. -Eve metió las manos en los bolsillos y volvió a
sacarlas-. Con Mavis lo supe desde el primer momen?to. De modo que enfoqué el
problema desde otro án?gulo. Ahora veo tres posibles sospechosos, todos ellos,
a decir verdad, con móvil, oportunidad y medios. Empiezo a creer que uno de
estos sospechosos es adicto a esa misma droga que lo echó a rodar todo. Y
cuando piensas que ya puedes empezar a hacer cabalas, un camello del East End
es asesinado. El mismomodus operandi.¿Por qué? Algo no encaja, Roarke, y no
consigo aclararlo. No necesitaban a Cucaracha. Las desventajas de que Boomer le
confiara algún dato son tantas que llegan a la es?tratosfera. Pero a él se lo
cargan, y en su organismo ha?bía rastros de la droga.
– Una estratagema. -Roarke sacó un
cigarrillo y lo encendió-. Una maniobra de distracción.
Ella sonrió por primera vez en horas.
– Es lo que me gusta de ti. Tu mente
criminal. Poner una pista falsa para confundirnos. Que la poli se las vea y se
las desee para buscar una conexión lógica con ese Cucaracha. Mientras, Redford
está fabricando una va?riedad propia de Immortality, y se la da a probar a
Jerry. Junto con unos suculentos honorarios. Pero él recuperó el dinero,
desplumándola por todas y cada una de las botellas. Es un negociante avispado;
se tomó la moles?tia y el riesgo de procurarse un espécimen de la colonia Edén.
– Dos -dijo Roarke y tuvo el placer de
ver que aque?lla cara se volvía blanca.
– ¿Dos qué?
– Encargó dos especímenes. Pasé por
Edén de regre?so al planeta y charlé con la hija de Engrave. Le pedí si podía
buscar un hueco para hacer una verificación. Red?ford encargó su primer
espécimen hace nueve meses, bajo otro nombre y con una licencia falsificada.
Pero los números de identificación son los mismos. Lo hizo en?viar a una
floristería de Vegas II que tiene una reputación dudosa por contrabando de
flora. -Hizo una pausa para echar la ceniza en un bol de mármol-. Creo que de
allí la mandaron a un laboratorio a fin de destilar el néctar.
– ¿Por qué diablos no me lo has dicho
antes?
– Te lo estoy diciendo ahora. Me lo han
confirmado hace cinco minutos. Probablemente podrás contactar con seguridad en
Vegas II y hacer que interroguen a la florista.
Eve estaba sudando cuando aporreó su enlace
y dio órdenes al respecto.
– Aunque consigan arrestar a Redford,
llevará sema?nas hacer los trámites burocráticos para que lo manden al planeta
y yo pueda hablar con él. -Pero se frotó las manos, anticipando el placer que
eso le reportaría-. Po?drías haberme dicho que estabas en esto.
– Si no sacaba nada te hubieras
decepcionado. En cambio, deberías agradecérmelo. Mira, Eve, esto no cambia
mucho las cosas.
– Pero significa que Redford trabajó
por su cuenta más de lo que nos insinuó. Y significa… -Se dejó caer en una
silla-. Sé que ella pudo hacerlo, Roarke. Ella sola. Pudo salir del apartamento
de Young sin ser detectada. Pudo dejarle durmiendo, volver después. Cuando le
diera la gana. O puede que él lo supiera. Él se habría sa?crificado, y además
es actor. Habría arrojado a Redford a las fieras, pero no si con eso
involucraba a Jerry.
Apoyó un momento la cabeza en las manos,
frotán?dose la frente.
– Sé que ella pudo hacerlo. Pudo ver la
ocasión y pudo entrar en el almacén. Pudo haber decidido acabar a su manera,
eso encaja con su carácter. Pero no me gusta la idea.
– No puedes culparte de su muerte -dijo
Roarke con voz queda-. Por la sencilla razón de que tú no tienes la culpa, y
por otra razón que has de aceptar: la culpa em?paña la lógica.
– Sí, lo sé. -Se levantó otra vez,
intranquila-. No he estado a la altura de las circunstancias. Primero Mavis,
recordándome lo de mi padre. Se me han escapado deta?lles. Y luego todo lo
demás.
– ¿Incluida la boda? -sugirió él.
Ella esbozó una débil sonrisa.
– He tratado de no pensar demasiado en
eso. No te lo tomes a mal.
– Considéralo una formalidad. Un
contrato, si lo prefieres, con unos cuantos accesorios.
– ¿Has pensado que hace apenas un año
ni siquiera nos conocíamos? ¿Que vivimos en la misma casa, pero que la mayor
parte del tiempo estamos separados? ¿Que todo esto que sentimos el uno por el
otro podría no ser realmente algo que dure mucho tiempo?
Él la miró largamente.
– ¿Vas a hacer que me enfade la noche
antes de que nos casemos?
– No intento hacer que te enfades. Tú
has sacado el tema y puesto que ésa ha sido una de las cosas que me han
distraído estos días, me gustaría dejarlo claro. Son preguntas razonables y
merecen respuestas razonables.
La mirada de Roarke se ensombreció. Ella lo
advir?tió y se preparó para la tormenta. Pero él se puso en pie y habló con una
calma tan glacial que ella casi se estre?meció.
– ¿Te estás echando atrás, teniente?
– No. Dije que me casaría. Yo sólo creo
que debería?mos… pensarlo -dijo ella, odiándose a sí misma.
– Pues piensa tú, busca tus respuestas
razonables. -Consultó su reloj-. Se me hace tarde. Mavis te está es?perando
abajo.
– ¿Para qué?
– Pregúntale a ella-dijo él mientras se
disponía a salir.
