El coronel no tiene quien le escriba
Действие происходит в небольшом
колумбийском городке в 1956
году. Главный герой —
семидесятипятилетний полковник
в отставке, ветеран Тысячедневной
войны. Полковник уже много лет
ждёт письма из столицы по поводу
пенсии, которая полагается ему
как ветерану войны, но ему никто
не пишет...
Gabriel García Márquez
El coronel no tiene quien le escriba
El coronel destapó el tarro del café y
comprobó que no había más de una
cucharadita.
Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del
agua en el piso de tierra, y con un cuchillo
raspó el interior del tarro sobre la olla
hasta cuando se desprendieron las últimas
raspaduras del polvo de café revueltas con
óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la
infusión, sentado junto a la hornilla de
barro cocido en una actitud de confiada e
inocente expectativa, el coronel
experimentó la sensación de que nacían
hongos y lirios venenosos en sus tripas.
Era octubre. Una mañana difícil de sortear,
aun para un hombre como él que había
sobrevivido a tantas mañanas como ésa.
Durante cincuenta y seis años -desde
cuando terminó la última guerra civil- el
coronel no había hecho nada distinto de
esperar.
Octubre era una de las pocas cosas que
llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo
vio entrar al dormitorio con el café.
Esa noche había sufrido una crisis de asma
y ahora atravesaba por un estado de
sopor.
Pero se incorporó para recibir la taza.
-Y tú -dijo.
-Ya tomé -mintió el coronel- Todavía
quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles.
El coronel se había olvidado del entierro.
Mientras su esposa tomaba el café,
descolgó la hamaca en un extremo y la
enrolló en el otro, detrás de la puerta.
La mujer pensó en el muerto.
-Nació en 1922 -dijo- Exactamente un mes
después de nuestro hijo.
El siete de abril.
Siguió sorbiendo el café en las pausas de
su respiración pedregosa.
Era una mujer construida apenas en
cartílagos blancos sobre una espina dorsal
arqueada e inflexible.
Los trastornos respiratorios la obligaban a
preguntar afirmando.
Cuando terminó el café todavía estaba
pensando en el muerto.
-Debe ser horrible estar enterrado en
octubre», dijo.
Pero su marido no le puso atención.
Abrió la ventana.
Octubre se había instalado en el patio.
Contemplando la vegetación que
reventaba en verdes intensos, las
minúsculas tiendas de las lombrices en el
barro, el coronel volvió a sentir el mes
aciago en los intestinos.
-Es el invierno -replicó la mujer- Desde
que empezó a llover te estoy diciendo que
duermas con las medias puestas.
-Hace una semana que estoy durmiendo
con ellas.
Llovía despacio pero sin pausas.
El coronel habría preferido envolverse en
una manta de lana y meterse otra vez en
la hamaca.
Pero la insistencia de los bronces rotos le
recordó el entierro.
«Es octubre», murmuró, y caminó hacia el
centro del cuarto.
Sólo entonces se acordó del gallo
amarrado a la pata de la cama.
Era un gallo de pelea.
Después de llevar la taza a la cocina dio
cuerda en la sala a un reloj de péndulo
montado en un marco de madera labrada.
A diferencia del dormitorio, demasiado
estrecho para la respiración de una
asmática, la sala era amplia, con cuatro
mecedoras de fibra en torno a una mesita
con un tapete y un gato de yeso.
En la pared opuesta a la del reloj, el
cuadro de una mujer entre tules rodeada
de amorines en una barca cargada de
rosas.
Eran las siete y veinte cuando acabó de
dar cuerda al reloj.
Luego llevó el gallo a la cocina, lo amarró
a un soporte de la hornilla, cambió el agua
al tarro y puso al lado un puñado de maíz.
Un grupo de niños penetró por la cerca
desportillada. Se sentaron en torno al
gallo, a contemplarlo en silencio.
-No miren más a ese animal -dijo el
coronel
- Los gallos se gastan de tanto mirarlos.
Los niños no se alteraron.
Uno de ellos inició en la armónica los
acordes de una canción de moda.
«No toques hoy», le dijo el coronel.
«Hay muerto en el pueblo.»
El niño guardó el instrumento en el
bolsillo del pantalón y el coronel fue al
cuarto a vestirse para el entierro.
La ropa blanca estaba sin planchar a causa
del asma de la mujer. De manera que el
coronel tuvo que decidirse por el viejo
traje de paño negro que después de su
matrimonio sólo usaba en ocasiones
especiales.
Le costó trabajo encontrarlo en el fondo
del baúl, envuelto en periódicos y
preservado contra las polillas con bolitas
de naftalina.
Estirada en la cama la mujer seguía
pensando en el muerto.
-Ya debe haberse encontrado con Agustín -
dijo- Puede ser que no le cuente la
situación en que quedamos después de su
muerte.
-A esta hora estarán discutiendo de gallos
-dijo el coronel.
Encontró en el baúl un paraguas enorme y
antiguo.
Lo había ganado la mujer en una tómbola
política destinada a recolectar fondos para
el partido del coronel.
Esa misma noche asistieron a un
espectáculo al aire libre que no fue
interrumpido a pesar de la lluvia.
El coronel, su esposa y su hijo Agustín -
que entonces tenía ocho años-
presenciaron el espectáculo hasta el final,
sentados bajo el paraguas.
Ahora Agustín estaba muerto y el forro de
raso brillante había sido destruido por las
polillas.
-Mira en lo que ha quedado nuestro
paraguas de payaso de circo -dijo el
coronel con una antigua frase suya. Abrió
sobre su cabeza un misterioso sistema de
varillas metálicas
- Ahora sólo sirve para contar las estrellas.
Sonrió.
Pero la mujer no se tomó el trabajo de
mirar el paraguas.
«Todo está así», murmuró.
«Nos estamos pudriendo vivos.»
Y cerró los ojos para pensar más
intensamente en el muerto.
Después de afeitarse al tacto -pues carecía
de espejo desde hacía mucho tiempo- el
coronel se vistió en silencio.
Los pantalones, casi tan ajustados a las
piernas como los calzoncillos largos,
cerrados en los tobillos con lazos
corredizos, se sostenían en la cintura con
dos lengüetas del mismo paño que
pasaban a través de dos hebillas doradas
cosidas a la altura de los ríñones.
No usaba correa.
La camisa color de cartón antiguo, dura
como un cartón, se cerraba con un botón
de cobre que servía al mismo tiempo para,
sostener el cuello postizo.
Pero el cuello postizo estaba roto, de
manera que el coronel renunció a la
corbata.
Hacía cada cosa como si fuera un acto
trascendental.
Los huesos de sus manos estaban forrados
por un pellejo lúcido y tenso, manchado de
carate como la piel del cuello.
Antes de ponerse los botines de charol
raspó el barro incrustado en la costura.
Su esposa lo vio en ese instante, vestido
como el día de su matrimonio.
Sólo entonces advirtió cuánto había
envejecido su esposo.
-Estás como para un acontecimiento -dijo.
-Este entierro es un acontecimiento -dijo el
coronel- Es el primer muerto de muerte
natural que tenemos en muchos años.
Escampó después de las nueve.
El coronel se disponía a salir cuando su
esposa lo agarró por la manga del saco.
-Péinate -dijo.
Él trató de doblegar con un peine de
cuerno las cerdas color de acero.
Pero fue un esfuerzo inútil.
-Debo parecer un papagayo -dijo.
La mujer lo examinó.
Pensó que no. El coronel no parecía un
papagayo.
Era un hombre árido, de huesos sólidos
articulados a tuerca y tornillo. Por la
vitalidad de sus ojos no parecía
conservado en formol.
«Así estás bien», admitió ella, y agregó
cuando su marido abandonaba el cuarto: -
Pregúntale al doctor si en esta casa le
echamos agua caliente.
Vivían en el extremo del pueblo, en una
casa de techo de palma con paredes de cal
desconchadas.
La humedad continuaba pero no llovía.
El coronel descendió hacia la plaza por un
callejón de casas apelotonadas.
Al desembocar a la calle central sufrió un
estremecimiento.
Hasta donde alcanzaba su vista el pueblo
estaba tapizado de flores.
Sentadas a la puerta de las casas las
mujeres de negro esperaban el entierro.
En la plaza comenzó otra vez la llovizna.
El propietario del salón de billares vio al
coronel desde la puerta de su
establecimiento y le gritó con los brazos
abiertos: -Coronel, espérese y le presto un
paraguas.
El coronel respondió sin volver la cabeza.
-Gracias, así voy bien.
Aún no había salido el entierro.
Los hombres -vestidos de blanco con
corbatas negras- conversaban en la puerta
bajo los paraguas.
Uno de ellos vio al coronel saltando sobre
los charcos de la plaza.
-Métase aquí, compadre -gritó. Hizo
espacio bajo el paraguas.
-Gracias, compadre -dijo el coronel.
Pero no aceptó la invitación.
Entró directamente a la casa para dar el
pésame a la madre del muerto.
Lo primero que percibió fue el olor de
muchas flores diferentes.
Después empezó el calor.
El coronel trató de abrirse camino a través
de la multitud bloqueada en la alcoba.
Pero alguien le puso una mano en la
espalda, lo empujó hacia el fondo del
cuarto por una galería de rostros perplejos
hasta el lugar donde se encontraban -
profundas y dilatadas- las fosas nasales
del muerto.
Allí estaba la madre espantando las
moscas del ataúd con un abanico de
palmas trenzadas.
Otras mujeres vestidas de negro
contemplaban el cadáver con la misma
expresión con que se mira la corriente de
un río.
De pronto empezó una voz en el fondo del
cuarto.
El coronel hizo de lado a una mujer,
encontró de perfil a la madre del muerto y
le puso una mano en el hombro.
Apretó los dientes.
-Mi sentido pésame -dijo.
Ella no volvió la cabeza.
Abrió la boca y lanzó un aullido.
El coronel se sobresaltó.
Se sintió empujado contra el cadáver por
una masa deforme que estalló en un
vibrante alarido.
Buscó apoyo con las manos pero no
encontró la pared. Había otros cuerpos en
su lugar.
Alguien dijo junto a su oído, despacio, con
una voz muy tierna: «Cuidado, coronel».
Volteó la cabeza y se encontró con el
muerto.
Pero no lo reconoció porque era duro y
dinámico y parecía tan desconcertado
como él, envuelto en trapos blancos y con
el cornetín en las manos.
Cuando levantó la cabeza para buscar el
aire por encima de los gritos vio la caja
tapada dando tumbos hacia la puerta por
una pendiente de flores que se
despedazaban contra las paredes.
Sudó.
Le dolían las articulaciones.
Un momento después supo que estaba en
la calle porque la llovizna le maltrató los
párpados y alguien lo agarró por el brazo y
le dijo: Apúrese, compadre, lo estaba
esperando.
Era don Sabas, el padrino de su hijo
muerto, el único dirigente de su partido
que escapó a la persecución política y
continuaba viviendo en el pueblo.
«Gracias, compadre», dijo el coronel, y
caminó en silencio bajo el paraguas.
La banda inició la marcha fúnebre.
El coronel advirtió la falta de un cobre y
por primera vez tuvo la certidumbre de
que el muerto estaba muerto.
-El pobre -murmuró.
Don Sabas carraspeó.
Sostenía el paraguas con la mano
izquierda, el mango casi a la altura de la
cabeza pues era más bajo que el coronel.
Los hombres empezaron a conversar
cuando el cortejo abandonó la plaza.
Don Sabas volvió entonces hacia el coronel
su rostro desconsolado, y dijo: -Compadre,
qué hay del gallo.
Ahí está el gallo -respondió el coronel.
En ese instante se oyó un grito: -¿Adonde
van con ese muerto?
El coronel levantó la vista. Vio al alcalde en
el balcón del cuartel en una actitud
discursiva.
Estaba en calzoncillos y franela, hinchada
la mejilla sin afeitar.
Los músicos suspendieron la marcha
fúnebre.
Un momento después el coronel reconoció
la voz del padre Ángel conversando a
gritos con el alcalde.
Descifró разгадывать el diálogo a través de la
crepitación de la lluvia sobre los paraguas.
-¿Entonces? -preguntó don Sabas.
-Entonces nada -respondió el coronel- Que
el entierro no puede pasar frente al cuartel
de la policía.
-Se me había olvidado -exclamó don
Sabas- Siempre se me olvida que estamos
en estado de sitio.
-Pero esto no es una insurrección -dijo el
coronel- Es un pobre músico muerto.
El cortejo cambió de sentido.
En los barrios bajos las mujeres lo vieron
pasar mordiéndose las uñas ногти en silencio.
Pero después salieron al medio de la calle
y lanzaron gritos de alabanzas хвалы , de gratitud благодарности
y despedida прощания, como si creyeran que el
muerto las escuchaba dentro del ataúd в гробу.
El coronel se sintió mal en el cementerio.
Cuando don Sabas lo empujó hacia la
pared para dar paso a los hombres que
transportaban al muerto, volvió su cara
sonriente hacia él, pero se encontró con un
rostro duro.
-Qué le pasa, compadre -preguntó.
El coronel suspiró вздрогнул.
-Es octubre, compadre.
Regresaron por la misma calle.
Había escampado.
El cielo se hizo profundo, de un azul
intenso.
«Ya no llueve más», pensó el coronel, y se
sintió mejor, pero continuó absorto поглощенный.
Don Sabas lo interrumpió.
-Compadre, hágase ver del médico.
-No estoy enfermo -dijo el coronel- Lo que
pasa es que en octubre siento como si
tuviera animales en las tripas.
«Ah», hizo don Sabas.
Y se despidió en la puerta de su casa, un
edificio nuevo, de dos pisos, con ventanas
de hierro forjado.
El coronel se dirigió a la suya desesperado
por abandonar el traje de ceremonias.