– Maldita sea. -Eve dio una patada a la
mesa hacien?do queGalahadla mirase malévolamente. Dio otra pa?tada, porque el
dolor a veces tenía sus recompensas, y luego bajó renqueando a encontrarse con
Mavis.
Una hora después, la estaban arrastrando al
Down amp; Dirty. Había soportado las órdenes de Mavis para que se cambiara de
ropa, paraquese arreglara el pelo, la cara. Incluso la actitud. Pero cuando la
música y el ruido la impactaron como un gancho largo, Eve se plantó.
– Caray, Mavis, ¿por qué aquí
precisamente?
– Porque es feo, por eso. Las
despedidas de soltero se supone que son feas. Eh, mira a ese del escenario. Con
esa polla tan grande hasta podría clavar clavos. Menos mal que le dije a Crack
que nos reservara una mesa bue?na. Esto está hasta los topes, y apenas son las
doce de la noche.
– Mañana he de casarme -dijo Eve,
encontrando por primera vez que era una excusa buena.
– Exactamente. Por Dios, Dallas,
tranquilízate. Mira, ahí llegan.
Eve estaba acostumbrada a los sustos. Pero
aquello era el no va más. No podía creer que estuviera sentada a una mesa justo
debajo de un meneapollas con Nadine Furst, Peabody, una mujer que debía de ser
Trina y, San?to Dios, la doctora Mira.
Antes de poder cerrar la boca, Crack
apareció por detrás y la hizo levantarse.
– Qué tal, rostro pálido. Esta noche
hay fiesta. Te traeré una botella de champán de la casa.
– Si en este tugurio hay champán, me
como el tapón.
– Eh, y con burbujas y todo. ¿Qué te
habías creído? -Crack la hizo girar provocando exclamaciones de aprobación
entre el público, la cazó al vuelo y la deposi?tó de nuevo en la silla-.
Señoras, a divertirse o se van a enterar.
– Qué amigos más interesantes tiene,
Dallas -dijo Nadine entre el humo de su cigarrillo. Allí nadie iba a
preocuparse por la prohibición de fumar-. Tómese algo. -Levantó una botella de
una cosa desconocida y sirvió un poco en lo que parecía un vaso bastante
limpio-. No?sotras llevamos ventaja.
– He tenido que obligarla a cambiarse.
-Mavis se acomodó en una silla-. Y no ha parado de protestar. -Se le hizo un
nudo en la garganta-. Pero lo ha hecho por mí. -Tomó la copa de Eve y la
apuró-. Queríamos sor?prenderos.
– Lo ha conseguido. Doctora Mira. Usted
es la doc?tora Mira, ¿verdad?
Mira sonrió alegremente.
– Lo era cuando he entrado. Me temo que
ahora mis?mo estoy un poco confusa.
– Hemos de brindar. -Peabody,
inestable, sobre sus tacones, utilizó la mesa como punto de apoyo. Consi?guió
levantar su copa sin derramar más de la mitad en la cabeza de Eve-. Por la poli
más cojonuda de esta maloliente ciudad, que va a casarse con el tío más sexy
que he conocido, y que, como es más lista que el ham?bre, ha hecho que me
asignen de forma permanente a Homicidios. Que es donde debo estar, como podría
decirles cualquier gilipollas. Salud. -Apuró el resto y cayó de nuevo sobre su
silla, sonriendo como una tonta.
– Peabody -dijo Eve y agitó un dedo
delante de su nariz-. Nunca me había emocionado tanto.
– Estoy beoda, Dallas.
– Las pruebas así lo indican. ¿Podemos
pedir algo de comer que no tenga ptomaína? Me muero de hambre.
– La futura novia quiere comer.
-Todavía sobria como una monja, Mavis se puso en pie de un salto-. Yo me
encargo de eso. No os levantéis.
– Ah, Mavis. -La hizo sentar y le
murmuró al oído-: Tráeme algo de beber que no sea letal.
– Dallas, esto es una fiesta.
– Y pienso disfrutarla, de veras. Pero
mañana quiero tener la mente clara. Es importante para mí.
– Oh, qué romántico. -Sollozando de
nuevo, Mavis apoyó la cara en el hombro de Eve.
– Sí, me usan como edulcorante
artificial. -Hizo girar a Mavis y la besó directamente en la boca-. Gracias. A
nadie más se le habría ocurrido esto.
– A Roarke sí. -Mavis se secó los ojos
con los volan?tes que le colgaban de la manga-. Lo hemos preparado juntos.
– Claro. -Sonriendo un poco, Eve echó
una nueva ojeada prudente a los cuerpos desnudos que evoluciona?ban en el
escenario-. Eh, Nadine. -Llenó el vaso de la periodista-. Ese de las plumas
rojas en el rabo no le qui?ta ojo de encima.
– ¿ Ah, sí? -Nadine se volvió para
mirar con ojos tur?bios.
– A que no.
– A que no ¿qué? ¿Que no subo ahí? Bah,
eso es pan comido.
– Pues hágalo. -Eve le sonrió-. Un poco
de acción no nos vendrá mal.
– Cree que no lo haré. -Nadine se
levantó a duras pe?nas, se enderezó como pudo-. Oye, tío bueno -le gritó al que
tenía más cerca-. Ayúdame a subir.
A la gente le encantó. Sobre todo cuando
Nadine se puso a su altura y se quedó en bragas color morado. Eve suspiró ante
el agua mineral. Sabía cómo escoger a sus amigos, sí señor.
– ¿Cómo va eso, Trina?
– Estoy en plena experiencia
ultracorpórea. Ahora mismo creo estar en el Tibet.
– Ya. -Eve miró de reojo a la doctora
Mira. Por la forma en que estaba vitoreando, daba la impresión de que podía
saltar al escenario de un momento a otro. Eve no creía que ninguna de las dos
quisiera guardar esa ima?gen en los archivos de su memoria-. Peabody. -Hubo de
pincharle el brazo con los dedos para obtener una vaga reacción-. Vamos a
buscar más comida.
– Eso también puedo hacerlo yo -gruñó
Peabody.
Siguiendo la dirección de su mirada, Eve vio
a Nadine meneando las caderas frente a un negro de más de dos metros con el
cuerpo pintado.
– Seguro que sí. Seguro que echaría la
casa abajo.
– Lo que pasa es que tengo un poco de
tripa. -Se tambaleó, pero Eve la sostuvo por el brazo-. Jake lo lla?ma
gelatina. Estoy ahorrando para que me la succionen.
– ¿Está segura? Haga más abdominales.
– Es hereditaria.
– ¿Hereditaria?
– Sí. -Peabody iba dando tumbos
mientras Eve la guiaba entre la gente-. En mi familia todos tienen tripa. A
Jake le gustan flacas, como usted.
– Pues que le jodan.
– Ya lo he hecho. -Peabody se rió como
una tonta y luego se apoyó pesadamente en una barra auxiliar-. Fo?llamos hasta
matarnos. Pero usted sabe que eso no basta, Evie.
Eve suspiró.
– Peabody, no me gusta pegar a un
agente cuando está en inferioridad de condiciones. Así que no me llame Evie.
– Vale. ¿Sabe cómo se consigue eso?
– Comida -encargó Eve al androide que
servía-. Lo que sea y en cantidad. Mesa tres. ¿Cómo se consigue qué, Peabody?
– Pues eso. Lo que usted y Roarke
tienen, eso. Cone?xión. Relaciones internas. El sexo sólo es un añadido.
– Claro. ¿Tiene problemas con Casto?
– No. Sólo que ahora que el caso está
cerrado no te?nemos mucha conexión. -Peabody meneó la cabeza y antes sus ojos
explotaron mil y una luces-. Jo, estoy trompa. He de ir al lavabo.
– Le acompaño.
– Puedo hacerlo sola. -Con cierta
dignidad, Peabody se zafó de la mano de Eve-. No me gusta vomitar delan?te de
un oficial superior, si a usted no le importa.
– Como quiera.
Pero Eve la vigiló todo el tiempo que
Peabody invir?tió en cruzar la pista. Llevaban casi tres horas en el club. Y
aunque un día era un día, Eve iba a tener que meter algo en el estómago de sus
amigas y ver que todas llega?ran sanas y salvas a sus casas.
Se acodó en la barra, sonriendo, y vio a
Nadine to?davía en bragas, sentada a la mesa charlando animada?mente con la
doctora Mira. Trina había apoyado la cabe?za en la mesa y seguramente estaba
conversando con el Dalai Lama.
Mavis, brillantes los ojos, estaba subida al
escenario y vociferaba una melodía improvisada que hacía mover?se a toda la
pista.
Maldita sea, pensó al sentir que le quemaba
la gar?ganta. Cuánto quería a aquel hatajo de borrachas. Pea?body incluida,
pensó, y entonces decidió ir a echar un vistazo al servicio para asegurarse de
que su ayudante no se hubiera desmayado u otra cosa.
Había
cruzado casi medio club cuando notó que al?guien la agarraba. Como había estado
haciendo a lo lar?go de la velada a medida que los parroquianos se dedica?ban a
buscar pareja, ella empezó a zafarse.
– Llama a otra puerta, tío. No me
interesa. ¡Eh! -El breve pellizco en el brazo le causó menos daño que en?fado.
Pero su vista empezó a nublarse mientras la
condu?cían a la fuerza por entre la multitud hasta meterla en un cuarto
privado.
– He dicho que no me interesa, caray.
-Hizo ademán de enseñar su placa, pero no llegó a encontrarse el bol?sillo.
Alguien le dio un pequeño empujón y Eve cayó
de espaldas sobre una cama estrecha.
– Tómeselo con calma. Tenemos que
hablar. -Casto se tumbó a su lado y cruzó los pies.
Roarke no estaba de humor para fiestas, pero
como Feeney se había tomado la molestia de crear una atmósfera marcadamente
hedonista, decidió representar su papel. Era una especie de salón repleto de
hombres, a muchos de los cuales les sorprendía verse metidos en aquel ritual pagano.
Pero Feeney, con su pericia electrónica, había conseguido dar con algunos de
los socios más próximos a Roarke, ninguno de los cuales había querido ofender a
alguien de su prestigio negándose a asistir.
Conque allí estaban los ricos, los famosos y
los de?más, embutidos en una sala mal iluminada con pantallas tamaño natural en
las que aparecían cuerpos desnudos en diversos e imaginativos actos de frenesí
sexual, un terceto de bailarinas de striptease ya desnudas, y cerveza y whisky
suficientes como parahundir la Séptima Flota.
Roarke hubo de admitir que había sido un
gesto simpático y hacía lo posible por estar a la altura de las expectativas de
Feeney como soltero en su postrera no?che de libertad.
– Tenga, muchacho, otro whisky para
usted. -Tras haber tomado varias copas de irlandés, Feeney había adoptado
cómodamente el acento de un país que jamás ni siquiera sus tatarabuelos habían
pisado nunca-. Vivan los rebeldes.
Roarke enarcó una ceja. Él sí había nacido
en Dublín y pasado casi toda su juventud vagando por sus callejue?las. Sin
embargo no tenía el apego sentimental de Feeney hacia aquella tierra y sus
sublevaciones.
– Slainte-brindó en gaélico para
complacer a su amigo.
– Así me gusta. Bueno, Roarke, deje que
le diga, las señoras que hay aquí son sólo para mirar. Nada de toqueteos.
– Me contendré.
Feeney sonrió y le dio a Roarke un manotazo
en la espalda que casi le hizo trastabillar.