Volvió a salir un momento después a
comprar en la tienda de la esquina un
tarro de café y media libra de maíz para el
gallo.
El coronel se ocupó del gallo a pesar de
que el jueves habría preferido permanecer
en la hamaca.
No escampó en varios días.
En el curso de la semana reventó la flora
de sus visceras.
Pasó varias noches en vela, atormentado
por los silbidos pulmonares de la asmática.
Pero octubre concedió una tregua el
viernes en la tarde.
Los compañeros de Agustín -oficiales de
sastrería, como lo fue él, y fanáticos de la
gallera- aprovecharon la ocasión para
examinar el gallo.
Estaba en forma.
El coronel volvió al cuarto cuando quedó
solo en la casa con su mujer.
Ella había reaccionado.
-Qué dicen -preguntó.
-Entusiasmados -informó el coronel- Todos
están ahorrando para apostarle al gallo.
-No sé qué le han visto a ese gallo tan feo
-dijo la mujer- A mí me parece un
fenómeno: tiene la cabeza muy chiquita
para las patas.
-Ellos dicen que es el mejor del
Departamento -replicó el coronel- Vale
como cincuenta pesos.
Tuvo la certeza de que ese argumento
justificaba su determinación de conservar
el gallo, herencia del hijo acribillado nueve
meses antes en la gallera, por distribuir
información clandestina.
«Es una ilusión que cuesta caro», dijo la
mujer.
«Cuando se acabe el maíz tendremos que
alimentarlo con nuestros hígados.»
El coronel se tomó todo el tiempo para
pensar mientras buscaba los pantalones de
dril en el ropero.
-Es por pocos meses -dijo- Ya se sabe con
seguridad que hay peleas en enero.
Después podemos venderlo a mejor
precio.
Los pantalones estaban sin planchar.
La mujer los estiró sobre la hornilla con
dos planchas de hierro calentadas al
carbón.
-Cuál es el apuro de salir a la calle -
preguntó.
-El correo.
«Se me había olvidado que hoy es
viernes», comentó ella de regreso al
cuarto.
El coronel estaba vestido pero sin los
pantalones.
Ella observó sus zapatos
Ya esos zapatos están de botar -dijo-
Sigue poniéndote los botines de charol.
El coronel se sintió desolado.
-Parecen zapatos de huérfano -protestó-
Cada vez que me los pongo me siento
fugado de un asilo.
-Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo
-dijo la mujer.
También esta vez lo persuadió.
El coronel se dirigió al puerto antes de que
pitaran las lanchas.
Botines de charol, pantalón blanco sin
correa y la camisa sin el cuello postizo,
cerrada arriba con el botón de cobre.
Observó la maniobra de las lanchas desde
el almacén del sirio Moisés.
Los viajeros descendieron estragados
después de ocho horas sin cambiar de
posición.
Los mismos de siempre: vendedores
ambulantes y la gente del pueblo que
había viajado la semana anterior y
regresaba a la rutina.
La última fue la lancha del correo.
El coronel la vio atracar con una
angustiosa desazón.
En el techo, amarrado a los tubos del
vapor y protegido con tela encerada,
descubrió el saco del correo.
Quince años de espera habían agudizado
su intuición.
El gallo había agudizado su ansiedad.
Desde el instante en que el administrador
de correos subió a la lancha, desató el
saco y se lo echó a la espalda, el coronel lo
tuvo a la vista.
Lo persiguió por la calle paralela al puerto,
un laberinto de almacenes y barracas con
mercancías de colores en exhibición.
Cada vez que lo hacía, el coronel
experimentaba una ansiedad muy distinta
pero tan apremiante como el terror.
El médico esperaba los periódicos en la
oficina de correos.
-Mi esposa le manda preguntar si en la
casa le echaron agua caliente, doctor -le
dijo el coronel.
Era un médico joven con el cráneo cubierto
de rizos charolados. Había algo increíble
en la perfección de su sistema dental.
Se interesó por la salud de la asmática.
El coronel suministró una información
detallada sin descuidar los movimientos
del administrador que distribuía las cartas
en las casillas clasificadas.
Su indolente manera de actuar exasperaba
al coronel.
El médico recibió la correspondencia con el
paquete de los periódicos.
Puso a un lado los boletines de
propaganda científica. Luego leyó
superficialmente las cartas personales.
Mientras tanto, el administrador distribuyó
el correo entre los destinatarios presentes.
El coronel observó la casilla que le
correspondía en el alfabeto. Una carta
aérea de bordes azules aumentó la tensión
de sus nervios.
El médico rompió el sello de los periódicos.
Se informó de las noticias destacadas
mientras el coronel -fija la vista en su
casilla- esperaba que el administrador se
detuviera frente a ella.
Pero no lo hizo.
El médico interrumpió la lectura de los
periódicos. Miró al coronel. Después miró
al administrador sentado frente a los
instrumentos del telégrafo y después otra
vez al coronel.
-Nos vamos -dijo.
El administrador no levantó la cabeza.
-Nada para el coronel -dijo.
El coronel se sintió avergonzado.
-No esperaba nada -mintió.
Volvió hacia el médico una mirada
enteramente infantil- Yo no tengo quien
me escriba.
Regresaron en silencio.
El médico concentrado en los periódicos.
El coronel con su manera de andar
habitual que parecía la de un hombre que
desanda el camino para buscar una
moneda perdida.
Era una tarde lúcida.
Los almendros de la plaza soltaban sus
últimas hojas podridas.
Empezaba a anochecer cuando llegaron a
la puerta del consultorio.
-Qué hay de noticias -preguntó el coronel.
El médico le dio varios periódicos.
-No se sabe -dijo- Es difícil leer entre
líneas lo que permite publicar la censura.
El coronel leyó los titulares destacados.
Noticias internacionales.
Arriba, a cuatro columnas, una crónica
sobre la nacionalización del canal de Suez.
La primera página estaba casi
completamente ocupada por las
invitaciones a un entierro.
-No hay esperanzas de elecciones -dijo el
coronel.
-No sea ingenuo, coronel -dijo el médico-
Ya nosotros estamos muy grandes para
esperar al Mesías.
El coronel trató de devolverle los
periódicos pero el médico se opuso.
-Lléveselos para su casa -dijo- Los lee esta
noche y me los devuelve mañana.
Un poco después de las siete sonaron en
la torre las campanadas de la censura
cinematográfica.
El padre Ángel utilizaba ese medio para
divulgar la calificación moral de la película
de acuerdo con la lista clasificada que
recibía todos los meses por correo.
La esposa del coronel contó doce
campanadas.
-Mala para todos -dijo- Hace como un año
que las películas son malas para todos.
Bajó la tolda del mosquitero y murmuró:
«El mundo está corrompido».
Pero el coronel no hizo ningún comentario.
Antes de acostarse amarró el gallo a la
pata de la cama. Cerró la casa y fumigó
insecticida en el dormitorio.
Luego puso la lámpara en el suelo, colgó la
hamaca y se acostó a leer los periódicos.
Los leyó por orden cronológico y desde la
primera página hasta la última, incluso los
avisos.
A las once sonó el clarín del toque de
queda.
El coronel concluyó la lectura media hora
más tarde, abrió la puerta del patio hacia
la noche impenetrable, y orinó contra el
horcón, acosado por los zancudos.
Su esposa estaba despierta cuando él
regresó al cuarto.
-No dicen nada de los veteranos -
preguntó.
-Nada -dijo el coronel.
Apagó la lámpara antes de meterse en la
hamaca- Al principio por lo menos
publicaban la lista de los nuevos
pensionados.
Pero hace como cinco años que no dicen
nada.
Llovió después de la medianoche.
El coronel concilio el sueño pero despertó
un momento después alarmado por sus
intestinos.
Descubrió una gotera en algún lugar de la
casa.
Envuelto en una manta de lana hasta la
cabeza trató de localizar la gotera en la
oscuridad.
Un hilo de sudor helado resbaló por su
columna vertebral.
Tenía fiebre. Se sintió flotando en círculos
concéntricos dentro de un estanque de
gelatina.
Alguien habló.
El coronel respondió desde su catre de
revolucionario.
-Con quién hablas -preguntó la mujer.
-Con el inglés disfrazado de tigre que
apareció en el campamento del coronel
Aureliano Buendía -respondió el coronel.
Se revolvió en la hamaca, hirviendo en la
fiebre- Era el duque de Marlborough.
Amaneció estragado.
Al segundo toque para misa saltó de la
hamaca y se instaló en una realidad turbia
alborotada por el canto del gallo.
Su cabeza giraba todavía en círculos
concéntricos.
Sintió náuseas.
Salió al patio y se dirigió al excusado a
través del minucioso cuchicheo y los
sombríos olores del invierno.
El interior del cuartito de madera con
techo de zinc estaba enrarecido por el
vapor amoniacal del bacinete.
Cuando el coronel levantó la tapa surgió
del pozo un vaho de moscas triangulares.
Era una falsa alarma.
Acuclillado en la plataforma de tablas sin
cepillar experimentó la desazón del anhelo
frustrado.
El apremio fue sustituido por un dolor
sordo en el tubo digestivo.
«No hay duda», murmuró.
«Siempre me sucede lo mismo en
octubre.»
Y asumió su actitud de confiada e
inocente expectativa hasta cuando se
apaciguaron los hongos de sus visceras.
Entonces volvió al cuarto por el gallo.
-Anoche estabas delirando de fiebre- dijo
la mujer.
Había comenzado a poner orden en el
cuarto, repuesta de una semana de crisis.
El coronel hizo un esfuerzo para recordar.
-No era fiebre -mintió- Era otra vez el
sueño de las telarañas.
Como ocurría siempre, la mujer surgió
excitada de la crisis.
En el curso de la mañana volteó la casa al
revés.
Cambió el lugar de cada cosa, salvo el
reloj y el cuadro de la ninfa.
Era tan menuda y elástica que cuando
transitaba con sus babuchas de pana y su
traje negro enteramente cerrado parecía
tener la virtud de pasar a través de las
paredes.
Pero antes de las doce había recobrado su
densidad, su peso humano.
En la cama era un vacío. Ahora,
moviéndose entre los tiestos de heléchos y
begonias, su presencia desbordaba la
casa.
«Si Agustín tuviera su año me pondría a
cantar», dijo, mientras revolvía la olla
donde hervían cortadas en trozos todas las
cosas de comer que la tierra del trópico es
capaz de producir.
-Si tienes ganas de cantar, canta -dijo el
coronel- Esto es bueno para la bilis.
El médico vino después del almuerzo.
El coronel y su esposa tomaban café en la
cocina cuando él empujó la puerta de la
calle y gritó: -Se murieron los enfermos.
El coronel se levantó a recibirlo.
Así es, doctor -dijo dirigiéndose a la sala-
Yo siempre he dicho que su reloj anda con
el de los gallinazos.
La mujer fue al cuarto a prepararse para el
examen. El médico permaneció en la sala
con el coronel.
A pesar del calor, su traje de lino
intachable exhalaba un hálito de frescura.
Cuando la mujer anunció que estaba
preparada, el médico entregó al coronel
tres pliegos dentro de un sobre.
Entró al cuarto, diciendo: «Es lo que no
decían los periódicos de ayer».
El coronel lo suponía. Era una síntesis de
los últimos acontecimientos nacionales
impresa en mimeógrafo para la circulación
clandestina.
Revelaciones sobre el estado de la
resistencia armada en el interior del país.
Se sintió demolido.
Diez años de informaciones clandestinas
no le habían enseñado que ninguna noticia
era más sorprendente que la del mes
entrante.
Había terminado de leer cuando el médico
volvió a la sala.
-Esta paciente está mejor que yo -dijo-
Con un asma como ésa yo estaría
preparado para vivir cien años.
El coronel lo miró sombríamente.
Le devolvió el sobre sin pronunciar una
palabra, pero el médico lo rechazó.
-Hágala circular -dijo en voz baja.
El coronel guardó el sobre en el bolsillo del
pantalón.
La mujer salió del cuarto diciendo: «Un día
de éstos me muero y me lo llevo a los
infiernos, doctor».
El médico respondió en silencio con el
estereotipado esmalte de sus dientes.
Rodó una silla hacia la mesita y extrajo del
maletín varios frascos de muestras
gratuitas.
La mujer pasó de largo hacia la cocina.
-Espérese y le caliento el café.
-No, muchas gracias -lijó el médico.
Escribió la dosis en una hoja del
formulario- Le niego rotundamente la
oportunidad de envenenarme.
Ella rió en la cocina.
Cuando acabó de escribir, el médico leyó
la fórmula en voz alta pues tenía
conciencia de que nadie podía descifrar su
escritura.
El coronel trató de concentrar la atención.
De regreso de la cocina la mujer descubrió
en su rostro los estragos de la noche
anterior.
-Esta madrugada tuvo fiebre -dijo,
refiriéndose a su marido- Estuvo como dos
horas diciendo disparates de la guerra
civil.
El coronel se sobresaltó.
«No era fiebre», insistió, recobrando su
compostura.
«Además -dijo-, el día que me sienta mal
no me pongo en manos de nadie.
Me boto yo mismo en el cajón de la
basura.»
Fue al cuarto a buscar los periódicos.
-Gracias por la flor -dijo el médico.
Caminaron juntos hacia la plaza.
El aire estaba seco.
El betún de las calles empezaba a fundirse
con el calor.
Cuando el médico se despidió, el coronel le
preguntó en voz baja, con los dientes
apretados: -Cuánto le debemos, doctor.
-Por ahora nada -dijo el médico, y le dio
una palmadita en la espalda- Ya le pasaré
una cuenta gorda cuando gane el gallo.
El coronel se dirigió a la sastrería a llevar
la carta clandestina a los compañeros de
Agustín.
Era su único refugio desde cuando sus
copartidarios fueron muertos o expulsados
del pueblo, y él quedó convertido en un
hombre solo sin otra ocupación que
esperar el correo todos los viernes.
El calor de la tarde estimuló el dinamismo
de la mujer.
Sentada entre las begonias del corredor
junto a una caja de ropa inservible, hizo
otra vez el eterno milagro de sacar
prendas nuevas de la nada.
Hizo cuellos de mangas y puños de tela de
la espalda y remiendos cuadrados,
perfectos, aun con retazos de diferente
color.
Una cigarra instaló su pito en el patio.
El sol maduró. Pero ella no lo vio agonizar
sobre las begonias.
Sólo levantó la cabeza al anochecer
cuando el coronel volvió a la casa.
Entonces se apretó el cuello con las dos
manos, se desajustó las coyunturas; dijo:
«Tengo el cerebro tieso como un palo».
-Siempre lo has tenido así -dijo el coronel,
pero luego observó el cuerpo de la mujer
enteramente cubierto de retazos de
colores- Pareces un pájaro carpintero.
-Hay que ser medio carpintero para
vestirte -dijo ella. Extendió una camisa
fabricada con género de tres colores
diferentes, salvo el cuello y los puños que
eran del mismo color- En los carnavales te
bastará con quitarte el saco.
La interrumpieron las campanadas de las
seis.
«El ángel del Señor anunció a María», rezó
en voz alta, dirigiéndose con la ropa al
dormitorio.
El coronel conversó con los niños que al
salir de la escuela habían ido a contemplar
el gallo.
Luego recordó que no había maíz para el
día siguiente y entró al dormitorio a pedir
dinero a su mujer.
-Creo que ya no quedan sino cincuenta
centavos -dijo ella.
Guardaba el dinero bajo la estera de la
cama, anudado en la punta de un pañuelo.
Era el producto de la máquina de coser de
Agustín.
Durante nueve meses habían gastado ese
dinero centavo a centavo, repartiéndolo
entre sus propias necesidades y las
necesidades del gallo.
Ahora sólo había dos monedas de a veinte
y una de a diez centavos.
-Compras una libra de maíz -dijo la mujer-
Compras con los vueltos el café de
mañana y cuatro onzas de queso.
-Y un elefante dorado para colgarlo en la
puerta -prosiguió el coronel- Sólo el maíz
cuesta cuarenta y dos.
Pensaron un momento.
«El gallo es un animal y por lo mismo
puede esperar», dijo la mujer inicialmente.
Pero la expresión de su marido la obligó a
reflexionar.
El coronel se sentó en la cama, los codos
apoyados en las rodillas, haciendo sonar
las monedas entre las manos.
«No es por mí», dijo al cabo de un
momento.
«Si de mí dependiera haría esta misma
noche un sancocho de gallo.
Debe ser muy buena una indigestión de
cincuenta pesos.» Hizo una pausa para
destripar un zancudo en el cuello.
Luego siguió a su mujer con la mirada
alrededor del cuarto.
-Lo que me preocupa es que esos pobres
muchachos están ahorrando.
Entonces ella empezó a pensar.
Dio una vuelta completa con la bomba de
insecticida.
El coronel descubrió algo de irreal en su
actitud, como si estuviera convocando
para consultarlos a los espíritus de la casa.
Por último puso la bomba sobre el altarcillo
de litografías y fijó sus ojos color de
almíbar en los ojos color de almíbar del
coronel.
-Compra el maíz -dijo- Ya sabrá Dios cómo
hacemos nosotros para arreglarnos.
«Éste es el milagro de la multiplicación de
los panes», repitió el coronel cada vez que
se sentaron a la mesa en el curso de la
semana siguiente.
Con su asombrosa habilidad para
componer, zurcir y remendar, ella parecía'
haber descubierto la clave para sostener la
economía doméstica en el vacío.
Octubre prolongó la tregua.
La humedad fue sustituida por el sopor.
Reconfortada por el sol de cobre la mujer
destinó tres tardes a su laborioso peinado.
«Ahora empieza la misa cantada», dijo el
coronel la tarde en que ella desenredó las
largas hebras azules con un peine de
dientes separados.
La segunda tarde, sentada en el patio con
una sábana blanca en el regazo, utilizó un
peine más fino para sacar los piojos que
habían proliferado durante la crisis.
Por último se lavó la cabeza con agua de
alhucema, esperó a que secara, y se
enrolló el cabello en la nuca en dos vueltas
sostenidas con una peineta.
El coronel esperó.
De noche, desvelado en la hamaca, sufrió
muchas horas por la suerte del gallo.
Pero el miércoles lo pesaron y estaba en
forma.
Esa misma tarde, cuando los compañeros
de Agustín abandonaron la casa haciendo
cuentas alegres sobre la victoria del gallo,
también el coronel se sintió en forma.
La mujer le cortó el cabello.
«Me has quitado veinte años de encima»,
dijo él, examinándose la cabeza con las
manos.
La mujer pensó que su marido tenía razón.
-Cuando estoy bien soy capaz de resucitar
un muerto -dijo.
Pero su convicción duró muy pocas horas.
Ya no quedaba en la casa nada que
vender, salvo el reloj y el cuadro.
El jueves en la noche, en el último
extremo de los recursos, la mujer
manifestó su inquietud ante la situación.
-No te preocupes -la consoló el coronel-
Mañana viene el correo.
Al día siguiente esperó las lanchas frente
al consultorio del médico.
-El avión es una cosa maravillosa -dijo el
coronel, los ojos apoyados en el saco del
correo- Dicen que puede llegar a Europa
en una noche.
«Así es», dijo el médico, abanicándose con
una revista ilustrada.
El coronel descubrió al administrador
postal en un grupo que esperaba el final
de la maniobra para saltar a la lancha.
Saltó el primero.
Recibió del capitán un sobre lacrado.
Después subió al techo.
El saco del correo estaba amarrado entre
dos tambores de petróleo.
-Pero no deja de tener sus peligros -dijo el
coronel.
Perdió de vista al administrador, pero lo
recobró entre los frascos de colores del
carrito de refrescos- La humanidad no
progresa de balde.
-En la actualidad es más seguro que una
lancha -dijo el médico- A veinte mil pies de
altura se vuela por encima de las
tempestades.
-Veinte mil pies -repitió el coronel,
perplejo, sin concebir la noción de la cifra.
El médico se interesó.
Estiró la revista con las dos manos hasta
lograr una inmovilidad absoluta.
-Hay una estabilidad perfecta -dijo.
Pero el coronel estaba pendiente del
administrador.
Lo vio consumir un refresco de espuma
rosada sosteniendo el vaso con la mano
izquierda.
Sostenía con la derecha el saco del correo.
Además, en el mar hay barcos anclados
en permanente contacto con los aviones
nocturnos -siguió diciendo el médico- Con
tantas precauciones es más seguro que
una lancha.
El coronel lo miró.
-Por supuesto -dijo- Debe ser como las
alfombras.
El administrador se dirigió directamente
hacia ellos.
El coronel retrocedió impulsado por una
ansiedad irresistible tratando de descifrar
el nombre escrito en el sobre lacrado.
El administrador abrió el saco.
Entregó al médico el paquete de los
periódicos.
Luego desgarró el sobre de la
correspondencia privada, verificó la
exactitud de la remesa y leyó en las cartas
los nombres de los destinatarios.
El médico abrió los periódicos.
-Todavía el problema de Suez -dijo,
leyendo los titulares destacados- El
occidente pierde terreno.
El coronel no leyó los titulares.
Hizo un esfuerzo para reaccionar contra su
estómago.
«Desde que hay censura los periódicos no
hablan sino de Europa», dijo.
«Lo mejor será que los europeos se
vengan para acá y que nosotros nos
vayamos para Europa.
Así sabrá todo el mundo lo que pasa en su
respectivo país.»
-Para los europeos América del Sur es un
hombre de bigotes, con una guitarra y un
revólver -dijo el médico, riendo sobre el
periódico- No entienden el problema.
El administrador le entregó la
correspondencia.
Metió el resto en el saco y lo volvió a
cerrar.
El médico se dispuso a leer dos cartas
personales. Pero antes de romper los
sobres miró al coronel.
Luego miró al administrador.
-¿Nada para el coronel? El coronel sintió el
terror.
El administrador se echó el saco al
hombro, bajó el andén y respondió sin
volver la cabeza: -El coronel no tiene
quien le escriba.
Contrariando su costumbre no se dirigió
directamente a la casa.
Tomó café en la sastrería mientras los
compañeros de Agustín hojeaban los
periódicos.
Se sentía defraudado.
Habría preferido permanecer allí hasta el
viernes siguiente para no presentarse esa
noche ante su mujer con las manos vacías.
Pero cuando cerraron la sastrería tuvo que
hacerle frente a la realidad.
La mujer lo esperaba.
-Nada -preguntó.
-Nada -respondió el coronel.
El viernes siguiente volvió a las lanchas.
Y como todos los viernes regresó a su casa
sin la carta esperada.
«Ya hemos cumplido con esperar», le dijo
esa noche su mujer.
«Se necesita tener esa paciencia de buey
que tú tienes para esperar una carta
durante quince años.»
El coronel se metió en la hamaca a leer
los periódicos.
-Hay que esperar el turno -dijo- Nuestro
número es el mil ochocientos veintitrés.
-Desde que estamos esperando, ese
número ha salido dos veces en la lotería -
replicó la mujer.
El coronel leyó, como siempre, desde la
primera página hasta la última, incluso los
avisos.
Pero esta vez no se concentró. Durante la
lectura pensó en su pensión de veterano.
Diecinueve años antes, cuando el congreso
promulgó la ley, se inició un proceso de
justificación que duró ocho años.
Luego necesitó seis años más para hacerse
incluir en el escalafón.
Esa fue la última carta que recibió el
coronel.
Terminó después del toque de queda.
Cuando iba a apagar la lámpara cayó en la
cuenta de que su mujer estaba despierta.
-¿Tienes todavía aquel recorte? La mujer
pensó.
-Sí.
Debe estar con los otros papeles.
Salió del mosquitero y extrajo del armario
un cofre de madera con un paquete de
cartas ordenadas por las fechas y
aseguradas con una cinta elástica.
Localizó un anuncio de una agencia de
abogados que se comprometía a una
gestión activa de las pensiones de guerra.
-Desde que estoy con el tema de que
cambies de abogado ya hubiéramos tenido
tiempo hasta de gastarnos la plata -dijo la
mujer, entregando a su marido el recorte
de periódico- Nada sacamos con que nos la
metan en el cajón como a los indios.
El coronel leyó el recorte fechado dos años
antes.
Lo guardó en el bolsillo de la camisa
colgada detrás de la puerta.
-Lo malo es que para el cambio de
abogado se necesita dinero.
-Nada de eso -decidió la mujer- Se les
escribe diciendo que descuenten lo que
sea de la misma pensión cuando la cobren.
Es la única manera de que se interesen en
el asunto.
Así que el sábado en la tarde el coronel fue
a visitar a su abogado. Lo encontró
tendido a la bartola en una hamaca.
Era un negro monumental sin nada más
que los dos colmillos en la mandíbula
superior.
Metió los pies en unas pantuflas con suelas
de madera y abrió la ventana del despacho
sobre una polvorienta pianola con papeles
embutidos en los espacios de los rollos:
recortes del «Diario Oficial» pegados con
goma en viejos cuadernos de contabilidad
y una colección salteada de los boletines
de la contraloría.
La pianola sin teclas servía al mismo
tiempo de escritorio.
El abogado se sentó en una silla de
resortes.
El coronel expuso su inquietud antes de
revelar el propósito de su visita.
«Yo le advertí que la cosa no era de un día
para el otro», dijo el abogado en una
pausa del coronel.
Estaba aplastado por el calor.
Forzó hacia atrás los resortes de la silla y
se abanicó con un cartón de propaganda.
-Mis agentes me escriben con frecuencia
diciendo que no hay que desesperarse.
-Es lo mismo desde hace quince años -
replicó el coronel- Esto empieza a
parecerse al cuento del gallo capón.
El abogado hizo una descripción muy
gráfica de los vericuetos administrativos.
La silla era demasiado estrecha para sus
nalgas otoñales.
«Hace quince años era más fácil», dijo.
«Entonces existía la asociación municipal
de veteranos compuesta por elementos de
los dos partidos.»
Se llenó los pulmones de un aire
abrasante y pronunció la sentencia como si
acabara de inventarla: -La unión hace la
fuerza.
-En este caso no la hizo -dijo el coronel,
por primera vez dándose cuenta de su
soledad- Todos mis compañeros se
murieron esperando el correo.
El abogado no se alteró.
-La ley fue promulgada demasiado tarde -
dijo- No todos tuvieron la suerte de usted
que fue coronel a los veinte años.
Además, no se incluyó una partida
especial, de manera que el gobierno ha
tenido que hacer remiendos en el
presupuesto.
Siempre la misma historia.
Cada vez que el coronel la escuchaba
padecía un sordo resentimiento.
«Esto no es una limosna», dijo.
«No se trata de hacernos un favor.
Nosotros nos rompimos el cuero para
salvar la república.»
El abogado se abrió de brazos.
-Así es, coronel -dijo- La ingratitud
humana no tiene límites.
También esa historia la conocía el coronel.
Había empezado a escucharla al día
siguiente del tratado de Neerlandia cuando
el gobierno prometió auxilios de viaje e
indemnizaciones a doscientos oficiales de
la revolución.
Acampado en torno a la gigantesca ceiba
de Neerlandia un batallón revolucionario
compuesto en gran parte por adolescentes
fugados de la escuela, esperó durante tres
meses.
Luego regresaron a sus casas por sus
propios medios y allí siguieron esperando.
Casi sesenta años después todavía el
coronel esperaba.