– Está como un tren, ¿eh? Nuestra
Dallas…
– Bueno… -Roarke miró ceñudo su vaso de
whisky-. Sí.
– Esa Dallas nos hace estar a todos
siempre alerta. Sabe más que Merlín, la muy jodida. Es de las que no para
cuando se le mete una cosa entre ceja y ceja. Le diré una cosa, este último
caso la ha dejado hecha polvo.
– Todavía está en ello -murmuró Roarke,
y sonrió fríamente cuando una rubia desnuda le acarició el pe?cho-. Prueba
suene con ése -le dijo, señalando a un hom?bre de mirada vidriosa y traje gris
de rayas finas-. Es el dueño de Stoner Dynamics.
Al ver que ella no entendía, Roarke se
desembarazó de las manos que empezaban bajar alegremente hacia su entrepierna.
– Está forrado -dijo.
La chica se alejó bamboleándose, mientras
Feeney la miraba con más deseo que esperanza.
– Soy casado y feliz, Roarke.
– Eso me han dicho.
– Es degradante confesar que estoy un
poco tentado de darme un revolcón en un cuarto a oscuras con una cosa guapa
como ésa.
– Usted merece algo mejor, Feeney.
– Eso es verdad. -Suspiró largamente y
luego reto?mó el anterior tema de conversación-. Dallas se va unas semanas.
Creo que dejará el caso y se meterá en el si?guiente.
– A ella no le gusta perder, y tiene
esa sensación. -Roarke trató de restarle importancia. Maldita la gracia que le
hacía pasar la víspera de su boda hablando de ho?micidios. Maldiciendo por lo
bajo, llevó a Feeney hasta un rincón tranquilo-. ¿Qué sabe usted de ese camello
al que mataronen el East End?
– Cucaracha. No hay mucho que decir.
Traficante, bastante hábil, bastante estúpido. Es curioso que tantos
traficantes sean las dos cosas a la vez. No salía de su te?rritorio. Le gustaba
el dinero fácil y rápido.
– ¿También era un soplón? ¿Como Boomer?
– Lo había sido. Su preparador se
retiró el año pa?sado.
– ¿Y qué pasa cuando un preparador se
retira?
– Que se encarga otro del soplón o se
le deja suelto. No encontraron a nadie que quisiera encargarse de Cu?caracha.
Roarke iba a encogerse de hombros, pero algo
le se?guía intrigando.
– El policía que se retiró, ¿trabajaba
con alguien?
– ¿Qué se ha creído? ¿Que tengo memoria
de orde?nador?
– Sí.
El halago hizo que Feeney se pavoneara.
– Bueno, a decir verdad, recuerdo que
estaba asocia?do con un viejo amigo mío, Danny Riley. Eso fue en, a ver, en el
cuarenta y uno. Creo que patrulló con Mari Dirscolli hasta el cuarenta y ocho,
más o menos.
– No importa -murmuró Roarke.
– Después hizo equipo con Casto un par
de años.
Roarke avivó sus cinco sentidos.
– ¿Casto? ¿Patrullaba con Casto
mientras era prepa?rador de Cucaracha?
– Así es, pero sólo uno de los dos
trabaja como pre?parador. Por supuesto -rezongó Feeney mientras arru?gaba la
frente-. El procedimiento normal es tomar pose?sión de los contactos de tu
pareja. No hay constancia de que Casto lo hiciera. Él tenía sus propios
soplones.
Roarke se dijo que eran prejuicios, que eran
sus ce?los ridículos y reflejos.
– No todo consta en los archivos. ¿No
le parece una coincidencia que dos soplones que trabajaban con Casto fueran
asesinados, ambos relacionados con Immortality?
– No he dicho que Casto usara a
Cucaracha como soplón. Y no es tanta coincidencia. Ya se sabe que en el mundo
de las ilegales, todo está conectado de un modo u otro.
– ¿Qué más descubrieron que pudiera
relacionar a Cucaracha con los otros asesinatos, aparte de Casto?
– Cielos, Roarke. -Feeney se pasó la
mano por la cara-. Es peor que Dallas. Mire, hay muchos policías de Ilegales
que acaban con problemas de toxicomanía. Cas?to está limpio del todo. Jamás ha
dado positivo en ningu?na prueba. Tiene buena reputación, puede que lo
ascien?dan a capitán, y no es ningún secreto que él lo busca. Sería tonto si
ahora lo estropeara todo metiéndose en líos.
– Hay veces que un hombre no puede
resistir la ten?tación, Feeney, y acaba cediendo. ¿Pretende decirme que sería
la primera vez que un policía de Ilegales saca algún dinero bajo, mano?
– No. -Feeney suspiró de nuevo. Aquella
conversa?ción le estaba poniendo sobrio. Y eso no le gustaba-. A Casto no se le
puede imputar nada. Dallas estaba tra?bajando con él. Si fuera un mal policía
se lo habría olido. Ella es así.
– Dallas ha estado descentrada -murmuró
Roarke recordando las palabras de Eve-. Píenselo, Feeney, por más rápido que
ella se movía siempre parecía ir un paso por detrás de los acontecimientos. Si
alguien hubiera co?nocido sus movimientos le habría sido fácil anticiparse.
Especialmente si era alguien con mentalidad de policía.
– Le cae mal porque es casi tan apuesto
como usted -dijo Feeney de mal humor.
Roarke se lo pasó por alto.
– ¿Qué podría usted averiguar de él
esta noche?
– ¿Esta noche? Joder, ¿quiere que le
busque las cos?quillas a un colega, que investigue los expedientes per?sonales
sólo porque dos de sus soplones resultaron muertos? ¿Y encima esta noche?
Roarke le apoyó una mano en el hombro.
– Podemos usar mi unidad.
– Harán buena pareja -masculló Feeney
mientras Roarke le empujaba hacia la multitud-. Menudo par de estafadores.
Eve veía a Casto borroso y podía oler el
tenue aroma a jabón y sudor que despedía su piel. Pero no lograba en?tender qué
hacía él allí.
– ¿Qué ocurre, Casto? ¿Tenemos una
llamada? -Miró alrededor buscando a Peabody y vio los chillones cortinajes
rojos que se suponía añadían sensualidad a un cuarto destinado al sexo rápido y
barato-. Espere un momento.
– Relájese, Dallas. -No quería darle
otra dosis,-me?nos teniendo en cuenta lo que ya habría estado bebiendo en su
fiesta de soltera-. La puerta está cerrada, o sea que no puede ir a ninguna
parte. -Se puso a la espalda un co?jín con bordes de satén-. Habría sido mucho
más fácil si lo hubiera dejado correr. Pero no. Usted erre que erre. No me cabe
en la cabeza que haya estado machacando a Lilligas.
– ¿Quién… qué?
– La florista de Vegas II. Eso es ir
demasiado lejos. Yo mismo he utilizado a esa zorra.
Eve notó una sensación desagradable en el
estómago. Cuando notó el sabor de la bilis en la garganta, se inclinó hacia
adelante, metió la cabeza entre las rodillas y procuró respirar hondo.
– Hay picos que pueden producir
náuseas. La próxi?ma vez probaremos otra cosa.
– Me equivoqué con usted. -Eve trató de
concentrar?se en no vomitar la pesada y grasienta comida que había ingerido en
lugar de alcohol-. Maldita sea, cómo no me di cuenta.
– Usted no estaba buscando a otro
policía. Bueno, ¿por qué iba a hacerlo? Y tenía otras cosas que la
preo?cupaban. Ha quebrantado las normas, Eve. Usted sabe muy bien que el primer
investigador jamás debe impli?carse personalmente. Estaba demasiado preocupada
por su amiga. Es algo que admiro en usted, aun cuando sea una estupidez.
La cogió del pelo y le echó la cabeza hacia
atrás. Tras una rápida ojeada a sus pupilas, decidió que la dosis ini?cial la
tendría un rato más a raya. No quería arriesgarse a una sobredosis. Al menos
hasta que hubiera terminado.
– De veras que la admiro, Eve.
– Hijo de puta. -La lengua casi le
impedía hablar-. Usted los mató.
– Sí. A todos. -Sereno, Casto cruzó los
pies por los tobillos-. Ha sido difícil mantenerlo oculto, lo admito. Es duro
para el ego no poder demostrar a una mujer como usted lo que un hombre
inteligente puede llegar a hacer. Sabe, me preocupé un poco cuando supe que se
encargaba de Boomer. -Leacarició con un dedo desde la barbilla hasta los
pechos-. Creí que podía cautivarla. Confiese que se sintió atraída.
– Quíteme las manos de encima. -Intentó
abofetear?le pero falló por unos centímetros.
– Su percepción de fondo falla. -Rió
entre dientes-. La droga es mala, Eve. Se lo digo yo, que lo veo cada puñetero
día en las calles. Me harto de verlo. Así empezó todo. Esos tipos estrafalarios
sacando dinero a espuertas sin jamás ensuciarse las pulcras uñas. ¿Por qué no
yo?
– Lo hizo por dinero…
– ¿Qué, si no? Hace un par de años di
con el enlace de Immortality. Fue cosa del hado. Me tomé las cosas con calma,
hice mis deberes, utilicé una fuente que tenía en la colonia Edén para que me
consiguiera una muestra. El pobre Boomer lo descubrió… mi contacto en la Edén.
– Boomer se lo dijo.
– Claro. Cuando averiguaba algo en el
mercado de ilegales, venía a decírmelo. Él entonces no sabía que yo estaba
metido en eso. Ignoraba que Boomer tenía una copia de la jodida fórmula.
Ignoraba que él estaba aguantando para ver si sacaba una buena tajada.
– Usted le mató. Le hizo pedazos.
– Sólo cuando fue necesario. Nunca hago
nada a me?nos que sea imprescindible. Fue culpa de la hermosa Pandora,
¿comprende?
Eve escuchaba, pugnando por recuperar el
control de su cerebro, mientrasél le relataba una historia de sexo, poder y
beneficios.
Pandora le había visto en el club. O se
habían visto mutuamente. A ella le gustó la idea de que él fuera poli?cía, y la
clase de poli que era. Él podía meter mano a un montón de golosinas, ¿no? Y lo
habría hecho con gusto. Estaba obsesionado, hechizado por ella. Era un adicto a
Pandora. Admitirlo ya nopodía hacerle ningún daño. Su error había sido
compartir la información acerca de Immortality, prestar oídos a las ideas de
ella sobre cómo ganar dinero. Unos beneficios enormes, le había prome?tido
ella. Más dinero del que podían gastar en tres vidas. Y además juventud,
belleza y sexo alo grande. Ella se había convertido rápidamente en adicta,
siempre quería más droga, y le había utilizado a él para conseguirla.
Pero Pandora también había sido útil. Su
carrera, su fama, le permitían viajar, traer más de aquello que en?tonces se
fabricaba exclusivamente en un pequeño labo?ratorio privado de Starlight
Station.
Entonces descubrió que había metido a
Redford en el negocio. Él se había puesto furioso, pero ella había conseguido
aplacarlo con sexo y promesas. Y dinero, por supuesto.
Pero las cosas habían empezado a torcerse.
Boomer le había exigido dinero, se había adueñado de una bolsa de droga en
forma de polvo.