Excitado por los recuerdos asumió una
actitud trascendental.
Apoyó en el hueso del muslo la mano
derecha -puros huesos cosidos con fibras
nerviosas- y murmuró: -Pues yo he
decidido tomar una determinación.
El abogado quedó en suspenso.
-¿Es decir? -Cambio de abogado.
Una pata seguida por varios patitos
amarillos entró al despacho.
El abogado se incorporó para hacerla salir.
«Como usted diga, coronel», dijo,
espantando los animales.
«Será como usted diga.
Si yo pudiera hacer milagros no estaría
viviendo en este corral.»
Puso una verja de madera en la puerta
del patio y regresó a la silla.
-Mi hijo trabajó toda su vida -dijo el
coronel- Mi casa está hipotecada.
La ley de jubilaciones ha sido una pensión
vitalicia para los abogados.
-Para mí no -protestó el abogado- Hasta el
último centavo se ha gastado en
diligencias.
El coronel sufrió con la idea de haber sido
injusto.
-Eso es lo que quise decir -corrigió.
Se secó la frente con la manga de la
camisa
- Con este calor se oxidan las tuercas de la
cabeza.
Un momento después el abogado revolvió
el despacho en busca del poder.
El sol avanzó hacia el centro de la escueta
habitación construida con tablas sin
cepillar.
Después de buscar inútilmente por todas
partes, el abogado se puso a gatas,
bufando, y cogió un rollo de papeles bajo
la pianola.
Aquí está.
Entregó al coronel una hoja de papel
sellado.
«Tengo que escribirles a mis agentes para
que anulen las copias», concluyó.
El coronel sacudió el polvo y se guardó la
hoja en el bolsillo de la camisa.
-Rómpala usted mismo -dijo el abogado.
«No», respondió el coronel.
«Son veinte años de recuerdos.»
Y esperó a que el abogado siguiera
buscando. Pero no lo hizo. Fue hasta la
hamaca a secarse el sudor.
Desde allí miró al coronel a través de una
atmósfera reverberante.
-También necesito los documentos -dijo el
coronel.
-Cuáles.
-La justificación.
El abogado se abrió de brazos.
-Eso sí que será imposible, coronel.
El coronel se alarmó.
Como tesorero de la revolución en la
circunscripción de Macondo había realizado
un penoso viaje de seis días con los fondos
de la guerra civil en dos baúles amarrados
al lomo de una muía.
Llegó al campamento de Neerlandia
arrastrando la muía muerta de hambre
media hora antes de que se firmara el
tratado.
El coronel Aureliano Buendía -intendente
general de las fuerzas revolucionarias en el
litoral Atlántico- extendió el recibo de los
fondos e incluyó los dos baúles en el
inventario de la rendición.
-Son documentos de un valor incalculable -
dijo el coronel- Hay un recibo escrito de su
puño y letra del coronel Aureliano Buendía.
-De acuerdo -dijo el abogado- Pero esos
documentos han pasado por miles y miles
de manos en miles y miles de oficinas
hasta llegar a quién sabe qué
departamentos del ministerio de guerra.
-Unos documentos de esa índole no
pueden pasar inadvertidos para ningún
funcionario -dijo el coronel.
-Pero en los últimos quince años han
cambiado muchas veces los funcionarios -
precisó el abogado- Piense usted que ha
habido siete presidentes y que cada
presidente cambió por lo menos diez veces
su gabinete y que cada ministro cambió
sus empleados por lo menos cien veces.
-Pero nadie pudo llevarse los documentos
para su casa -dijo el coronel- Cada nuevo
funcionario debió encontrarlos en su sitio.
El abogado se desesperó.
-Además, si esos papeles salen ahora del
ministerio tendrán que someterse a un
nuevo turno para el escalafón.
-No importa -dijo el coronel.
-Será cuestión de siglos.
-No importa.
El que espera lo mucho espera lo poco.
Llevó a la mesita de la sala un bloc de
papel rayado, la pluma, el tintero y una
hoja de papel secante, y dejó abierta la
puerta del cuarto por si tenia que consultar
algo con su mujer.
Ella rezó el rosario.
-¿A cómo estamos hoy?
-27 de octubre.
Escribió con una compostura aplicada,
puesta la mano con la pluma en la hoja de
papel secante, recta la columna vertebral
para favorecer la respiración, como le
enseñaron en la escuela.
El calor se hizo insoportable en la sala
cerrada.
Una gota de sudor cayó en la carta.
El coronel la recogió en el papel secante.
Después trató de raspar las palabras
disueltas, pero hizo un borrón.
No se desesperó.
Escribió una llamada y anotó al margen:
«derechos adquiridos».
Luego leyó todo el párrafo.
-¿Qué día me incluyeron en el escalafón?
La mujer no interrumpió la oración para
pensar.
-12 de agosto de 1949.
Un momento después empezó a llover.
El coronel llenó una hoja de garabatos
grandes, un poco infantiles, los mismos
que le enseñaron en la escuela pública de
Manaure.
Luego una segunda hoja hasta la mitad, y
firmó.
Leyó la carta a su mujer.
Ella aprobó cada frase con la cabeza.
Cuando terminó la lectura el coronel cerró
el sobre y apagó la lámpara.
-Puedes decirle a alguien que te la saque a
máquina.
-No -respondió el coronel- Ya estoy
cansado de andar pidiendo favores.
Durante media hora sintió la lluvia contra
las palmas del techo.
El pueblo se hundió en el diluvio.
Después del toque de queda empezó la
gota en algún lugar de la casa.
-Esto se ha debido hacer desde hace
mucho tiempo -dijo la mujer- Siempre es
mejor entenderse directamente.
-Nunca es demasiado tarde -dijo el
coronel, pendiente de la gotera- Puede ser
que todo esté resuelto cuando se cumpla
la hipoteca de la casa.
-Faltan dos años -dijo la mujer.
Él encendió la lámpara para localizar la
gotera en la sala. Puso debajo el tarro del
gallo y regresó al dormitorio perseguido
por el ruido metálico del agua en la lata
vacía.
-Es posible que por el interés de ganarse la
plata lo resuelvan antes de enero -dijo, y
se convenció a sí mismo- Para entonces
Agustín habrá cumplido su año y podremos
ir al cine.
Ella rió en voz baja.
«Ya ni siquiera me acuerdo de los
monicongos», dijo.
El coronel trató de verla a través del
mosquitero.
-¿Cuándo fuiste al cine por última vez? -En
1931 -dijo ella- Daban «La voluntad del
muerto».
-¿Hubo puños?
-No se supo nunca.
El aguacero se desgajó cuando el fantasma
trataba de robarle el collar a la muchacha.
Los durmió el rumor de la lluvia.
El coronel sintió un ligero malestar en los
intestinos.
Pero no se alarmó.
Estaba a punto de sobrevivir a un nuevo
octubre.
Se envolvió en una manta de lana y por un
momento percibió la pedregosa respiración
de la mujer -remota- navegando en otro
sueño.
Entonces habló, perfectamente consciente.
La mujer despertó.
-¿Con quién hablas?
-Con nadie -dijo el coronel- Estaba
pensando que en la reunión de Macondo
tuvimos razón cuando le dijimos al coronel
Aureliano Buendía que no se rindiera.
Eso fue lo que echó a perder el mundo.
Llovió toda la semana.
El dos de noviembre -contra la voluntad
del coronel-, la mujer llevó flores a la
tumba de Agustín.
Volvió del cementerio con una nueva crisis.
Fue una semana dura.
Más dura que las cuatro semanas de
octubre a las cuales el coronel no creyó
sobrevivir.
El médico estuvo a ver a la enferma y salió
de la pieza gritando: «Con un asma como
ésa yo estaría preparado para enterrar a
todo el pueblo».
Pero habló a solas con el coronel y
prescribió un régimen especial.
También el coronel sufrió una recaída.
Agonizó muchas horas en el excusado,
sudando hielo, sintiendo que se pudría y
se caía a pedazos la flora de sus visceras.
«Es el invierno», se repitió sin
desesperarse.
«Todo será distinto cuando acabe de
llover.»
Y lo creyó realmente, seguro de estar vivo
en el momento en que llegara la carta.
A él le correspondió esta vez remendar la
economía doméstica.
Tuvo que apretar los dientes muchas veces
para solicitar crédito en las tiendas
vecinas.
«Es hasta la semana entrante», decía, sin
estar seguro él mismo de que era cierto.
«Es una platita que ha debido llegarme
desde el viernes.»
Cuando surgió de la crisis la mujer lo
reconoció con estupor.
-Estás en el hueso pelado -dijo.
-Me estoy cuidando para venderme -dijo el
coronel- Ya estoy encargado por una
fábrica de clarinetes.
Pero en realidad estaba apenas sostenido
por la esperanza de la carta.
Agotado, los huesos molidos por la vigilia,
no pudo ocuparse al mismo tiempo de sus
necesidades y del gallo.
En la segunda quincena de noviembre
creyó que el animal se moriría después de
dos días sin maíz.
Entonces se acordó de un puñado de
habichuelas que había colgado en julio
sobre la hornilla.
Abrió las vainas y puso al gallo un tarro de
semillas secas.
-Ven acá -dijo.
-Un momento -respondió el coronel,
observando la reacción del gallo- A buena
hambre no hay mal pan.
Encontró a su esposa tratando de
incorporarse en la cama.
El cuerpo estragado exhalaba un vaho de
hierbas medicinales.
Ella pronunció las palabras, una a una, con
una precisión calculada: -Sales
inmediatamente de ese gallo.
El coronel había previsto aquel momento.
Lo esperaba desde la tarde en que
acribillaron a su hijo y él decidió conservar
el gallo.
Había tenido tiempo de pensar.
-Ya no vale la pena -dijo- Dentro de tres
meses será la pelea y entonces podremos
venderlo a mejor precio.
-No es cuestión de plata -dijo la mujer-
Cuando vengan los muchachos les dices
que se lo lleven y hagan con él lo que les
dé la gana.
-Es por Agustín -dijo el coronel con un
argumento previsto- Imagínate la cara con
que hubiera venido a comunicarnos la
victoria del gallo.
La mujer pensó efectivamente en su hijo.
«Esos malditos gallos fueron su perdición»,
gritó. «Si el tres de enero se hubiera quedado en
la casa no lo hubiera sorprendido la mala
hora.»
Dirigió hacia la puerta un índice escuálido
y exclamó: -Me parece que lo estuviera
viendo cuando salió con el gallo debajo del
brazo.
Le advertí que no fuera a buscar una mala
hora en la gallera y él me mostró los
dientes y me dijo: «Cállate, que esta tarde
nos vamos a podrir de plata».
Cayó extenuada.
El coronel la empujó suavemente hacia la
almohada.
Sus ojos tropezaron con otros ojos
exactamente iguales a los suyos.
«Trata de no moverte», dijo, sintiendo los
silbidos dentro de sus propios pulmones.
La mujer cayó en un sopor momentáneo.
Cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos su respiración
parecía más reposada.
-Es por la situación en que estamos -dijo-
Es pecado quitarnos el pan de la boca para
echárselo a un gallo.
El coronel le secó la frente con la sábana.
-Nadie se muere en tres meses.
-Y mientras tanto qué comemos -preguntó
la mujer.
-No sé -dijo el coronel- Pero si nos
fuéramos a morir de hambre ya nos
hubiéramos muerto.
El gallo estaba perfectamente vivo frente
al tarro vacío.
Cuando vio al coronel emitió un monólogo
gutural, casi humano, y echó la cabeza
hacia atrás.
Él le hizo una sonrisa de complicidad: -La
vida es dura, camarada.
Salió a la calle.
Vagó por el pueblo en siesta, sin pensar en
nada, ni siquiera tratando de convencerse
de que su problema no tenía solución.
Anduvo por calles olvidadas hasta cuando
se encontró agotado.
Entonces volvió a casa.
La mujer lo sintió entrar y lo llamó al
cuarto.
-¿Qué?
Ella respondió sin mirarlo.
-Que podemos vender el reloj.
El coronel había pensado en eso.
«Estoy segura de que Alvaro te da
cuarenta pesos enseguida», dijo la mujer.
«Fíjate la facilidad con que compró la
máquina de coser.»
Se refería al sastre para quien trabajó
Agustín.
-Se le puede hablar por la mañana -
admitió el coronel.
-Nada de hablar por la mañana -precisó
ella- Le llevas ahora mismo el reloj, se lo
pones en la mesa y le dices: «Alvaro, aquí
le traigo este reloj para que me lo
compre».
Él entenderá enseguida.
El coronel se sintió desgraciado.
-Es como andar cargando el santo sepulcro
-protestó- Si me ven por la calle con
semejante escaparate me sacan en una
canción de Rafael Escalona.
Pero también esta vez su mujer lo
convenció.
Ella misma descolgó el reloj, lo envolvió en
periódicos y se lo puso entre las manos.
«Aquí no vuelves sin los cuarenta pesos»,
dijo.
El coronel se dirigió a la sastrería con el
envoltorio bajo el brazo.
Encontró a los compañeros de Agustín
sentados a la puerta.
Uno de ellos le ofreció un asiento.
Al coronel se le embrollaban las ideas.
«Gracias», dijo.
«Voy de paso.»
Alvaro salió de la sastrería. En un alambre
tendido entre dos horcones del corredor
colgó una pieza de dril mojada.
Era un muchacho de formas duras,
angulosas, y ojos alucinados.
También él lo invitó a sentarse.
El coronel se sintió reconfortado.
Recostó el taburete contra el marco de la
puerta y se sentó a esperar que Alvaro
quedara solo para proponerle el negocio.
De pronto se dio cuenta de que estaba
rodeado de rostros herméticos.
-No interrumpo -dijo.
Ellos protestaron.
Uno se inclinó hacia él.