– Yo debería haber podido manejar a ese
mequetrefe. Le seguí hasta aquí. Estaba despilfarrando a manos lle?nas los
créditos que yo le había dado para que callara la boca. Yo no podía saber qué
le había dicho a aquella puta. -Casto se encogió de hombros-. Usted lo
imagi?nó. Acertó en una cosa, Eve, pero se equivocó de perso?na. Tuve que
cargarme a la chica. Estaba demasiado me?tido como para cometer errores. Y ella
sólo era una furcia.
Eve recostó la cabeza en la pared. La cabeza
casi no le daba vueltas. Dio gracias de que la dosis hubiera sido tan pequeña.
Casto estaba lanzado. Lo mejor era hacerle hablar. Si no conseguía salir de
allí por sí misma, alguien vendría a buscarla tarde o temprano.
– Y entonces fue por Boomer.
– No podía sacarlo de su pensión. En
esa zona mi cara es demasiado conocida. Le di un poco de tiempo y luego me puse
en contacto con él. Le dije que podíamos hacer un trato. Lo queríamos de
nuestro lado. Y él fue lo bastante tonto para creerme. Entonces lo liquidé.
– Primero le hizo una buena faena. No
se dio prisa en matarle.
– Tenía que averiguar hasta qué punto
había habla?do, y con quién. Boomer no soportaba bien el dolor, po?bre. Sacó
hasta la primera papilla. Descubrí lo de la fór?mula. Eso me cabreó mucho. Yo
no pensaba estropearle la cara como a la furcia, pero perdí los estribos. Así
de sencillo. Estaba emocionalmente implicado, como si di?jéramos.
– Es un cabrón de mierda -masculló Eve,
fingiendo una voz débil y velada.
– Eso no es verdad, Eve. Pregúntele a
Peabody. -Casto sonrió y acto seguido le pellizcó un pecho ha?ciendo que la
rabia la embargara de nuevo-. Le tiré los tejos a DeeDee en cuanto vi que usted
no iba a morder el anzuelo. Estaba demasiado embobada con ese cerdo de irlandés
como para fijarseen un hombre de verdad. Y DeeDee, pobrecilla, estaba a punto
de caramelo. De todos modos, no llegué a sacarle gran cosa sobre lo que usted
se traía entre manos. DeeDee tiene madera de buen policía. Pero con un pequeño
aditamento en el vaso de vino se muestra más cooperadora.
– ¿Drogó usted a Peabody?
– Unas cuantas veces, sólo para
sonsacarle algún de?talle que usted hubiera podido dejar fuera de sus infor?mes
oficiales. Y para dejarla bien dormida cuando yo te?nía que salir de noche. Era
una coartada perfecta. En fin, ya sabe lo de Pandora. Eso también fue casi como
usted había imaginado. Solo que yo estaba acechando su casa esa noche. La
agarré tan pronto salió por la puerta hecha una furia. Quería ir a casa del
diseñador ese. Para enton?ces ya habíamos terminado nuestra relación erótica.
Sólo nos unía el negocio. Y pensé: ¿por qué no eliminar?la? Yo sabía que ella
intentaba dejarme fuera del nego?cio. Quería quedarse con todo. Le parecía que
ya no ne?cesitaba a un poli, ni siquiera teniendo en cuenta que yo era quien le
había proporcionado la droga. Sabía lo de Boomer. Pero eso no le quitó el
sueño. ¿Qué más daba un sucio personajillo de los bajos fondos? Y en ningún
momento se le ocurrió pensar que yo le haría daño.
– Pero se lo hizo.
– La llevé adonde quería. No estoy
seguro de si pen?sé hacerlo entonces, pero cuando vi la cámara de seguri?dad
rota me pareció un buen presagio. El apartamento estaba vacío. Ella y yo,
solos. Se lo cargarían al modisto, o a la chica con la que ella se había
peleado. Así que la li?quidé. Al primer golpe cayó al suelo, pero luego se
le?vantó. Esa droga le daba fuerza. Tuve que seguir pegán?dole y pegándole.
Joder, la de sangre que salió. Al final cayó del todo. Luego entró esa amiga
suya, y el resto ya lo conoce.
– Sí. Usted volvió a casa de Pandora y
cogió la caja de las tabletas. ¿Por qué se llevó también el minienlace?
– Ella lo usaba para llamarme. Podía
haber grabado los números.
– ¿Y Cucaracha?
– Un añadido a la mezcla. Lo hice para
confundir. Cucaracha siempre estaba dispuesto a probar productos nuevos. Usted
estaba dando palos de ciego, y yo quería hacer algo donde mi coartada fuera
perfecta, por si aca?so. De ahí lo de DeeDee.
– También hizo lo de Jerry, ¿no es
cierto?
– Fue tan fácil como un paseo por la
playa. Incité a uno de los pacientes violentos con un colocón rápido y esperé a
que se armara. Tenía algo para Jerry, la hice salir de allí antes de que
supiera lo que estaba pasando. Le prometí una dosis y ella lloró como un bebé.
Primero morfina para que no se le ocurriera negarse a cooperar; luego
Immortality, y después un poco de Zeus. Murió feliz, Eve. Dándome las gracias.
– Qué humanitario.
– No, Eve. Soy un tipo egoísta que
busca ser el núme?ro uno. Y no me avergüenzo. Llevo doce años pateándo?me la
calle, nadando en sangre, vómitos y corridas. Yo ya he cumplido. Esta droga me
va a dar todo lo que siempre he deseado. Seré capitán, y gracias a los
contactos que eso supondrá, iré ingresando beneficios en una bonita cuenta
durante cuatro o cinco años y luego me retiraré a una isla tropical para
dedicarme a tomar daiquiris.
Casto empezaba a refrenarse, Eve lo veía por
su tono de voz. La excitación y la arrogancia habían dado paso al sentido
práctico.
– Primero tendrá que matarme a mí.