Dijo, con una voz apenas perceptible: -
Escribió Agustín.
El coronel observó la calle desierta.
-¿Qué dice? -Lo mismo de siempre.
Le dieron la hoja clandestina.
El coronel la guardó en el bolsillo del
pantalón.
Luego permaneció en silencio
tamborileando sobre el envoltorio hasta
cuando se dio cuenta de que alguien lo
había advertido.
Quedó en suspenso.
-¿Qué lleva ahí, coronel? El coronel eludió
los penetrantes ojos verdes de Germán.
-Nada -mintió- Que le llevo el reloj al
alemán para que me lo componga.
«No sea bobo, coronel», dijo Germán,
tratando de apoderarse del envoltorio.
«Espérese y lo examino.»
Él resistió.
No dijo nada pero sus párpados se
volvieron cárdenos.
Los otros insistieron.
-Déjelo, coronel.
Él sabe de mecánica.
-Es que no quiero molestarlo.
-Qué molestarlo ni qué molestarlo -discutió
Germán. Cogió el reloj
- El alemán le arranca diez pesos y se lo
deja lo mismo.
Entró a la sastrería con el reloj. Alvaro
cosía a máquina.
En el fondo, bajo una guitarra colgada de
un clavo, una muchacha pegaba botones.
Había un letrero clavado sobre la guitarra:
«Prohibido hablar de política».
El coronel sintió que le sobraba el cuerpo.
Apoyó los pies en el travesano del
taburete.
-Mierda, coronel.
Se sobresaltó.
«Sin malas palabras», dijo.
Alfonso se ajustó los anteojos a la nariz
para examinar mejor los botines del
coronel.
-Es por los zapatos -dijo- Está usted
estrenando unos zapatos del carajo.
-Pero se puede decir sin malas palabras -
dijo el coronel, y mostró las suelas de sus
botines de charol- Estos monstruos tienen
cuarenta años y es la primera vez que
oyen una mala palabra.
«Ya está», gritó Germán adentro, al
tiempo con la campana del reloj.
En la casa vecina una mujer golpeó la
pared divisoria; gritó: -Dejen esa guitarra
que todavía Agustín no tiene un año.
Estalló una carcajada.
-Es un reloj.
Germán salió con el envoltorio.
-No era nada -dijo- Si quiere lo acompaño
a la casa para ponerlo a nivel.
El coronel rehusó el ofrecimiento.
-¿Cuánto te debo? -No se preocupe,
coronel -respondió Germán ocupando su
sitio en el grupo- En enero paga el gallo.
El coronel encontró entonces una ocasión
perseguida.
-Te propongo una cosa -dijo.
-¿Qué? -Te regalo el gallo -examinó los
rostros en contorno- Les regalo el gallo a
todos ustedes.
Germán lo miró perplejo.
«Ya yo estoy muy viejo para eso», siguió
diciendo el coronel.
Imprimió a su voz una severidad
convincente.
«Es demasiada responsabilidad para mí.
Desde hace días tengo la impresión de que
ese animal se está muriendo.»
-No se preocupe, coronel -dijo Alfonso- Lo
que pasa es que en esta época el gallo
está emplumando. Tiene fiebre en los
cañones.
-El mes entrante estará bien -confirmó
Germán.
-De todos modos no lo quiero -dijo el
coronel.
Germán lo penetró con sus pupilas.
-Dése cuenta de las cosas, coronel -
insistió- Lo importante es que sea usted
quien ponga en la gallera el gallo de
Agustín.
El coronel lo pensó.
«Me doy cuenta», dijo.
«Por eso lo he tenido hasta ahora.»
Apretó los dientes y se sintió con fuerzas
para avanzar: -Lo malo es que todavía
faltan tres meses.
Germán fue quien comprendió.
-Si no es nada más que por eso no hay
problema -dijo.
Y propuso su fórmula. Los otros aceptaron.
Al anochecer, cuando entró a la casa con
el envoltorio bajo el brazo, su mujer sufrió
una desilusión.
-Nada -preguntó.
-Nada -respondió el coronel- Pero ahora no
importa.
Los muchachos se encargarán de alimentar
al gallo.
-Espérese y le presto un paraguas,
compadre.
Don Sabas abrió un armario empotrado en
el muro de la oficina.
Descubrió un interior confuso, con bo- tas
de montar apelotonadas, estribos y
correas y un cubo de aluminio lleno de
espuelas de caballero.
Colgados en la parte superior, media
docena de paraguas y una sombrilla de
mujer. El coronel pensó en los destrozos
de una catástrofe.
«Gracias, compadre», dijo acodado en la
ventana.
«Prefiero esperar a que escampe.»
Don Sabas no cerró el armario.
Se instaló en el escritorio dentro de la
órbita del ventilador eléctrico. Luego
extrajo de la gaveta una jeringuilla
hipodérmica envuelta en algodones.
El coronel contempló los almendros
plomizos a través de la lluvia.
Era una tarde desierta.
-La lluvia es distinta desde esta ventana -
dijo- Es como si estuviera lloviendo en otro
pueblo.
-La lluvia es la lluvia desde cualquier parte
-replicó don Sabas.
Puso a hervir la jeringuilla sobre la
cubierta de vidrio del escritorio- Este es un
pueblo de mierda.
El coronel se encogió de hombros. Caminó
hacia el interior de la oficina: un salón de
baldosas verdes con muebles forrados en
telas de colores vivos.
Al fondo, amontonados en desorden, sacos
de sal, pellejos de miel y sillas de montar.
Don Sabas lo siguió con una mirada
completamente vacía.
-Yo en su lugar no pensaría lo mismo -dijo
el coronel.
Se sentó con las piernas cruzadas, fija la
mirada tranquila en el hombre inclinado
sobre el escritorio. Un hombre pequeño,
voluminoso pero de carnes flaccidas, con
una tristeza de sapo en los ojos.
-Hágase ver del médico, compadre -dijo
don Sabas- Usted está un poco fúnebre
desde el día del entierro.
El coronel levantó la cabeza.
-Estoy perfectamente bien -dijo.
Don Sabas esperó a que hirviera la
jeringuilla.
«Si yo pudiera decir lo mismo» se
lamentó.
«Dichoso usted que puede comerse un
estribo de cobre.»
Contempló el peludo envés de sus manos
salpicadas de lunares pardos.
Usaba una sortija de piedra negra sobre el
anillo de matrimonio.
-Así es -admitió el coronel.
Don Sabas llamó a su esposa a través de
la puerta que comunicaba la oficina con el
resto de la casa.
Luego inició una adolorida explicación de
su régimen alimenticio.
Extrajo un frasquito del bolsillo de la
camisa y puso sobre el escritorio una
pastilla blanca del tamaño de un grano de
habichuela.
-Es un martirio andar con esto por todas
partes -dijo- Es como cargar la muerte en
el bolsillo.
El coronel se acercó al escritorio. Examinó
la pastilla en la palma de la mano hasta
cuando don Sabas lo invitó a saborearla.
-Es para endulzar el café -le explicó- Es
azúcar, pero sin azúcar.
-Por supuesto -dijo el coronel, la saliva
impregnada de una dulzura triste- Es algo
así como repicar pero sin campanas.
Don Sabas se acodó al escritorio con el
rostro entre las manos después de que su
mujer le aplicó la inyección.
El coronel no supo qué hacer con su
cuerpo.
La mujer desconectó el ventilador
eléctrico, lo puso sobre la caja blindada y
luego se dirigió al armario.
-El paraguas tiene algo que ver con la
muerte -dijo.
El coronel no le puso atención.
Había salido de su casa a las cuatro con el
propósito de esperar el correo, pero la
lluvia lo obligó a refugiarse en la oficina de
don Sabas.
Aún llovía cuando pitaron las lanchas.
«Todo el mundo dice que la muerte es una
mujer», siguió diciendo la mujer.
Era corpulenta, más alta que su marido, y
con una verruga pilosa en el labio superior.
Su manera de hablar recordaba el zumbido
del ventilador eléctrico. «Pero a mí no me
parece que sea una mujer», dijo. Cerró el
armario y se volvió a consultar la mirada
del coronel: -Yo creo que es un animal con
pezuñas.
-Es posible -admitió el coronel- A veces
suceden cosas muy extrañas.
Pensó en el administrador de correos
saltando a la lancha con un impermeable
de hule.
Había transcurrido un mes desde cuando
cambió de abogado. Tenía derecho a
esperar una respuesta.
La mujer de don Sabas siguió hablando de
la muerte hasta cuando advirtió la
expresión absorta del coronel.
-Compadre -dijo- Usted debe tener una
preocupación.
El coronel recuperó su cuerpo.
-Así es, comadre -mintió- Estoy pensando
que ya son las cinco y no se le ha puesto
la inyección al gallo.
Ella quedó perpleja.
-Una inyección para un gallo como si fuera
un ser humano -gritó- Eso es un sacrilegio.
Don Sabas no soportó más.
Levantó el rostro congestionado.
-Cierra la boca un minuto-ordenó a su
mujer.
Ella se llevó efectivamente las manos a la
boca- Tienes media hora de estar
molestando a mi compadre con tus
tonterías.
-De ninguna manera -protestó el coronel.
La mujer dio un portazo.
Don Sabas se secó el cuello con un
pañuelo impregnado de lavanda.
El coronel se acercó a la ventana.
Llovía implacablemente.
Una gallina de largas patas amarillas
atravesaba la plaza desierta.
-¿Es cierto que están inyectando al gallo? -
Es cierto -dijo el coronel- Los
entrenamientos empiezan la semana
entrante.
, -Es una temeridad -dijo don Sabas-
Usted no está para esas cosas.
-De acuerdo -dijo el coronel- Pero ésa no
es una razón para torcerle el pescuezo.
«Es una terquedad idiota», dijo don Sabas
dirigiéndose a la ventana.
El coronel percibió una respiración de
fuelle.
Los ojos de su compadre le producían
piedad.
-Siga mi consejo, compadre -dijo don
Sabas- Venda ese gallo antes que sea
demasiado tarde.
-Nunca es demasiado tarde para nada -
dijo el coronel.
-No sea irrazonable -insistió don Sabas- Es
un negocio de dos filos. Por un lado se
quita de encima ese dolor de cabeza y por
el otro se mete novecientos pesos en el
bolsillo.
-Novecientos pesos -exclamó el coronel.
-Novecientos pesos.
El coronel concibió la cifra.
-¿Usted cree que darán ese dineral por el
gallo? -No es que lo crea -respondió don
Sabas- Es que estoy absolutamente
seguro.
Era la cifra más alta que el coronel había
tenido en su cabeza después de que
restituyó los fondos de la revolución.
Cuando salió de la oficina de don Sabas
sentía una fuerte torcedura en las tripas,
pero tenía conciencia de que esta vez no
era a causa del tiempo.
En la oficina de correos se dirigió
directamente, al administrador: -Estoy
esperando una carta urgente -dijo- Es por
avión.
El administrador buscó en las casillas
clasificadas. Cuando acabó de leer repuso
las cartas en la letra correspondiente pero
no dijo nada.
Se sacudió la palma de las manos y dirigió
al coronel una mirada significativa.
-Tenía que llegarme hoy con seguridad -
dijo el coronel.
El administrador se encogió de hombros.
-Lo único que llega con seguridad es la
muerte, coronel.
Su esposa lo recibió con un plato de
mazamorra de maíz.
Él la comió en silencio con largas pausas
para pensar entre cada cucharada.
Sentada frente a él la mujer advirtió que
algo había cambiado en la casa.
-Qué te pasa -preguntó.
-Estoy pensando en el empleado de quien
depende la pensión -mintió el coronel-
Dentro de cincuenta años nosotros
estaremos tranquilos bajo tierra mientras
ese pobre hombre agonizará todos los
viernes esperando su jubilación.
«Mal síntoma», dijo la mujer.
«Eso quiere decir que ya empiezas a
resignarte.»
Siguió con su mazamorra. Pero un
momento después se dio cuenta de que su
marido continuaba ausente.
-Ahora lo que debes hacer es aprovechar
la mazamorra.
-Está muy buena -dijo el coronel- ¿De
dónde salió?
-Del gallo -respondió la mujer- Los
muchachos le han traído tanto maíz, que
decidió compartirlo con nosotros.
Así es la vida.
-Así es -suspiró el coronel- La vida es la
cosa mejor que se ha inventado.
Miró al gallo, amarrado en el soporte de la
hornilla y esta vez le pareció un animal
diferente.
También la mujer lo miró.
-Esta tarde tuve que sacar a los niños con
un palo -dijo- Trajeron una gallina vieja
para enrazarla con el gallo.
-No es la primera vez -dijo el coronel- Es
lo mismo que hacían en los pueblos con el
coronel Aureliano Buendía. Le llevaban
muchachitas para enrazar.
Ella celebró la ocurrencia.
El gallo produjo un sonido gutural que
llegó hasta el corredor como una sorda
conversación humana.
«A veces pienso que ese animal va a
hablar», dijo la mujer.
El coronel volvió a mirarlo.
-Es un gallo contante y sonante -dijo.
Hizo cálculos mientras sorbía una
cucharada de mazamorra- Nos dará para
comer tres años.
-La ilusión no se come -dijo ella.
-No se come, pero alimenta -replicó el
coronel- Es algo así como las pastillas
milagrosas de mi compadre Sabas.
Durmió mal esa noche tratando de borrar
cifras en su cabeza.
Al día siguiente al almuerzo la mujer sirvió
dos platos de mazamorra y consumió el
suyo con la cabeza baja, sin pronunciar
una palabra. El coronel se sintió
contagiado de un humor sombrío.
-Qué te pasa.
-Nada -dijo la mujer.
Él tuvo la impresión de que esta vez le
había correspondido a ella el turno de
mentir.
Trató de consolarla. Pero la mujer insistió.
-No es nada raro -dijo- Estoy pensando
que el muerto va a tener dos meses y
todavía no he dado el pésame.
Así que fue a darlo esa noche.
El coronel la acompañó a la casa del
muerto y luego se dirigió al salón de cine
atraído por la música de los altavoces.
Sentado a la puerta de su despacho el
padre Ángel vigilaba el ingreso para saber
quiénes asistían al espectáculo a pesar de
sus doce advertencias.
Los chorros de luz, la música estridente y
los gritos de los niños oponían una
resistencia física en el sector.
Uno de los niños amenazó al coronel con
una escopeta de palo.
-Qué hay del gallo, coronel -dijo con voz
autoritaria.
El coronel levantó las manos.
-Ahí está el gallo.
Un cartel a cuatro tintas ocupaba
enteramente la fachada del salón: «Virgen
de medianoche».
Era una mujer en traje de baile con una
pierna descubierta hasta el muslo.
El coronel siguió vagando por los
alrededores hasta cuando estallaron
truenos y relámpagos remotos.
Entonces volvió por su mujer.
No estaba en la casa del muerto.
Tampoco en la suya.
El coronel calculó que faltaba muy poco
para el toque de queda, pero el reloj
estaba parado.
Esperó, sintiendo avanzar la tempestad
hacia el pueblo.
Se disponía a salir de nuevo cuando su
mujer entró a la casa.
Llevó el gallo al dormitorio.
Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua
en la sala en el momento en que el coronel
terminaba de dar cuerda al reloj y
esperaba el toque de queda para poner la
hora.
-¿Dónde estabas? -preguntó el coronel.
«Por ahí», respondió la mujer.
Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su
marido y volvió al dormitorio.
«Nadie creía que fuera a llover tan
temprano.»
El coronel no hizo ningún comentario.
Cuando sonó el toque de queda puso el
reloj en las once, cerró el vidrio y colocó la
silla en su puesto.
Encontró a su mujer rezando el rosario.
-No me has contestado una pregunta -dijo
el coronel.
-Cuál.
-¿Dónde estabas?
-Me quedé hablando por ahí -dijo ella-
Hacía tanto tiempo que no salía a la calle.
El coronel colgó la hamaca.
Cerró la casa y fumigó la habitación.
Luego puso la lámpara en el suelo y se
acostó.
-Te comprendo -dijo tristemente- Lo peor
de la mala situación es que lo obliga a uno
a decir mentiras.
Ella exhaló un largo suspiro.
-Estaba donde el padre Ángel -dijo- Fui a
solicitarle un préstamo sobre los anillos de
matrimonio.
-¿Y qué te dijo?
-Que es pecado negociar con las cosas
sagradas.
Siguió hablando desde el mosquitero.
«Hace dos días traté de vender el reloj»,
dijo.
«A nadie le interesa porque están
vendiendo a plazos unos relojes modernos
con números luminosos.
Se puede ver la hora en la oscuridad.»
El coronel comprobó que cuarenta años de
vida común, de hambre común, de
sufrimientos comunes, no le habían
bastado para conocer a su esposa.
Sintió que algo había envejecido también
en el amor.
-Tampoco quieren el cuadro -dijo ella- Casi
todo el mundo tiene el mismo.
Estuve hasta donde los turcos.
El coronel se encontró amargo.
-De manera que ahora todo el mundo sabe
que nos estamos muriendo de hambre.
-Estoy cansada -dijo la mujer- Los
hombres no se dan cuenta de los
problemas de la casa.
Varias veces he puesto a hervir piedras
para que los vecinos no sepan que
tenemos muchos días de no poner la olla.
El coronel se sintió ofendido.
-Eso es una verdadera humillación -dijo.
La mujer abandonó el mosquitero y se
dirigió a la hamaca.
«Estoy dispuesta a acabar con los remilgos
y las contemplaciones en esta casa», dijo.
Su voz empezó a oscurecerse de cólera.
«Estoy hasta la coronilla de resignación y
dignidad.»
El coronel no movió un músculo.
-Veinte años esperando los pajaritos de
colores que te prometieron después de
cada elección y de todo eso nos queda un
hijo -prosiguió ella- Nada más que un hijo
muerto.
El coronel estaba acostumbrado a esa
clase de recriminaciones.
-Cumplimos con nuestro deber -dijo.
Y ellos cumplieron con ganarse mil pesos
mensuales en el senado durante veinte
años -replicó la mujer- Ahí tienes a mi
compadre Sabas con una casa de dos pisos
que no le alcanza para meter la plata, un
hombre que llegó al pueblo vendiendo
medicinas con una culebra enrollada en el
pescuezo.
-Pero se está muriendo de diabetes -dijo el
coronel.
-Y tú te estás muriendo de hambre -dijo la
mujer- Para que te convenzas que la
dignidad no se come.
La interrumpió el relámpago.
El trueno se despedazó en la calle, entró al
dormitorio y pasó rodando por debajo de
la cama como un tropel de piedras.
La mujer saltó hacia el mosquitero en
busca del rosario.
El coronel sonrió.
-Esto te pasa por no frenar la lengua --
dijo- Siempre te he dicho que Dios es mi
copartidario.
Pero en realidad se sentía amargado.
Un momento después apagó la lámpara y
se hundió a pensar en una oscuridad
cuarteada por los relámpagos.
Se acordó de Macondo.
El coronel esperó diez años a que se
cumplieran las promesas de Neerlandia.
En el sopor de la siesta vio llegar un tren
amarillo y polvoriento con hombres y
mujeres y animales asfixiándose de calor,
amontonados hasta en el techo de los
vagones.
Era la fiebre del banano.
En veinticuatro horas transformaron el
pueblo.
«Me voy», dijo entonces el coronel.
«El olor del banano me descompone los
intestinos.»
Y abandonó a Macondo en el tren de
regreso, el miércoles veintisiete de junio
de mil novecientos seis a las dos y
dieciocho minutos de la tarde.
Necesitó medio siglo para darse cuenta de
que no había tenido un minuto de sosiego
después de la rendición de Neerlandia.
Abrió los ojos.
-Entonces no hay que pensarlo más -dijo.
-Qué.
-La cuestión del gallo -dijo el coronel-
Mañana mismo se lo vendo a mi compadre
Sabas por novecientos pesos.
A través de la ventana penetraron a la
oficina los gemidos de los animales
castrados revueltos con los gritos de don
Sabas.
«Si no viene dentro de diez minutos, me
voy», se prometió el coronel, después de
dos horas de espera.
Pero esperó veinte minutos más.
Se disponía a salir cuando don Sabas entró
a la oficina seguido por un grupo de
peones.
Pasó varias veces frente al coronel sin
mirarlo.
Sólo lo descubrió cuando salieron los
peones.
-¿Usted me está esperando, compadre?
-Sí, compadre -dijo el coronel- Pero si está
muy ocupado puedo venir más tarde.
Don Sabas no lo escuchó desde el otro
lado de la puerta.
-Vuelvo enseguida -dijo.
Era un mediodía ardiente.
La oficina resplandecía con la
reverberación de la calle.
Embotado por el calor, el coronel cerró los
ojos involuntariamente y en seguida
empezó a soñar con su mujer.
La esposa de don Sabas entró de puntillas.
-No despierte, compadre -dijo- Voy a
cerrar las persianas porque esta oficina es
un infierno.
El coronel la persiguió con una mirada
completamente inconsciente.
Ella le habló en la penumbra cuando cerró
la ventana.
-¿Usted sueña con frecuencia?
-A veces -respondió el coronel,
avergonzado de haber dormido- Casi
siempre sueño que me enredo en
telarañas.
-Yo tengo pesadillas todas las noches -dijo
la mujer- Ahora se me ha dado por saber
quién es esa gente desconocida que uno
se encuentra en los sueños.
Conectó el ventilador eléctrico.
«La semana pasada se me apareció una
mujer en la cabecera de la cama», dijo.
«Tuve el valor de preguntarle quién era y
ella me contestó: Soy la mujer que murió
hace doce años en este cuarto.»
-La casa fue construida hace apenas dos
años -dijo el coronel.
-Así es -dijo la mujer- Eso quiere decir que
hasta los muertos se equivocan.
El zumbido del ventilador eléctrico
consolidó la penumbra.
El coronel se sintió impaciente,
atormentado por el sopor y por la
bordoneante mujer que pasó directamente
de los sueños al misterio de la
reencarnación.
Esperaba una pausa para despedirse
cuando don Sabas entró a la oficina con su
capataz.
-Te he calentado la sopa cuatro veces -dijo
la mujer.
-Si quieres caliéntala diez veces -dijo don
Sabas- Pero ahora no me friegues la
paciencia.
Abrió la caja de caudales y entregó a su
capataz un rollo de billetes junto con una
serie de instrucciones.
El capataz descorrió las persianas para
contar el dinero.
Don Sabas vio al coronel en el fondo de la
oficina pero no reveló ninguna reacción.
Siguió conversando con el capataz.
El coronel se incorporó en el momento en
que los dos hombres se disponían a
abandonar de nuevo la oficina.
Don Sabas se detuvo antes de abrir la
puerta.
-¿Qué es lo que se le ofrece, compadre?
El coronel comprobó que el capataz lo
miraba.
-Nada, compadre --dijo- Que quisiera
hablar con usted.
-Lo que sea dígamelo en seguida -dijo don
Sabas- No puedo perder un minuto.
Permaneció en suspenso con la mano
apoyada en el pomo de la puerta.
El coronel sintió pasar los cinco segundos
más largos de su vida.
Apretó los dientes.
-Es para la cuestión del gallo -murmuró.
Entonces don Sabas acabó de abrir la
puerta.
«La cuestión del gallo», repitió sonriendo,
y empujó al capataz hacia el corredor.
«El mundo cayéndose y mi compadre
pendiente de ese gallo.»
Y luego, dirigiéndose al coronel: -Muy
bien, compadre.
Vuelvo enseguida.
El coronel permaneció inmóvil en el centro
de la oficina hasta cuando acabó de oir las
pisadas de los dos hombres en el extremo
del corredor.
Después salió a caminar por el pueblo
paralizado en la siesta dominical.
No había nadie en la sastrería.
El consultorio del médico estaba cerrado.
Nadie vigilaba la mercancía expuesta en
los almacenes de los sirios.
El río era una lámina de acero.
Un hombre dormía en el puerto sobre
cuatro tambores de petróleo, el rostro
protegido del sol por un sombrero.
El coronel se dirigió a su casa con la
certidumbre de ser la única cosa móvil en
el pueblo.
La mujer lo esperaba con un almuerzo
completo.
-Hice un fiado con la promesa de pagar
mañana temprano -explicó.
Durante el almuerzo el coronel le contó los
incidentes de las tres últimas horas.
Ella lo escuchó impaciente.
-Lo que pasa es que a ti te falta carácter --
dijo luego- Te presentas como si fueras a
pedir una limosna cuando debías llegar con
la cabeza levantada y llamar aparte a mi
compadre y decirle: «Compadre, he
decidido venderle el gallo».
-Así la vida es un soplo -dijo el coronel.
Ella asumió una actitud enérgica.
Esa mañana había puesto la casa en orden
y estaba vestida de una manera insólita,
con los viejos zapatos de su marido, un
delantal de hule y un trapo amarrado en la
cabeza con dos nudos en las orejas.
«No tienes el menor sentido de los
negocios», dijo.
«Cuando se va a vender una cosa hay que
poner la misma cara con que se va a
comprar.»
El coronel descubrió algo divertido en su
figura.
-Quédate así corno estás -la interrumpió
sonriendo- Eres idéntica al hombrecito de
la avena Quaker.
Ella se quitó el trapo de la cabeza.
-Te estoy hablando en serio -dijo- Ahora
mismo llevo el gallo a mi compadre y te
apuesto lo que quieras que regreso dentro
de media hora con los novecientos pesos.
-Se te subieron los ceros a la cabeza --dijo
el coronel- Ya empiezas a jugar la plata del
gallo.
Le costó trabajo disuadirla.
Ella había dedicado la mañana a organizar
mentalmente el programa de tres años sin
la agonía de los viernes.
Preparó la casa para recibir los
novecientos pesos.
Hizo una lista de las cosas esenciales de
que carecían, sin olvidar un par de zapatos
nuevos para el coronel.
Destinó en el dormitorio un sitio para el
espejo. La momentánea frustración dé sus
proyectos le produjo una confusa
sensación de vergüenza y resentimiento.
Hizo una corta siesta.
Cuando se incorporó, el coronel estaba
sentado en el patio.
-Y ahora qué haces -preguntó ella.
-Estoy pensando --dijo el coronel.
-Entonces está resuelto el problema.
Ya se podrá contar con esa plata dentro de
cincuenta años.
Pero en realidad el coronel había decidido
vender el gallo esa misma tarde.
Pensó en don Sabas, solo en su oficina,
preparándose frente al ventilador eléctrico
para la inyección diaria.
Tenia previstas sus respuestas.
-Lleva el gallo -le recomendó su mujer al
salir- La cara del santo hace el milagro.
El coronel se opuso.
Ella lo persiguió hasta la puerta de la calle
con una desesperante ansiedad.
-No importa que esté la tropa en su oficina
-dijo- Lo agarras por el brazo y no lo dejas
moverse hasta que no te dé los
novecientos pesos.
Van a creer que estamos preparando un
asalto.
Ella no le hizo caso.
-Acuérdate que tú eres el dueño del gallo -
insistió- Acuérdate que eres tú quien va a
hacerle el favor.
-Bueno.
Don Sabas estaba con el médico en el
dormitorio.
«Aprovéchelo ahora, compadre», le dijo su
esposa al coronel.
«El doctor lo está preparando para viajar a
la finca y no vuelve hasta el jueves.»