– Ya lo sé. Es una pena. Casi le
entregué a Fitzgerald, pero usted no quiso contentarse con eso. -Con algo
pa?recido al afecto, él le pasó una mano por el cabello-. A usted se lo voy a
hacer más fácil. Aquí tengo algo que hará el trabajo suavemente. No sentirá
nada.
– Es muy considerado, Casto.
– Se lo debo, encanto. De poli a poli.
Si hubiera deja?do las cosas como estaban después que su amiga quedó libre,
pero no le dio la gana. Ojalá todo hubiera sido dis?tinto, Eve. Me caía usted
realmente bien. -Se acercó un poco más, tanto que ella notó su aliento en los
labios como si élquisiera demostrarle lo bien que le caía.
Eve levantó lentamente las pestañas,
mirándole a la cara.
– Casto -musitó.
– Sí, ahora relájese. Enseguida
acabaremos. -Metió la mano en el bolsillo.
– Cabrón. -Eve lanzó la rodilla con
fuerza. Su per?cepción de fondo aún estaba un poco deteriorada. En vez de darle
en la ingle le incrustó la rodilla en el men?tón. Casto cayó de la cama y la
jeringa á presión que te?nía en la mano fue a parar al suelo.
Ambos se lanzaron por ella.
– ¿Dónde se habrá metido? No es capaz
de largarse de su propia fiesta. -Mavis taconeó impaciente mientras seguía
escudriñando el club-. Y es la única que aún está sobria.
– ¿En el servicio de señoras? -sugirió
Nadine, ponién?dose sin entusiasmo la blusa sobre el sostén de encaje.
– Peabody ha mirado dos veces. Doctora
Mira, no habrá intentado fugarse, ¿verdad? Sé que está nerviosa, pero…
– No, no es su estilo. -Aunque la
cabeza le daba vueltas, Mira procuró hablar con serenidad-. Volvere?mos a
mirar. Tiene que estar en alguna parte. Pero hay tanta gente…
– ¿Siguen buscando a la novia? -Crack
se les acercó sonriendo de oreja a oreja-. Creo que le apetecía un pol?vo de
despedida. Ese de ahí la vio entrar en un cuarto privado con un tipo con pinta
de cowboy.
– ¿Dallas? -Mavis explotó de risa -. Ni
pensarlo.
– Lo estará celebrando, -Crack se
encogió de hom?bros-. Hay más habitaciones, si a alguna le entran las ga?nas.
– ¿En qué cuarto? -inquirió Peabody, ahora
sobria después de haber sacado todo lo que tenía en el estómago.
– El número cinco. Eh, si prefieren una
cama redon?da, puedo buscarles unos cuantos chicos guapos. Varie?dad de
tamaños, formas y colores. -Crack meneó la ca?beza mientras ellas se alejaban,
y decidió que lo mejor sería irse a mantener el orden.
Los dedos de Eve resbalaron sobre la
jeringa, y el coda?zo que sintió en el pómulo repercutió en toda su cara. La
ventaja inicial y el hecho de haberse mostrado dispuesta a pelear habían desconcertado
a Casto.
– Tendría que haberme dado una dosis
más grande. -Eve acompañó sus palabras con un puñetazo al esófa?go-. Imbécil,
esta noche no he bebido nada. -Puntuó la frase aplastándole la nariz-. Esto va
por Peabody, hijo-puta.
Casto la golpeó en las costillas, dejándola
sin respi?ración. La jeringa pasó a un centímetro de su brazo y ella le lanzó
una patada. Nunca llegaría a saber si fue la suerte, la falta de percepción de
fondo o el propio error de Casto, pero éste hizo una finta para esquivar la
patada al estómago, y los pies de ella, como sendos pistones, acertaron de
lleno en su cara.
Casto puso los ojos en blanco y su cabeza
golpeó el suelo con un siniestro y satisfactorio golpe.
Con todo, había conseguido meterle un poco
más de droga. Eve se arrastró por el suelo con la sensación de estar nadando en
un espeso jarabe dorado. Llegó a la puerta, pero la cerradura y el código
parecían estar tres o cuatro metros más arriba de su mano.
Entonces la puerta se abrió.
Eve notó que la izaban y le daban
palmaditas. Al?guien estaba ordenando que le dieran aire. Tuvo ganas de reír
pero no le salía la risa. Estaba volando, no podía pensar en otra cosa.
– Ese cabrón los mató -repetía-. Los
mató a todos. Me equivoqué con él. ¿Dónde está Roarke?
Le levantaron los párpados, y pudo haber
jurado que los globos oculares rodaban como canicas enloque?cidas. Oyó las
palabras «centro de salud» y empezó a lu?char como una tigresa.
Roarke bajó la escalera con una sonrisa.
Sabía que Feeney se había quedado arriba, resoplando de mal humor, pero él
estaba convencido. Para un negocio de la enver?gadura de Immortality hacía
falta un experto y contac?tos confidenciales. Casto cumplía ambos requisitos.
Eve tampoco querría saber nada, de modo que
no se lo diría. Pero Feeney tendría tres semanas para fisgar mientras ellos
estaban de luna de miel. Si es que iba a ha?ber luna de miel.
Oyó abrirse la puerta y ladeó la cabeza.
Esto lo iban a aclarar de una vez por todas, decidió. Aquí y ahora. Bajó dos
peldaños más, y luego el resto a la carrera.
– ¿Qué diablos le ha pasado a Eve? Está
sangrando. -También él tenía los ojos inyectados cuando arrebató a Eve de
brazos de un negro corpulento ataviado con un taparrabos plateado.
Mientras todos empezaban a hablar a la vez,
Mira dio un par de palmadas como una maestra en un aula ruidosa.
– Eve necesita un sitio tranquilo. Le
han dado algo para contrarrestar la droga, pero habrá efectos secunda?rios. Y
no ha dejado que le curaran los cortes y las magu?lladuras.