El coronel se debatió entre dos fuerzas
contrarias: a pesar de su determinación de
vender el gallo quiso haber llegado una
hora más tarde para no encontrar a don
Sabas.
-Puedo esperar -dijo.
Pero la mujer insistió.
Lo condujo al dormitorio donde estaba su
marido sentado en la cama tronal, en
calzoncillos, fijos en el médico los ojos sin
color.
El coronel esperó hasta cuando el médico
calentó el tubo de vidrio con la orina del
paciente, olfateó el vapor e hizo a don
Sabas un signo aprobatorio.
-Habrá que fusilarlo -dijo el médico
dirigiéndose al coronel- La diabetes es
demasiado lenta para acabar con los ricos.
«Ya usted ha hecho lo posible con sus
malditas inyecciones de insulina», dijo don
Sabas, y dio un salto sobre sus nalgas
flaccidas.
«Pero yo soy un clavo duro de morder.»
Y luego, hacia el coronel: -Adelante,
compadre.
Cuando salí a buscarlo esta tarde no
encontré ni el sombrero.
-No lo uso para no tener que quitármelo
delante de nadie.
Don Sabas empezó a vestirse.
El médico se metió en el bolsillo del saco
un tubo de cristal con una muestra de
sangre.
Luego puso orden en el maletín.
El coronel pensó que se disponía a
despedirse.
-Yo en su lugar le pasaría a mi compadre
una cuenta de cien mil pesos, doctor -dijo-
Así no estará tan ocupado.
-Ya le he propuesto el negocio, pero con
un millón -dijo el médico- La pobreza es el
mejor remedio contra la diabetes.
«Gracias por la receta», dijo don Sabas
tratando de meter su vientre voluminoso
en los pantalones de montar.
«Pero no la acepto para evitarle a usted la
calamidad de ser rico.»
El médico vio sus propios dientes
reflejados en la cerradura niquelada del
maletín.
Miró su reloj sin manifestar impaciencia.
En el momento de ponerse las botas don
Sabas se dirigió al coronel
intempestivamente.
-Bueno, compadre, qué es lo que pasa con
el gallo.
El coronel se dio cuenta de que también el
médico estaba pendiente de su respuesta.
Apretó los dientes.
-Nada, compadre -murmuró- Que vengo a
vendérselo.
Don Sabas acabó de ponerse las botas.
-Muy bien, compadre -dijo sin emoción- Es
la cosa más sensata que se le podía
ocurrir.
-Yo ya estoy muy viejo para estos enredos
-se justificó el coronel frente a la expresión
impenetrable del médico- Si tuviera veinte
años menos sería diferente.
-Usted siempre tendrá veinte años menos
-replicó el médico.
El coronel recuperó el aliento.
Esperó a que don Sabas dijera algo más,
pero no lo hizo.
Se puso una chaqueta de cuero con
cerradura de cremallera y se preparó para
salir del dormitorio.
-Si quiere hablamos la semana entrante,
compadre -dijo el coronel.
-Eso le iba a decir -dijo don Sabas- Tengo
un cliente que quizá le dé cuatrocientos
pesos.
Pero tenemos que esperar hasta el jueves.
-¿Cuánto? -preguntó el médico.
-Cuatrocientos pesos.
-Había oído decir que valía mucho más -
dijo el médico. -Usted me había hablado de novecientos
pesos -dijo el coronel, amparado en la
perplejidad del doctor- Es el mejor gallo de
todo el Departamento.
Don Sabas respondió al médico. «En otro
tiempo cualquiera hubiera dado mil»,
explicó.
«Pero ahora nadie se atreve a soltar un
buen gallo.
Siempre hay el riesgo de salir muerto a
tiros de la gallera.»
Se volvió hacia el coronel con una
desolación aplicada: -Eso fue lo que quise
decirle, compadre.
El coronel aprobó con la cabeza.
-Bueno -dijo.
Los siguió por el corredor.
El médico quedó en la sala requerido por la
mujer de don Sabas que le pidió un
remedio «para esas cosas que de pronto le
da a uno y que no se sabe qué es».
El coronel lo esperó en la oficina.
Don Sabas abrió la caja fuerte, se metió
dinero en todos los bolsillos y extendió
cuatro billetes al coronel.
-Ahí tiene sesenta pesos, compadre -dijo-
Cuando se venda el gallo arreglaremos
cuentas.
El coronel acompañó al médico a través de
los bazares del puerto que empezaban a
revivir con el fresco de la tarde.
Una barcaza cargada de caña de azúcar
descendía por el hilo de la corriente.
El coronel encontró en el médico un
hermetismo insólito.
-¿Y usted cómo está, doctor?
El médico se encogió, de hombros.
-Regular -dijo- Creo que estoy necesitando
un médico.
-Es el invierno -dijo el coronel- A mí me
descompone los intestinos.
El médico lo examinó con una mirada
absolutamente desprovista de interés
profesional.
Saludó sucesivamente a los sirios sentados
a la puerta de sus almacenes.
En la puerta del consultorio el coronel
expuso su opinión sobre la venta del gallo.
-No podía hacer otra cosa -le explicó- Ese
animal se alimenta de carne humana.
-El único animal que se alimenta de carne
humana es don Sabas -dijo el médico-
Estoy seguro de que revenderá el gallo por
novecientos pesos.
-¿Usted cree?
-Estoy seguro -dijo el médico- Es un
negocio tan redondo como su famoso
pacto patriótico con el alcalde.
El coronel se resistió a creerlo.
«Mi compadre hizo ese pacto para salvar el
pellejo», dijo.
«Por eso pudo quedarse en el pueblo.»
«Y por eso pudo comprar a mitad de
precio los bienes de sus propios
copartidarios que el alcalde expulsaba del
pueblo», replicó el médico.
Llamó a la puerta pues no encontró las
llaves en los bolsillos. Luego se enfrentó a
la incredulidad del coronel.
-No sea ingenuo -dijo- A don Sabas le
interesa la plata mucho más que su propio
pellejo.
La esposa del coronel salió de compras esa
noche.
Él la acompañó hasta los almacenes de los
sirios rumiando las revelaciones del
médico.
-Busca enseguida a los muchachos y diles
que el gallo está vendido -le dijo ella- No
hay que dejarlos con la ilusión.
-El gallo no estará vendido mientras no
venga mi compadre Sabas -respondió el
coronel.
Encontró a Alvaro jugando ruleta en el
salón de billares.
El establecimiento hervía en la noche del
domingo.
El calor parecía más intenso a causa de las
vibraciones del radio a todo volumen.
El coronel se entretuvo con los números de
vivos colores pintados en un largo tapiz de
hule negro e iluminados por una linterna
de petróleo puesta sobre un cajón en el
centro de la mesa.
Alvaro se obstinó en perder en el
veintitrés.
Siguiendo el juego por encima de su
hombro el coronel observó que el once
salió cuatro veces en nueve vueltas.
-Apuesta al once -murmuró al oído de
Alvaro- Es el que más sale. Alvaro examinó el tapiz.
No apostó en la vuelta siguiente.
Sacó dinero del bolsillo del pantalón, y con
el dinero una hoja de papel. Se la dio al
coronel por debajo de la mesa.
-Es de Agustín -dijo.
El coronel guardó en el bolsillo la hoja
clandestina.
Alvaro apostó fuerte al once.
-Empieza por poco -dijo el coronel.
«Puede ser una buena corazonada»,
replicó Alvaro.
Un grupo de jugadores vecinos retiró las
apuestas de otros números y apostaron al
once cuando ya había empezado a girar la
enorme rueda de colores.
El coronel se sintió oprimido.
Por primera vez experimentó la
fascinación, el sobresalto y la amargura
del azar.
Salió el cinco.
-Lo siento -dijo el coronel avergonzado, y
siguió con un irresistible sentimiento de
culpa el rastrillo de madera que arrastró el
dinero de Alvaro- Esto me pasa por
meterme en lo que no me importa.
Alvaro sonrió sin mirarlo.
-No se preocupe, coronel.
Pruebe en el amor.
De pronto se interrumpieron las trompetas
del mambo.
Los jugadores se dispersaron con las
manos en alto.
El coronel sintió a sus espaldas el crujido
seco, articulado y frío de un fusil al ser
montado.
Comprendió que había caído fatalmente en
una batida de la policía con la hoja
clandestina en el bolsillo.
Dio media vuelta sin levantar las manos.
Y entonces vio de cerca, por la primera vez
en su vida, al hombre que disparó contra
su hijo. Estaba exactamente frente a él con el
cañón del fusil apuntando contra su
vientre.
Era pequeño, aindiado, de piel curtida, y
exhalaba un tufo infantil.
El coro nel apretó los dientes y apartó
suavemente con la punta de los dedos el
cañón del fusil.
-Permiso -dijo.
Se enfrentó a unos pequeños y redondos
ojos de murciélago.
En un instante se sintió tragado por esos
ojos, triturado, digerido e inmediatamente
expulsado.
-Pase usted, coronel.
No necesitó abrirla ventana para
identificar a diciembre.
Lo descubrió en sus propios huesos cuando
picaba en la cocina las frutas para el
desayuno del gallo.
Luego abrió la puerta y la visión del patio
confirmó su intuición.
Era un patio maravilloso, con la hierba y
los árboles y el cuartito del excusado
flotando en la claridad, a un milímetro
sobre el nivel del suelo.
Su esposa permaneció en la cama hasta
las nueve.
Cuando apareció en la cocina ya el coronel
había puesto orden en la casa y
conversaba con los niños en torno al gallo.
Ella tuvo que hacer un rodeo para llegar
hasta la hornilla.
-Quítense del medio -gritó. Dirigió al
animal una mirada sombría
- No veo la hora de salir de este pájaro de
mal agüero.
El coronel examinó a través del gallo el
humor de su esposa. Nada en él merecía
rencor.
Estaba listo para los entrenamientos. El
cuello y los muslos pelados y cárdenos, la
cresta rebanada, el animal había adquirido
una figura escueta, un aire indefenso.
-Asómate a la ventana y olvídate del gallo
-dijo el coronel cuando se fueron los niños-
: En una mañana así dan ganas de sacarse
un retrato.
Ella se asomó a la ventana pero su rostro
no reveló ninguna emoción.
Ella se asomó a la ventana pero su rostro
no reveló ninguna emoción.
El coronel colgó el espejo en el horcón
para afeitarse.
-Si quieres sembrar las rosas, siémbralas -
-dijo.
Trató de acordar sus movimientos a los de
los de la imagen.
-Se las comen los puercos -dijo ella.
-Mejor -dijo el coronel- Deben ser muy
buenos los puercos engordados con rosas.
Buscó a la mujer en el espejo y se dio
cuenta de que continuaba con la misma
expresión.
Al resplandor del fuego su rostro parecía
modelado en la materia de la hornilla.
Sin advertirlo, fijos los ojos en ella, el
coronel siguió afeitándose al tacto como lo
había hecho durante muchos años.
La mujer pensó, en un largo silencio.
-Es que no quiero sembrarlas -dijo.
-Bueno -dijo el coronel- Entonces no las
siembres.
Se sentía bien.
Diciembre había marchitado la flora de sus
visceras.
Sufrió una contrariedad esa mañana
tratando de ponerse los zapatos nuevos.
Pero después de intentarlo varias veces
comprendió que era un esfuerzo inútil y se
puso los, botines de charol.
Su esposa advirtió el cambio.
-Si no te pones los nuevos no acabarás de
amasarlos nunca -dijo.
-Son zapatos de paralítico -protestó el
coronel- El calzado debían venderlo con un
mes de uso.
Salió a la calle estimulado por el
presentimiento de que esa tarde llegaría la
carta.
Como aún no era la hora de las lanchas
esperó a don Sabas en su oficina.
Pero le confirmaron que no llegaría sino el
lunes.
No se desesperó a pesar de que no había
previsto ese contratiempo.
«Tarde o temprano tiene que venir», se
dijo, y se dirigió al puerto, en un instante
prodigioso, hecho de una claridad todavía
sin usar.
-Todo el año debía ser diciembre -
murmuró, sentado en el almacén del sirio
Moisés- Se siente uno como si fuera de
vidrio.
El sirio Moisés debió hacer un esfuerzo
para traducir la idea a su árabe casi
olvidado.
Era un oriental plácido forrado hasta el
cráneo en una piel lisa y estirada, con
densos movimientos de ahogado.
Parecía efectivamente salvado de las
aguas.
-Así era antes -dijo- Si ahora fuera lo
mismo yo tendría ochocientos noventa y
siete años.
¿Y tú?
«Setenta y cinco», dijo el coronel,
persiguiendo con la mirada al
administrador de correos.
Sólo entonces descubrió el circo.
Reconoció la carpa remendada en el techo
de la lancha del correo entre un montón de
objetos de colores.
Por un instante perdió al administrador
para buscar las fieras entre las cajas
apelotonadas sobre las otras lanchas.
No las encontró.
-Es un circo -dijo- Es el primero que viene
en diez años.
El sirio Moisés verificó la información.
Habló a su mujer en una mescolanza de
árabe y español.
Ella respondió desde la trastienda.
Él hizo un comentario para sí mismo y
luego tradujo su preocupación al coronel.
-Esconde el gato, coronel.
Los muchachos se lo roban para
vendérselo al circo.
El coronel se dispuso a seguir al
administrador.
-No es un circo de fieras -dijo.
-No importa -replicó el sirio- Los
maromeros comen gatos para no romperse
los huesos.
Siguió al administrador a través de los
bazares del puerto hasta la plaza.
Allí lo sorprendió el turbulento clamor de la
gallera.
Alguien, al pasar, le dijo algo de su gallo.
Sólo entonces recordó que era el día fijado
para iniciar los entrenamientos.
Pasó de largo por la oficina de correos.