Roarke se quedó de piedra.
– ¿Qué droga? -Miró a Mavis-. ¿Adonde
coño la has llevado?
– No es culpa suya. -Vidriosos los
ojos, Eve rodeó el cuello de Roarke con sus brazos-. Fue Casto, Roarke. Casto.
¿Lo sabías?
– Ahora que lo dices…
– Qué estúpida; cómo no me di cuenta.
¿Podría acos?tarme?
– Llévela arriba, Roarke -dijo Mira con
calma-. Yo me ocuparé de ella. Se pondrá bien, créame.
– Sí, me podré bien -dijo Eve escaleras
arriba-. Te lo contaré todo. Puedo contártelo todo, ¿verdad? Porque tú me
quieres, bobo.
Roarke sólo quería saber una cosa en ese
momento. Dejó a Eve en la cama, echó un vistazo a la mejilla con?tusa y la boca
hinchada.
– ¿Está muerto?
– No. Sólo le di una paliza. -Eve
sonrió, vio cómo la miraba él y meneó la cabeza-. De eso nada. Ni lo pienses
siquiera. Nos casamos dentro de un par de horas.
Roarke le apartó un mechón de la cara.
– ¿De veras?
– Lo he pensado bien. -Era difícil
concentrarse, pero tenía que hacerlo. Cogió la cara de él con sus manos para no
perderlo de vista-. No es una formalidad. Y tampoco un contrato.
– ¿Qué es, entonces?
– Una promesa. Además, no es tan duro
prometer algo que realmente quieres hacer. Y si resulta que soy una mala
esposa, tendrás que aguantarte. Yo siempre cumplo mis promesas. Y aún hay otra
cosa.
Roarke vio que se estaba durmiendo, y se
apartó un poco para que Mira le curara la mejilla.
– ¿Qué cosa, Eve?
– Te quiero. A veces eso me da dolor de
estómago, pero creo que me gusta. Estoy cansada. Ven a la cama. Te quie…
Roarke dejó el campo libre a Mira y le
preguntó:
– ¿No hay problema en que se duerma?
– Es lo mejor. Cuando despierte se
encontrará bien. Puede que con un poco de resaca, cosa que es injusta ya que no
ha probado el alcohol. Dijo que quería tener la cabeza despejada para mañana.
– ¿Eso dijo? -Roarke recordó que ella
nunca parecía serena cuando dormía-. ¿Recordará todo esto?, ¿lo que me estaba
diciendo ahora?
– Tal vez no -dijo Mira-. Pero usted
sí, y eso será su?ficiente.
Roarke asintió. Eve estaba a salvo. A salvo
una vez más. Se volvió hacia Peabody.
– Agente, ¿cuento con usted para que me
dé los detalles?
Eve tenía resaca, efectivamente, y eso no le
gustó. No?taba como nudos de grasa en el estómago, y le dolía mucho la
mandíbula. Pero entre Mira y los sortilegios de Trina habían hecho que apenas
se notaran las contu?siones. Como novia, se dijo mirándose al espejo, podía
pasar.
– Estás de fábula, Dallas. -Mavis
suspiró emociona?da y dio lentamente la vuelta para contemplar la obra maestra
de Leonardo. El vestido le sentaba muy bien, el tono bronceado añadía calidez a
su piel y las líneas real?zaban su tipo largo y delgado. La simplicidad del
diseño hacía buena la frase de que lo que importaba era la mujer que había
dentro-. El jardín está repleto de gente -si?guió muy animada mientras Eve
luchaba con su estóma?go-. ¿Has mirado por la ventana?
– No es la primera vez que veo gente.
– Hace un rato había periodistas en
vuelo de inspección. No sé qué botón habrá pulsado Roarke, pero han
desaparecido.
– Menos mal.
– Te encuentras bien, ¿verdad? La
doctora dijo que no tendrías ningún efecto secundario peligroso, pero…
– Estoy bien. -Sólo era mentira a
medias-. Cerrado el caso y conocidos todos los hechos, la verdad sim?plifica
las cosas. -Pensó en Jerry y sufrió. Al mirar a Mavis con su cara radiante y su
cabello con puntas pla?teadas, sonrió-. ¿Tú y Leonardo aún pensáis en coha?bitar?
– De momento sí, en mi casa. Estamos
buscando algo más grande, donde haya espacio para que él pueda tra?bajar. Y yo
voy a hacer clubes otra vez. -Sacó una caja del escritorio y se la entregó-.
Roarke te manda esto.
– ¿Ah, sí? -Al abrirla, sintió placer y
alarma a la vez. El collar era perfecto, por descontado. Dos gargantillas de
cobre tachonadas de piedras de colores.
– Al final se lo dije.
– Ya lo veo. -Con un suspiro, Eve se lo
puso y luego se ajustó en las orejas las dos lágrimas a juego. Su aspec?to,
pensó, era el de un guerrero pagano.
– Otra cosa.
– Mavis, no estoy para más cosas.
Roarke tiene que comprender que… -Calló mientras Mavis iba hasta la caja larga
que había sobre la mesa y sacaba un bonito ramo de flores blancas: petunias.
Sencillas petunias de patio trasero.
– Siempre da en el clavo -murmuró. Los
músculos de su estómago se relajaron, los nervios desaparecieron de golpe-. No
sé cómo lo hace.
– Imagino que cuando alguien te
comprende tan bien, tan, bueno, tan íntimamente, es una gran suerte.
– Sí. -Eve cogió las flores y se las
llevó al pecho. Al mirarse al espejo ya no vio a una desconocida: era, pensó,
Eve Dallas en el día de su boda-. Roarke se va a caer de espaldas cuando me
vea.
Riendo a carcajadas, Eve agarró a su amiga
del brazo y corrió a cumplir sus promesas.
***
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