Un momento después estaba sumergido en
la turbulenta atmósfera de la gallera.
Vio su gallo en el centro de la pista, solo,
indefenso, las espuelas envueltas en
trapos, con algo de miedo evidente en el
temblor de las patas.
El adversario era un gallo triste y
ceniciento.
El coronel no experimentó ninguna
emoción.
Fue una sucesión de asaltos iguales.
Una instantánea trabazón de plumas y
patas y pescuezos en el centro de una
alborotada ovación.
Despedido contra las tablas de la barrera
el adversario daba una vuelta sobre sí
mismo y regresaba al asalto.
Su gallo no atacó.
Rechazó cada asalto y volvió a caer
exactamente en el mismo sitio.
Pero ahora sus patas no temblaban.
Germán saltó la barrera, lo levantó con las
dos manos y lo mostró al público de las
graderías.
Hubo una frenética explosión de aplausos
y gritos.
El coronel notó la desproporción entre el
entusiasmo de la ovación y la intensidad
del espectáculo.
Le pareció una farsa a la cual -voluntaria y
conscientemente- se prestaban también
los gallos.
Examinó la galería circular impulsado por
una curiosidad un poco despreciativa.
Una multitud exaltada se precipitó por las
graderías hacia la pista.
El coronel observó la confusión de rostros
cálidos, ansiosos, terriblemente vivos.
Era gente nueva.
Toda la gente nueva del pueblo.
Revivió -como en un presagio- un instante
borrado en el horizonte de su memoria.
Entonces saltó la barrera, se abrió paso a
través de la multitud concentrada en el
redondel y se enfrentó a los tranquilos ojos
de Germán.
Se miraron sin parpadear.
-Buenastardes, coronel.
El coronel le quitó el gallo.
«Buenas tardes», murmuró.
Y no dijo nada más porque lo estremeció la
caliente y profunda palpitación del animal.
Pensó que nunca había tenido una cosa
tan viva entre las manos.
-Usted no estaba en la: casa -dijo Germán,
perplejo.
Lo interrumpió una nueva ovación.
El coronel se sintió intimidado.
Volvió a abrirse paso, sin mirar a nadie,
aturdido por los aplausos y los gritos, y
salió a la calle con el gallo bajo el brazo.
Todo el pueblo -la gente de abajo- salió a
verlo pasar seguido por los niños de la
escuela.
Un negro gigantesco trepado en una mesa
y con una culebra enrollada en el cuello
vendía medicinas sin licencia en una
esquina de la plaza.
De regreso del puerto un grupo numeroso
se había detenido a escuchar su pregón.
Pero cuando pasó el coronel con el gallo la
atención se desplazó hacia él.
Nunca había sido tan largo el camino de su
casa.
No se arrepintió.
Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía
en una especie de sopor, estragado por
diez años de historia.
Esa tarde -otro viernes sin carta- la gente
había despertado.
El coronel se acordó de otra época. Se vio
a sí mismo con su mujer y su hijo
asistiendo bajo el paraguas a un
espectáculo que no fue interrumpido a
pesar de la lluvia. Se acordó de los
dirigentes de su partido, escrupulosamente
peinados, abanicándose en el patio de su
casa al compás de la música.
Revivió casi la dolorosa resonancia del
bombo en sus intestinos.
Cruzó por la calle paralela al río y también
allí encontró la tumultuosa muchedumbre
de los remotos domingos electorales.
Observaban el descargue del circo.
Desde el interior de urna tienda una mujer
gritó algo relacionado con el gallo.
Él siguió absorto hasta su casa, todavía
oyendo voces dispersas, como si lo
persiguieran los desperdicios de la ovación
de la gallera.
En la puerta se dirigió a los niños.
-Todos para su casa -dijo- Al que entre lo
saco a correazos.
Puso la tranca y se dirigió directamente a
la cocina.
Su mujer salió asfixiándose del dormitorio.
«Se lo llevaron a la fuerza», gritó.
«Les dije que el gallo no saldría de esta
casa mientras yo estuviera viva.»
El coronel amarró el gallo al soporte de la
hornilla. Cambió el agua al tarro
perseguido por la voz frenética de la
mujer.
-Dijeron que se lo llevarían por encima de
nuestros cadáveres -dijo- Dijeron que el
gallo no era nuestro sino de todo el
pueblo.
Sólo cuando terminó con el gallo el coronel
se enfrentó al rostro trastornado de su
mujer. Descubrió sin asombro que no le
producía remordimiento ni compasión.
«Hicieron bien», dijo calmadamente.
Y luego, registrándose los bolsillos, agregó
con una especie de insondable dulzura: -El
gallo no se vende.
Ella lo siguió hasta el dormitorio.
Lo sintió completamente humano, pero
inasible, como si lo estuviera viendo en la
pantalla de un cine.
El coronel extrajo del ropero un rollo de
billetes, lo juntó al que tenía en los
bolsillos, contó el total y lo guardó en el
ropero.
-Ahí hay veintinueve pesos para
devolvérselos a mi compadre Sabas -dijo-
El resto se le paga cuando venga la
pensión.
-Y si no viene -preguntó la mujer.
-Vendrá.
-Pero si no viene.
-Pues entonces no se le paga.
Encontró los zapatos nuevos debajo de la
cama.
Volvió al armario por la caja de cartón,
limpió la suela con un trapo y metió los
zapatos en la caja, como los llevó su
esposa el domingo en la noche.
Ella no se movió.
-Los zapatos se devuelven -dijo el coronel-
Son trece pesos más para mi compadre.
-No los reciben -dijo ella.
-Tienen que recibirlos -replicó el coronel-
Sólo me los he puesto dos veces.
-Los turcos no entienden de esas cosas -
dijo la mujer.
-Tienen que entender.
-Y si no entienden.
-Pues entonces que no entiendan.
Se acostaron sin comer.
El coronel esperó a que su esposa
terminara el rosario para apagar la
lámpara.
Pero no pudo dormir.
Oyó las campanas de la censura
cinematográfica, y casi en seguida -tres
horas después- el toque de queda.
La pedregosa respiración de la mujer se
hizo angustiosa con el aire helado de la
madrugada.
El coronel tenía aún los ojos abiertos
cuando ella habló con una voz reposada,
conciliatoria.
-Estás despierto.
-Sí.
-Trata de entrar en razón -dijo la mujer-
Habla mañana con mi compadre Sabas.
-No viene hasta el lunes.
-Mejor -dijo la mujer- Así tendrás tres días
para recapacitar.
-No hay nada que recapacitar --dijo el
coronel.
El viscoso aire de octubre había sido
sustituido por una frescura apacible.
El coronel volvió a reconocer a diciembre
en el horario de los alcaravanes.
Cuando dieron las dos todavía no había
podido dormir.
Pero sabía que su mujer también estaba
despierta.
Trató de cambiar de posición en la
hamaca.
-Estás desvelado -dijo la mujer.
-Sí.
Ella pensó un momento.
-No estamos en condiciones de hacer esto
-dijo- Ponte a pensar cuántos son
cuatrocientos pesos juntos.
-Ya falta poco para que venga la pensión -
dijo el coronel.
-Estás diciendo lo mismo desde hace
quince años.
-Por eso -dijo el coronel- Ya no puede
demorar mucho más.
Ella hizo un silencio.
Pero cuando volvió a hablar, al coronel le
pareció que el tiempo no había
transcurrido.
-Tengo la impresión de que esa plata no
llegará nunca -dijo la mujer.
-Llegará.
-Y si no llega. Él no encontró la voz para responder.
Al primer canto del gallo tropezó con la
realidad, pero volvió a hundirse en un
sueño denso, seguro, sin remordimientos.
Cuando despertó ya el sol estaba alto.
Su mujer dormía.
El coronel repitió metódicamente, con dos
horas de retraso, sus movimientos
matinales, y esperó a su esposa para
desayunar.
Ella se levantó impenetrable.
Se dieron los buenos días y se sentaron a
desayunar en silencio.
El coronel sorbió una taza de café negro
acompañada con un pedazo de queso y un
pan de dulce.
Pasó toda la mañana en la sastrería.
A la una volvió a la casa y encontró a su
mujer remendando entre las begonias.
-Es hora de almuerzo -dijo.
-No hay almuerzo -dijo la mujer.
Él se encogió de hombros. Trató de tapar
los portillos de la cerca del patio para
evitar que los niños entraran a la cocina.
Cuando regresó al corredor la mesa estaba
servida.
En el curso del almuerzo el coronel
comprendió que su esposa se estaba
forzando para no llorar.
Esa certidumbre lo alarmó.
Conocía el carácter de su mujer,
naturalmente duro, y endurecido todavía
más por cuarenta años de amargura. La
muerte de su hijo no le arrancó una
lágrima.
Fijó directamente en sus ojos una mirada
de reprobación.
Ella se mordió los labios, se secó los
párpados con la manga y siguió
almorzando.
-Eres un desconsiderado -dijo.
El coronel no habló.
«Eres caprichoso, terco y desconsiderado»,
repitió ella.
Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero en
seguida rectificó supersticiosamente la
posición.
«Toda una vida comiendo tierra para que
ahora resulte que merezco menos
consideración que un gallo.»
-Es distinto -dijo el coronel.
-Es lo mismo -replicó la mujer- Debías
darte cuenta de que me estoy muriendo,
que esto que tengo no es una enfermedad
sino una agonía.
El coronel no habló hasta cuando no
terminó de almorzar.
-Si el doctor me garantiza que vendiendo
el gallo se te quita el asma, lo vendo en
seguida -dijo- Pero si no, no.
Esa tarde llevó el gallo a la gallera.
De regreso encontró a su esposa al borde
de la crisis.
Se paseaba a lo largo del corredor, el
cabello suelto a la espalda, los brazos
abiertos, buscando el aire por encima del
silbido de sus pulmones.
Allí estuvo hasta la prima noche.
Luego se acostó sin dirigirse a su marido.
Masticó oraciones hasta un poco después
del toque de queda.
Entonces, el coronel se dispuso a apagar la
lámpara. Pero ella se opuso.
-No quiero morirme en las tinieblas -dijo.
El coronel dejó la lámpara en el suelo.
Empezaba a sentirse agotado.
Tenía deseos de olvidarse de todo, de
dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y
despertar el veinte de enero a las tres de
la tarde, en la gallera y en el momento
exacto de soltar el gallo.
Pero se sabía amenazado por la vigilia de
la mujer.
«Es la misma historia de siempre»,
comenzó ella un momento después.
«Nosotros ponemos el hambre para que
coman los otros.
Es la misma historia desde hace cuarenta
años.»
El coronel guardó silencio hasta cuando su
esposa hizo una pausa para preguntarle si
estaba despierto.
Él respondió que sí.
La mujer continuó en un tono liso,
fluyente, implacable.
-Todo el mundo ganará con el gallo,
menos nosotros.
Somos los únicos que no tenemos ni un
centavo para apostar.
-El dueño del gallo tiene derecho a un
veinte por ciento.
-También tenias derecho a que te dieran
un puesto cuando te ponían a romperte el
cuero en las elecciones -replicó la mujer-
También tenías derecho a tu pensión de
veterano después de exponer el pellejo en
la guerra civil.
Ahora todo el mundo tiene su vida
asegurada y tú estás muerto de hambre,
completamente solo.
-No estoy solo -dijo el coronel.
Trató de explicar algo pero lo venció el
sueño.
Ella siguió hablando sordamente hasta
cuando se dio cuenta de que su esposo
dormía.
Entonces salió del mosquitero y se paseó
por la sala en tinieblas. Allí siguió
hablando.
El coronel la llamó en la madrugada.
Ella apareció en la puerta, espectral,
iluminada desde abajo por la lámpara casi
extinguida.
La apagó antes de entrar al mosquitero.
Pero siguió hablando.
-Vamos a hacer una cosa - la interrumpió
el coronel.
-Lo único que se puede hacer es vender el
gallo -dijo la mujer.
-También se puede vender el reloj.
-No lo compran.
-Mañana trataré de que Alvaro me dé los
cuarenta pesos.
-No te los da.
-Entonces se vende el cuadro.
Cuando la mujer volvió a hablar estaba
otra vez fuera del mosquitero.
El coronel percibió su respiración
impregnada de hierbas medicinales.
-No lo compran -dijo.
Ya veremos -dijo el coronel suavemente,
sin un rastro de alteración en la voz-
Ahora duérmete.
Si mañana no se puede vender nada, se
pensará en otra cosa.
Trató de tener los ojos abiertos, pero lo
quebrantó el sueño.
Cayó hasta el fondo de una substancia sin
tiempo y sin espacio, donde las palabras
de su mujer tenían un significado
diferente.
Pero un 'instante después se sintió
sacudido por el hombro.
-Contéstame.
El coronel no supo si había oído esa
palabra antes o después del sueño.
Estaba amaneciendo.
La ventana se recortaba en la claridad
verde del domingo.
Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y
tuvo que hacer un gran esfuerzo para
recobrar la lucidez.
-Qué se puede hacer si no se puede
vender nada -repitió la mujer.
-Entonces ya será veinte de enero -dijo el
coronel, perfectamente consciente- El
veinte por ciento lo pagan esa misma
tarde.
-Si el gallo gana -dijo la mujer-
Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el
gallo pueda perder.
-Es un gallo que no puede perder.
-Pero suponte que pierda.
-Todavía faltan cuarenta y cinco días para
empezar a pensar en eso -dijo el coronel.
La mujer se desesperó.
«Y mientras tanto qué comemos»,
preguntó, y agarró al coronel por el cuello
de franela. Lo sacudió con energía.
-Dime, qué comemos.
El coronel necesitó setenta y cinco años -
los setenta y cinco años de su vida, minuto
a minuto- para llegar a ese instante.
Se sintió puro, explícito, invencible, en el
momento de responder:
-Mierda.
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